Los aromas evocadores o la inexplicable percepción de sentirse “como en casa” en un sitio al que se arriba por primera vez son, se dice, inasibles fragmentos de la memoria colectiva de la que somos fruto: se revelan de modo repentino e incitan a desandar caminos impensables en busca de sus indicios.
Puede suceder en cualquier parte. Como entre las sierras de Ancasti y Ambato, en la Catamarca Verde, cuyos paisajes labrados por el viento, el tiempo y el agua reservan algo más impactante –como si fuera poco- que sus profusos bosques, picos nevados, ríos y campos pródigos de olivares y nogales que llegan hasta el borde de la selva subtropical.
SECRETOS DEL VALLE Desde la capital provincial, entre bosquecitos, valles y balcones naturales la RP33 lleva hacia el sur, por un camino que se va ondulando hasta encontrarse con la RN60, al enorme espejo de agua del dique El Jumeal. Está al pie del extremo sur de la Sierra del Colorado, a 600 msnm. Los visitantes suelen optar por el camino de Güemes, un sendero natural enmarcado por montes tapizados de cactus que anteceden el ascenso hacia el lago, en estos días observado con nostalgia por los adeptos a la pesca. Mientras añoran los vientos benefactores de septiembre que traerán truchas, se contentan con las vistas panorámicas de la colorida ciudad que quedó atrás, abrazada por la Sierra Ambato-Manchao al oeste y la del Alto-Ancansti al este.
Otro tanto se deberá aguardar para el pique del pejerrey en el imponente dique Las Pirquitas, el más grande de la provincia, hacia el norte de San Fernando. Se lo puede observar claramente de camino a la Cuesta del Portezuelo: a la izquierda de la RP1 asoma su estructura escalonada que sigue los parámetros de construcción –con tierra y piedras locales encastradas– de las pircas de los nativos de la zona. De lejos asemeja una inmensa terraza de cultivo inca. Ese sistema permite el recorrido de las aguas de un lago de 254 ha, en el que se practica remo y esquí acuático. Además, en dos oportunidades albergó la “F1 Powerboat”, la carrera más relevante de Sudamérica en materia de motonáutica.
El sendero asciende entre murallones hasta los 800 msnm y balconea hacia el cordón de Ambato. En el kilómetro 36, detrás de una pronunciada cuesta se vislumbra El Rodeo, una pintoresca villa, zona de asentamiento de las más antiguas estancias ganaderas de la provincia, cuyas casas bajas de techos rojos se distribuyen entre los cerros y acompañan el zigzagueante curso de los arroyos. A pesar de la niebla se divisa el pico eternamente blanco del cerro Manchao, que alcanza los 4550 metros.
A poco de llegar, entre plantaciones de nogales, árboles frutales y cascadas, surge la figura del Cristo Redentor, una escultura siete metros erigida en la cumbre del Cerro Huayco. Una caminata de unos 15 minutos conduce a la imagen y hay quienes se animan a practicar rappel en la pared frontal del cerro. Otros aprecian la escena desde los amplios ventanales del restaurante de la Hostería El Rodeo a la espera de las tradicionales empanadas catamarqueñas.
El aroma de la leña que arde en la chimenea –nada mejor para mitigar el frío, que a 1200 metros se hace sentir– activa por primera vez la extraña sensación de familiaridad; un recuerdo no vivido: el de percibir el calor del fuego y su lumbre como amparo frente a toda amenaza.
CUESTA ARRIBA La abrupta ladera occidental de la sierra de Ancasti, da origen a la Cuesta del Portezuelo, que nace al pie de las sierras y es un nexo entre el valle y el departamento de Ancasti. En ese tramo se abren valles regados de olivares, campos de tunas y palmeras. Pero los dueños del reino son los cactus, que se abren paso entre las blanquísimas paredes rocosas y trepan los cerros hasta los 400 metros.
El camino que conduce a la cuesta, sinuoso y en continuo ascenso, hace ya que el viaje valga la pena: la R42 salva 1000 m de desnivel a lo largo de 24 kilómetros y escala hasta los 1680 metros en el Alto del Portezuelo. En el kilómetro 7 (a 1070 metros) prácticamente se pierde la noción del tiempo en un mirador natural que ofrece magníficas panorámicas del valle, que se alargan hasta la sierra de Ambato.
Al fin de la quebrada, las lomadas se esfuman y se impone la desolada estepa rala, donde mulas y vacas se disputan la jarilla para alimentarse. Unos kilómetros más adelante regresa el verde frondoso, donde se despliegan pequeños pueblos en distintos senderos que se pierden entre los cerros.
En Anquicila y Ancasti, donde impera el sonido de los cursos de agua que atraviesan las villas, se encuentran los mejores artesanos de platería y textiles. Las texturas y colores del paisaje, así como su bagaje ancestral, inspiran diseños bellísimos. Distintos puestos venden quesos, aceite de oliva y vinos regionales, además de nueces envasadas y su variedad confitada, una delicia y souvenir obligado para quien recorra estas tierras. Las piezas textiles más curiosas son las producidas por los telares de Mujeres de Seda y Tierra, un grupo de vecinas de Ancasti que hace ya varios años producen seda natural con capullos de mariposas silvestres.
BARRO Y PIEDRA En la Quebrada del Tala, una meseta a 700 msnm, los cardones gigantes que se cierran en cerco en alrededor de las ruinas de una antigua ciudad, como vigías celosos del legado de la cultura La Aguada, que hace más de 1500 años dominó en aquel desolado paisaje pedregoso. Hay que atravesarlos con cuidado para acceder al Pueblo Perdido de la Quebrada, 40 recintos elaborados en barro y piedra en los que funcionaron habitaciones familiares, corrales y talleres entre los años 230 y 450 d.C.
A su lado, el río El Tala trae el rumor de la yakumana (Madre del Agua) y revive la inquietante leyenda sobre una “mujer rubia de cabello largo”, una especie de sirena del desierto que atraía a los jóvenes que tomaban baños en sus aguas y los llevaba, sin regreso, hacia las profundidades.
El curso del río Los Molinos conduce hacia los sitios arqueológicos La Tunita y La Candelaria. Es necesario trasladarse en 4X4 y luego hacer un tramo a pie entre los bosques de cebil hasta llegar a dos cuevas colmadas de pinturas rupestres de los años 450 a 950 d.C. Para ingresar hay que tirarse al suelo y hacerlo mirando al cielo. Solo así podrán verse muy nítidas –se dice que son las mejor conservadas del país– figuras de jaguares, serpientes, llamas y cóndores, además de chamanes y figuras humanas danzantes que llevan máscaras ceremoniales, con los ojos pintados de rojo. Al parecer, del fruto del cebil muchas culturas originarias extraían una sustancia alucinógena que fumaban en ritos ceremoniales. De hecho, en los alrededores se hallaron cientos de pipas de piedra o cerámica que se exhiben en el Museo Arqueológico Adán Quiroga junto a otras piezas de distintos sitios arqueológicos.
En los aleros de La Candelaria se imponen las pinturas de serpientes bicéfalas y cabezas de trofeo, que dan cuenta de sacrificios. También imágenes de cazadores y recolectores que llegaban a la zona desde distintos puntos del noroeste argentino y dejaban su sello. Este sitio también integra la “ruta sagrada” del este de la provincia –junto a los de La Resbalosa, La Toma, El Cajón y El Algarrobal– en el que el consumo del fruto alucinógeno se convirtió en un bien de prestigio para las elites gobernantes.
El frío se impone en las alturas de Catamarca. Sin embargo, al recostarse dentro de las cuevas uno se siente al abrigo del calor del sol impregnado en la piedra. Es inevitable experimentar una alegría casi animal al comprobar que, como hoy nosotros, aquellos hombres y mujeres solo necesitaban dar testimonio de su recorrido, hallar una cueva cálida y bailar con los suyos para celebrar la vida.