Aún a riesgo de caer en reduccionismos de moda, no sería muy descabellado hacer el siguiente postulado: que Parias, la nueva obra que dirige Guillermo Cacace, forma parte de un teatro de la posverdad. Cierto es que “teatro” y “posverdad” raramente son puestas juntas, y que el sintagma que conforman está aún virgen de significados que le den sentido. Pero si lo que se le aplica al campo informativo puede ser efectivamente trasladable al mundo de la escena, entonces la versión libre del Platónov, de Anton Chéjov, entraría en esa categoría por más de un motivo.
Un rápido repaso por la trama antes de desgranar: un maestro rural (Platónov) visita junto a su esposa la casa de campo de una vieja amiga en busca de descanso. Pero no todo saldrá como lo planeó y el reencuentro, en esa misma estancia, con un viejo amor, lo llevará lentamente a la debacle, a la que arrastrará al resto de los personajes, que son varios y de características muy variadas.
Muchas de las características por las cuales la pieza podría ser considerada de posverdad ya habían sido exploradas por Cacace en la exquisita Mi hijo solo camina un poco más lento, que rompió todos los esquemas del off (cantidad de funciones, de público, de popularidad) a fuerza de una forma novedosa y arriesgada de narrar. En aquella, como en esta, varios de los recursos escénicos son incorporados y registrados por el público, más que por “hechos objetivos”, por apelación a las emociones y a las creencias personales, tal como se define a esa palabra que se ha vuelto tan popular.
Así, en Parias son más las cosas que se desprenden del imaginario que las que efectivamente “son”. Un ejemplo notable es el vestuario: todos los personajes están vestidos de Adidas, descontextualizados, salvo por detalles, de la Rusia zarista que da marco a la historia. Sin embargo, eso no le importa la espectador, que se ubica igualmente en espacio y tiempo y no necesita de ese “hecho objetivo” que falta (la ropa de época) para situarse. Lo mismo ocurre con la escenografía. Como en Mi hijo… el espacio escénico es despojado, conformado por una estructura pelada en la qué hay apenas unos objetos, y que deja descubiertas las bambalinas y por ende a los actores cuando no están en escena, de igual modo, el público no sufre la falta de una coordenada más concreta, porque todo lo que pasa en escena lo conduce de igual modo hacia el mismo lugar.
Pero la posverdad se expresa sobre todo en las formas lingüísticas, en el acto mismo de contar. Dividida en tres actos, la versión de Cacace y Juan Ignacio Fernández sobre la traducción original de Alejandro González abunda en formas disruptivas que ponen en jaque la narrativa lineal. Como había ocurrido en Mi hijo…, en Parias tiene especial importancia la explicitación de las didascalias (las acotaciones del/los autor/es) y la voz de un narrador. Pero mientras que en aquella obra ese trabajo lo hacía un actor que estaba “por fuera” de la historia, en ésta son los mismos personajes los que cuentan lo que hacen, reemplazando la propia acción por la narración. Así, varias acciones (incluso algunas de las más importantes) directamente no son representadas sino solamente contadas, entrando en un estadio máximo de la citada posverdad.
Claro que todo eso es posible por la maestría de todos los componentes de la puesta en escena. El público no podría jamás tolerar la falta de “hechos objetivos” si lo emocional no fuera tan real y tan orgánico como lo es acá. El trabajo de la dirección y de Andrés Molina y Celia Argüello Rena, los coreógrafos que prepararon al elenco en el trabajo corporal, se nota: todos los actores de Parias son excelentes, y eso habilita a que de sus acciones físicas se pueda desprender una emoción profunda y sobre todo mucha verdad. O, en este caso, mucha posverdad.