Cortázar comparó un cuento logrado con una foto cuyo encuadre tiene algo de fatal, donde a un costado, en los márgenes, aparece una sombra de algo o alguien que no está, pero que sin embargo, con su presencia muda lanza sugestivas indicaciones. Se podría decir entonces que diez cuentos (diez fotos fatales) componen Seres queridos, el segundo libro de cuentos de Vera Giaconi, –después de Carne Viva publicado en 2011– y finalista del prestigioso Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero 2015.
En principio, lo fatal es el equívoco que propone el título que reúne estos relatos. Aquello que se lee como una certeza en la tapa, se vuelve extraño al finalizar el libro. ¿Seres queridos? El humano es el único mamífero que necesita del amor para sobrevivir. Desde Freíd y Levi Strauss se vienen tejiendo hipótesis acerca de por qué los hombres necesitan juntarse y también cuáles son las consecuencias de transitar la vida en familia o en comunidad. De algún modo el libro de Giaconi mete una cuña en medio de esa certeza dejando al desnudo cómo los seres queridos pueden, hasta el límite de lo soportable, atentar contra la misma vida que nos garantizaron.
Así, en “Tasador” un hombre de cuarenta y dos años observa a su madre que se quedó dormida en el sillón, despatarrada (¿lleva pañales para adultos?), las raíces crecidas y roncando mientras larga un aliento pestilente, y se pregunta quién es esa mujer. En la televisión dan un programa de tasadores del Reino Unido donde la gente lleva objetos para que expertos den su veredicto acerca de su valor real. La morosidad en el detalle del programa genera capas de sentido: ¿cuál es el valor de aquello que el otro me da? La cámara apunta a esos objetos (muebles, joyas, vajilla) mientras la escritura de Giaconi echa luz sobre lo que no se ve. Así es que ese reloj costoso que lleva puesto el hijo y que alguna vez su madre le regaló (con el grabado “la sangre une”), lo avergüenza. Porque acaso, los seres queridos terminen siendo como ese reloj: “algo caro pero vulgar, algo que le pertenece pero que no puede sacarse de encima, algo que detesta y con lo que no sabe qué hacer”.
En ese sentido, Giaconi no deja títere con cabeza. Además de los queridos padres, madres, hijos, hermanos y abuelos hay en cada relato otras figuras que sin ser de sangre, también funcionan como tal. Raquel, del cuento “Carne”, es la empleada doméstica y confidente de la hija de Jorge que acaba de quedarse viudo. Él sabe que su hija que se encierra en el cuarto siempre dándole la espalda, se confiesa con esa mujer. O Nilda, la vecina que la madre de los chicos de “A oscuras” contrata dos veces por semana de noche para que los cuide mientras ella cumple con su turno en el hospital, que guarda ese secreto: cada vez que la madre cierra la puerta, con Roxy y Facundo juegan a quedar completamente a oscuras. En “Reunión” la amiga de la pareja de Clara y Javier, es tan fundamental para ellos que sin su presencia, estarían perdidos. “Como si yo fuera la mejor razón para que estuvieran juntos”, dice ella que lo sabe. “Prójimos, hermanos de la vida, para bien o para mal”, se definen en “Bienaventurados” esos otros seres queridos que con un giro sutil pero decisivo, terminan siendo el engranaje en la vida que puede arruinarlo todo.
Hay otro rasgo en la obra de Giaconi que ya asomaba como una promesa en aquel primer libro de cuentos y parece ahora afilarse. “Cambien eso”, grita la madre del cuento “Pirañas” pero los chicos solo bajan el volumen del televisor. “No pueden dejar de mirar las imágenes de las pirañas, de las bocas dientudas y feroces de las pirañas que muestra el noticiero”. Es que puede haber fascinación ante el horror y Giaconi lo administra con oficio, develando esa parte oscura y retorcida que –claramente–, no está en lo que se ve en la superficie sino en lo que llevamos dentro. Así es que a Víctor, el niño de ese mismo cuento, le faltan dos dedos. Y esa lógica de la falta denuncia que alguna vez hubo un todo que ahora no está.
Esos defectos pueden ser más explícitos y abiertamente siniestros como la nena del cuento “Reunión” que en cuclillas sobre la mesa come solo huevos duros “como si fueran choclos, agarrándolos con las manos y dando pequeños y rápidos mordiscos”. O más sutiles pero no menos complejos como dos las hermanas de “Los restos” que parecen de golpe rejuvenecidas y esperanzadas de una nueva vida ante la muerte de la tercera. “Se terminó” le dice una a la otra después de la noticia. También la hermana del cuento que abre el libro, “Survivor” que se transforma ante la noticia de que la otra está saliendo con un tipo que se hizo famoso por participar en un reality en Estados Unidos. Entonces resulta que aquello que tanto suele decirse en familia, “lo hago por tu bien” (“mi principal instinto era protegerla”, en el cuento de Giaconi) toma un giro bizarro y escabroso. En esa misma dirección cabe preguntarse si el abuelo de “Dumas”, (“un hombre poderoso, respetable, leal, el efecto que causaba era el de alguien magnífico”) quiere quedarse con su nieta para salvarla o porque es él quien no puede vivir sin ella.
Al final de la lectura se tiene la impresión de conocer a cada uno de esos seres íntimamente, y en ese mismo acto tomar alguna lección sobre los recovecos del alma humana. De ese modo, Giaconi tiende una trampa ética muy interesante: despliega ante los ojos del lector aquellas oscuras verdades que si no fuera por ese cuento que se acaba de leer, no se hubiesen admitido. Quizás por temor a lo que eso pudiera significar para cada uno.
“Al entrar, uno siente la mano de la intimidad apretándote el hombro y haciendo tus pasos más lentos”, dice la protagonista de “Limbo” para describir ese hospital donde paradójicamente ahora está internado su médico que también se volvió un ser querido. Y un poco así –una mano que aprieta el hombro forzando a ir más lento– se siente la lectura de Giaconi que crece en intensidad y tensión hasta el final con esa niña del último cuento. “Y la niña sonrió. Fue tan escalofriante como si hubiera visto sonreír a un gato. Dijo algo en un idioma que no reconocí, un idioma cerrado y gutural que me hizo pensar que no estaba hablando sino gruñendo. Todo ella hacía pensar en un animalito salvaje”.
Giaconi quita el velo y el horror está en el mismo hecho de ser humanos. Como si dijera: admitámoslo, somos una pieza mal fabricada.