Partimos desde La Habana con rumbo oeste hacia lo que sería la cola del caimán perfilado por el mapa de Cuba. A medida que nos internamos en la provincia de Pinar del Río, el terreno se va ondulando y reverdece con intensidad al pie de montañas solitarias en la planicie con algo de fortaleza, coronadas por una leve joroba donde trepa la vegetación.
Al rodar por la Carretera Central nos cruzamos con buses de turistas, relucientes almendrones Ford y Chevrolet de los ’50, mofletudos con algo de Batimóvil; autos rusos Lada y Moskvitch, y algún Audi último modelo. A la vera de la ruta veo hombres a caballo con sombrero guajiro entre plantaciones de tabaco y arados tirados por bueyes enormes con los cuernos cortados.
Atravesamos las mejores tierras posibles para cultivar tabaco y donde se hacen desde siempre los mejores habanos del mundo. Cada tanto aparece entre la vegetación un bohío, esa casa de madera con techo de palma de los campesinos. Detengo el auto al borde de la ruta, toco la puerta en uno al azar y me abre Raúl Rivera Díaz, un mulato alto y delgado de 54 años con su camisa a botones abrochada apenas hasta el ombligo.
–Yo cultivo tabaco –dice mientras me baja de un árbol una naranja de machetazos y la pela con el mismo machete, advirtiendo que es agridulce.
–También cultivo malanga, yuca y arroz en las tierras de aquí atrás –informa en voz bien alta sin bajar el volumen de Radio Guamá, donde suena un son montuno con arreglos de vientos y corales.
–Raúl, ¿esa tierra es suya?
–No, pero la trabajo como si lo fuera. La producción de tabaco se la vendo completa al Estado. Por ejemplo, si tú coges 20 quintales de hojas de tabaco te dan 2000 pesos. Trabajo yo solo y a veces me ayuda mi hijo de 21 años, empleado en una fábrica de habanos.
–¿Me puede contar cómo fue su día hoy?
–No hice nada porque no quiere llover, hay mucha seca y la tierra todavía está dura. Quiero plantar arroz, malanga y después tabaco.
Rivera Díaz se sienta en su mecedora bajo la galería de su casa y me da un habano sembrado, cultivado, secado y armado por él con sus propias manos. Lo aspiro sin tragar el humo –como me indica el anfitrión– y pregunto por el gran panel solar junto a la estructura de madera de la casa: “Me da electricidad las 24 horas”.
Al hablar, el entrevistado gesticula con los brazos a lo cubano, como espantando moscas invisibles. Hace volutas con el humo del habano y me explica el proceso completo: “primero preparo la tierra y en diciembre echamos las semillas. Ese tabaco que tú ves en los campos verdes lo usamos para la tripa –la parte de adentro– y el que se cultiva bajo unas telas es para la capa de afuera. Yo siembro y a los 35 días la planta alcanza seis pulgadas; entonces riego los surcos, quito la maleza y los insectos, y corto las yemas para que las hojas tengan mejor calidad. Un mes después recolectamos las hojas para llevarlas a secar en la casa de tabaco. Luego selecciono las mejores y retiro la vena central para llevar todo al secadero. Y por último empaco todo en hojas de palma real para mandarlo a hacerle la parte industrial”.
EL CICLÓN Rivera Díaz me dice que su mujer y la hija de 11 años están en Viñales porque por aquí pasó un ciclón: “Estábamos los tres y tuvimos que refugiarnos en una cueva grande que hay por allá. Cuando volvimos estaba todo por el suelo. Aquí tenía mi casita y la destrozó. También me tumbó la casa de tabaco, me mató seis chivos y unas gallinas. Como no tenía dónde vivir, con los restos de la anterior inventé esta casa con mis manos. Aquí perdimos muchas casas pero nos las están haciendo nuevas de material. Ya solo faltan dos y una es la mía. Allá lejos están haciendo una”.
Camino medio kilómetro por la carretera a conversar con los tres obreros en plena tarea a pico y pala, cavando los cimientos frente a una casa de madera como la de Rivera Díaz.
La Revolución Cubana se gestó en las ciudades pero se desarrolló desde el campo y las sierras, donde el apoyo al sistema socialista suele ser fuerte. A los obreros no les pregunto por el tabaco sino sobre Obama. Gustosos dejan sus labores y toma la palabra el mayor de tres mulatos casi negros, un recio cincuentón protegido por un sombrero de paja. El hombre clava su pala en la tierra para apoyarse y dice: “Obama tiene una vasta cultura y creo que la ruptura que hizo al venir a Cuba fue con visión de entendimiento. Mira, yo no conozco de política pero como cubano, con los norteamericanos no quiero tener nada. Es bueno que haya entendimiento entre los pueblos de Cuba y Estados Unidos, pero los americanos siempre apuestan a ganar; desde mi punto de vista yo no quisiera ese acercamiento; sí lo quisiera económicamente porque no es lo mismo comprar en China que en Estados Unidos”. Los dos obreros jóvenes asienten con la cabeza cubierta por gorras de béisbol.
Pregunto qué miedo tienen sobre la nueva relación con Estados Unidos y responde el mismo: “Hay que ver qué pasa con Trump. Pero si ellos avanzan aquí, podríamos ir hacia el colonialismo. Pienso que esto no va a pasar, el cubano no es bobo; si quieren venir a comerciar de igual a igual, ok. Pero no nos vamos a dejar colonizar. Dejarán su plata aquí y volverán para su país. Cuba es un puño, cuando hay un problema, todo el mundo se junta. Pero el norteamericano socava, te paga y cuando te dan dinero, si no tienes conciencia, la gente puede hacer cosas”.
–¿Qué estudios tiene usted?
–Estudie abogacía en el 82, pero dejé y me hice obrero industrial. Hasta el año pasado hacía ácido sulfúrico y plomo, pero ahora hago casas para los damnificados del ciclón; esta es para un viejito que perdió la suya. En la época que estudiaba yo leía mucho y era fanático del diario Juventud Rebelde.
–Entonces usted leía las crónicas de viaje por Cuba de Leonardo Padura.
–Sí señor, de Leonardo Padura Fuentes, nacido en Mantilla, uno de barba.
EL ARTE DEL TABACO Seguimos viaje para almorzar junto al bosque un asado de cerdo con yuca, al pie del Mural de la Prehistoria pintado en 1959 por el Leovigildo González Morillo: mide 120 metros de alto por 160 de ancho, dibujado a pincel sobre una pared de rocas del Jurásico con imágenes de la evolución humana y reptiles marinos del Mesozoico.
Volvemos a la ruta para atravesar la zona de Vuelta Abajo, donde están las mejores vegas de Cuba. Con sus hojas más selectas se fabrican los habanos Cohiba, que cierta vez un custodio de Fidel compró para sí mismo en un pequeño taller habanero y se los dio a probar a su Comandante. Este los convirtió en sus predilectos a pesar de que ni siquiera tenían nombre. En 1968 la marca fue bautizada Cohiba y durante 14 años fueron de exclusivo uso diplomático: Fidel los regalaba a figuras internacionales. En 1982, cuando apareció en los mercados, la marca ya era la más codiciada del mundo.
Continuamos hacia la ciudad de Pinar del Río para visitar la colonial Fábrica de Tabaco Francisco Donatién y observar cómo tuercen, anillan y envasan los habanos. Los torcedores se sientan frente a unas largas mesas de madera con una chaveta –un cuchillito oval– y las hojas. Hacen hasta 120 habanos por jornada, una labor en extremo monótona.
En la sala de trabajo descubro a un hombre sentado en una tarima leyendo una novela policial en voz alta. Al rato termina su alocución de 45 minutos y me explica que su oficio nació en 1865, cuando los trabajadores comenzaron a pagarle a una persona para que les leyera. El “lector de tabaquería” de esta fábrica se llama Rafael Cao Fernández, un periodista jubilado hace ocho años que, al retirarse, sintió que se alejaba para siempre del mundo de las letras: “Abrazar este oficio me regresó a aquello que no quería perder… entre estas paredes he metido a Víctor Hugo, Hemingway y Carpentier; y te aseguro que todos conocen aquí las aventuras del Coronel Aureliano Buendía”.
Por las mañanas –como sucede en casi todas las tabaquerías cubanas- se leen noticias y por la tarde literatura, elegida por una comisión de lectura que propone libros y luego los somete a votación. Las novelas policiales son muy elegidas pero también se lee sobre sexualidad, psicología, cocina y hasta el horóscopo.
–Si veo que tuercen el tabaco apurados y nerviosos, es señal de que la lectura les gusta y entonces no me apuro –me dice con su potente voz Cao Rodríguez, quien recibe su sueldo de la fábrica y está reconocido por el sindicato. La mayor señal de aprobación es cuando golpean la chaveta contra las mesas como un aplauso de madera y metal. El lector asume los personajes cambiando la voz según el sexo, la edad y la circunstancia. Los trabajadores también hacen su aporte sonoro: ante una escena de guerra suenan aviones y tiros. El gobierno declaró a este oficio Patrimonio Cultural de Cuba y está trabajando para que sea reconocido por la Unesco a nivel mundial. A raíz de esta costumbre, se considera a los trabajadores del tabaco entre los más cultos del país.