Tengo varias películas favoritas, menos por ser portadora de un gusto variado que por la angustia que me suscita –en la mayor parte de los casos– cada vez que tengo que elegir entre algunas cosas que me gustan mucho. Creo que mi fobia se desató a partir de un episodio de la escuela primaria. Por una cuestión que no viene al caso tuve que elegir festejar el cumpleaños con quince compañeros porque no entrábamos los cuarenta en mi casa. Sinceramente no recuerdo si elegí bien o mal, ni bajo qué parámetros diseñé la lista de los quince privilegiados pero un compañero se sintió pésimo y su madre, un poco infantil, un poco vil y de forma que intentaba ser casual, se encargó de hacérmelo saber mientras me sonreía y se peinaba con los dedos su permanente rojiza. Todavía recuerdo como se asomaban sus uñas perladas entre los bucles y se volvían a esconder. Yo seguía esas uñas y el pecho se me estrujaba en cada vaivén, seguía esa marea cobriza como embrujada y así fue, por sugestión o por culpa, que empecé a padecer cualquier proceso de selección que me tuviera como ejecutora. Supongo que no me caso, entre otras cosas, para no verme en el brete de elegir un único testigo.

Pero los años pasan y mal que me pese hay películas que merecen ser recordadas por sobre otras. También hay películas que me gustan más por épocas y también hay otras que me alegran de sólo recordar que existen. Ese es el caso de Boudu salvado de las aguas o simplemente Boudu de Jean Renoir, filmada en 1932.

Vayamos a la anécdota del film: Boudu es un vagabundo que, deprimido por haber perdido a su perro, decide tirarse al Sena. Un librero parisino lo rescata de las aguas y lo lleva a vivir a su casa, junto a su esposa. El librero se compromete con Boudu, lo vuelve de alguna forma su causa: quiere educarlo, enseñarle a vestir elegantemente, a comer con corrección. Boudu, por el contrario, es desagradecido, holgazán, intenta bruscamente seducir a su mujer y a la criada de la casa y se pregunta por qué demonios lo rescataron ya que en sus planes estaba ahogarse en las aguas del Sena. El librero no pierde las esperanzas y corrige cada destrozo de Boudu mientras que Boudu, sin ningún remordimiento, rompe todo lo que toca y se apropia obscenamente de todo aquello que le ofrecen. Todo lo que hay en él es desmesura. Es una gran naturaleza que no comprende de convenciones sociales ni de códigos de convivencia. Un clown torpe y entrañable que no se sonroja por nada y que va detrás de su deseo para satisfacerlo lo más rápido posible. En uno de esos exabruptos deseosos Boudu corteja incansablemente a la criada y todos quieren que se case con ella. Todos quieren que Boudu se normalice y qué mejor que el casamiento para domesticar a la bestia. El obstinado librero parisino organiza una boda a la que Boudu accede solamente por no tener en el momento un claro deseo de oponerse pero el casamiento campestre dura lo que tarda Boudu en escapar por el río y abandonar a su protector y a toda su familia sustituta. El film es de una alegría asombrosa y es de esas películas de Renoir donde los personajes se corretean por las habitaciones y uno sigue esos movimientos como si fueran pasos de danza de los mejores bailarines de la historia. Y el humor no sólo se desprende de los diálogos sino de la forma juguetona en la que los actores ocupan el cuadro. Todo eso sucede en Boudu que, confieso,  no volví a visitarla para escribir sobre ella porque indefectiblemente ella me visita constantemente. Ella vuelve como fuerza inspiradora, caprichosa, como si a través de su personaje impune y barbudo (el único e irrepetible Michel Simon) Jean Renoir nos arrojara una piedra y se escondiera para reírse de nosotros, para ver qué cara ponemos ante lo incorrecto y por sobre todas las cosas nos inoculara la osadía necesaria para la creación, esa corriente misteriosa que sin duda desemboca en algún afluente del Sena, donde Boudu chapotea libre y despreocupado junto a todas las imágenes bellas que me llevo para siempre.


Laura Paredes es actriz y dramaturga y codirige el grupo teatral Piel de Lava hace casi quince años, con quienes hicieron Colores Verdaderos, Neblina, Tren y Museo y con quienes también protagoniza La Flor, de Mariano Llinás, proyecto titánico a estrenarse en el 2018. Y actuó en Ostende, de Laura Citarella; Dos Disparos, de Martín Rejtman; La princesa de Francia, de Matías Piñeiro; La larga noche de Francisco Sanctis, entre otros films. Los viernes a las 23 en el Abasto Social Club dirige La luz es un pozo, junto a Paula Acuña. Y en agosto estrena su obra Todo lo cercano se aleja en el Teatro Nacional Cervantes.