Siempre que escribe fuma. Las ventanas de su casa de Madrid, en la calle Génova, están siempre abiertas, ya sea invierno o verano. Lo que importa es que no todo el humo se quede adentro. Dice que así se comunica con sus amigos, a la napolitana. La gente que necesita, asegura, la tiene cerca. Así que si alguien le quiere ver, simplemente le llama, a voces. ¡Ray, Ray! Y él pega un grito: ¡Ya voy! Ni siquiera el portero automático le funciona, dice, así que sólo puede bajar y abrir, como haría, por ejemplo, si viviese en Buenos Aires. Todo esto porque Ray Loriga, último ganador del premio Alfaguara de novela, se niega a usar redes sociales y confiesa, además, que si ahora tiene un teléfono celular –barato, el más barato que había en la tienda– es únicamente porque así se lo ha exigido la editorial para la extensa promoción que el galardón conlleva. Estará en Argentina a fin de mes presentando Rendición, la obra ganadora de este 2017. La había enviado al concurso con el seudónimo de Juan Sebastián Verón, “Brujita”. Es porque Ray ama dos cosas: la literatura y el fútbol. Y el corazón se le divide sólo en dos equipos: Real Madrid y Boca Juniors. Por suerte, no los tiene que ver luchar.
En esta novela distópica con la que sorprende ahora, Ray Loriga sí utiliza la épica de batalla, pero a una escala tan minimalista que aterra bastante más. Trabaja sobre la era de la comunicación en la que vivimos, y opina, por supuesto, que ni siquiera Orwell hubiese sido capaz de imaginar una sociedad más osada que la actual: un mundo en el que las personas ni siquiera deben ser delatadas por terceros, porque son ellas mismas las que se entregan atadas de pies y manos poniendo cada día, o cada minuto, su vida privada a disposición de la comunidad. Internet, para él, fue algo que lo tomó grande. O así quiso recibir esa ola, que más bien prefirió saltar. En la medida de lo posible, claro. En Rendición plantea la cuestión de qué ocurre cuando nos despojan de todo, hasta de nuestros secretos y, qué sucede cuando, al mismo tiempo, parece que tenemos la obligación de ser felices, como si estuviésemos sedados, sonrientes porque, al fin y al cabo, no nos falta nada. Podría ser una obra de Kafka, pero en realidad funciona justo al revés: el personaje principal del libro no es una víctima de las circunstancias, o al menos no se presenta así, sino más bien como un ser consciente de ser un estorbo para el progreso. Ballard, Coetzee, Cela; varios gigantes de la literatura entran a jugar en este partido que Ray Loriga ha querido pelear cuando muchos lo daban por muerto. Los fanáticos más exigentes se atreven a demandarle aún más y se oyen ciertas críticas. El lenguaje que utiliza, españolísimo, tiene la típica ternura brutal de la escritura de Loriga y es cierto que es mucho más potente en las páginas iniciales que en las últimas. En la segunda parte de la obra hay, además, algunos errores que limitan la coherencia interna del mundo imaginario que el escritor recrea: como si, a veces, las propias reglas de esa realidad futura, se quebrasen. Lo cierto es que el libro sobrevive incluso a esos detalles y produce un desasosiego turbio que no te deja en paz una vez que la lectura finaliza. Para llegar hasta ahí, Ray Loriga mezcla humor, frases lapidarias y un lenguaje podado como un árbol en otoño.
Ray Loriga fue una joya en los 90, un revulsivo necesario para la literatura española de entonces. Él, que había estudiado en un colegio inglés, se había tragado a todos esos autores norteamericanos que en España entonces eran perfectos desconocidos: los beats. Y su escritura, claro, bebió de esas influencias resultando un elixir maravilloso que tuvo suerte de encontrar el cauce adecuado. Por eso, con sólo 25 años, y después de haber publicado Lo peor de todo (1992), su debut, se convirtió en uno de los escritores más prestigiosos del país. Su novela Héroes, editada por Enrique Murillo en Plaza & Janés justo un año después, resultó un éxito total. Se vendieron más de 20.000 ejemplares en tres meses. Al principio Ray no quiso aparecer en portada, pero su editor insistió y ganó. Realmente fue un shock en aquel momento: su imagen de rockero suburbano, con el pelo largo, los ojos negrísimos, los anillos de plata abrazando el cuello de una botella de vidrio, los tatuajes y la campera de cuero cubriéndole los hombros eran una metáfora de su generación. Todo aquello le llevó a hacer una gira mundial, muy parecida a la que ahora, con 50 años recién cumplidos, repetirá.
Mientras tanto Ray Loriga ha querido ser muchas otras cosas, además de escritor. Fue periodista en Diario16, donde tuvo como primer entrevistado a Ray Bradbury. Su nombre artístico, que mejora a su común Jorge Loriga Torrenova, podría venir de ahí. Su padre era ilustrador en un periódico, y su madre, una actriz de telenovela en Venezuela de la que su padre se enamoró, contraviniendo las reglas básicas de su clase porque él sí tenía una posición acomodada, y a pesar de todo, no le importó. Es curioso que en Rendición, los personajes principales sean una pareja que viene también de mundos perfectamente diferenciados y que, además, se hagan cargo de un niño que no es suyo, después de haber perdido a dos en la guerra. Porque esta novela arranca así: en una tierra arrasada por una batalla que no nos conviene ni siquiera comprender. Allá sólo el niño que viene de fuera tiene nombre, Julio, y ama dibujar. El resto son sólo rostros sin denominación, como si estuviéramos, de alguna forma, transitando por Comala.
Loriga no aceptó cerrar filas en torno a la escritura. Le gusta demasiado la calle para actuar únicamente como un pobre demente que escribe encerrado mientras se atraganta con su propio humo. Ha sido también guionista, incluso participó del guión de Carne trémula, de Pedro Almódovar. Su relación con la cantante Christina Rosenvinge, que ya terminó, fue otro de sus sellos de identidad, y quizás, también el de toda una generación que ya empieza a ser más experimentada que atrevida. Y está bien, porque seguramente Ray Loriga tenga mucho más para aportar desde su departamento de ventanas abiertas. Mientras le daban por muerto ha succionado literatura como si se tratase de un manjar olvidado por todos aquellos que sí se han rendido al tiempo dedicado a la red social.