Dos discos ha grabado Eduardo Larbanois, solito, en cincuenta años de trayecto. Solo dos porque el resto, que supera los veinte, los ha compartido con Eduardo Lagos, con quien integró el dúo Los Eduardos allá por mediados de los setenta. Y, sobre todo, con Mario Carrero, junto al que produjo la mayoría de sus obras, entre 1977 y hoy. Bien, de esos dos discos solistas, el primero –publicado en 2003– se llama Cuerdas desatadas y el otro se iba a llamar igual, de no haber sido por los mandalas que se interpusieron entre sus ojos y las paredes de su casa. “En un arrebato de originalidad le iba a poner Cuerdas desatadas volumen 2”, se ríe Larbita, como le decía Zitarrosa, “pero un día, tocando algunas de estas canciones me dije `estos temas son circulares`, y entonces le puse Mandala, una palabra en sánscrito que significa círculo, y alude a la costumbre del hombre a juntarse alrededor del fuego. Sucede que mi mujer, que es psicóloga y hace yoga, tiene muchos en casa”, detalla este guitarrista, compositor y cantante uruguayo, oriundo de Tacuarembó, en medio de otra ronda mandálica, por la que ahora circulan amargos y palabras. “Siempre me gustó que cantara la guitarra. Es más, muchas veces la gente pa`elogiarte te dice `usted hace hablar a la guitarra`. Pero, bueno, más allá de eso yo recojo músicas de mi país, que son producto de una aculturación”, dice él, en los días previos a la presentación del disco en Buenos Aires, prevista para hoy a las 19 –con entrada gratuita– en el Centro Cultural Kirchner. 

–¿En qué sentido habla de aculturación?

–En que nosotros desconocemos absolutamente lo que hacían los aborígenes de nuestra tierra, por ejemplo, porque fueron destruidos culturalmente. En la escuela nos enseñaban que, “por suerte”, Uruguay no tenía problemas indígenas. Y así, con varias cosas. 

–Dada la cantidad de años que atravesó con Carrero, ¿cómo se siente “desprendido” de él?, ¿cómo es el Larbanois autónomo?

–Hay diferencias estilísticas entre lo que yo hago y el dúo, digamos, porque el dúo tiene una propuesta más bien de raíz rural, y lo mío incorpora otras cosas, otros ritmos, algo difícil de definir porque allá en el Uruguay no existe el folklore como en la Argentina. Allá existe la canción de autor, y jamás te preguntás si vas a hacer una huella o una milonga, sino que hacés lo que la fonética del texto te va pidiendo. Hay que acentuar bien las palabras, porque hubo un tiempo en que se hipotecaba el texto por mandato de la melodía. Yo aprendí mucho de Zitarrosa, en este sentido. Y todavía lo extraño, todavía espero que me llame alguna madrugada. 

El ejemplo de aprendizaje que da este ser –mezcla de sangres vascas, charrúas, guaraníes y belgas– viaja hasta un ensayo de Zitarrosa en el que éste ajustaba detalles de “Esta canción”, de Silvio Rodríguez, que tenía pensado tocar en un concierto. “El cantaba `No sé si fue que mataste mi fe`, y yo le dije `si hacés un análisis del texto, te vas a dar cuenta que la palabra `mataste` entra forzada… ahí tiene que ir `malgasté`. Entonces me preguntó de dónde había sacado esa reflexión, y yo le dije que lo había aprendido de un locutor devenido cantor”, se ríe Larbanois, recordando el pasado del pasado de Zitarrosa. “Charlábamos mucho, discutíamos… fuimos grandes amigos, y yo sigo sufriendo muchísimo su ausencia”, redunda el guitarrista, en cuyo mandala musical también figura un homenaje al Cuchi Leguizamón. “Es una música que escribí pensando en la forma de componer del Cuchi a la que en los recitales incorporo ‘Zamba del carnaval’ y ‘Balderrama’”, cuenta.

–Una especie de suite al Cuchi en vivo, quiere decir.

–Algo así. Pero en el disco figura solo la parte mía, por razones de tiempo. Tuve la suerte de conocer al Cuchi, en Córdoba, allá por el 78. Lo escuché tocar el piano y me fascinó. Fue en un concierto en el que, recuerdo, cantó Patricio Giménez del Dúo Salteño, y también estuvieron Los Trovadores del Norte. Yo soy docente, y siempre les muestro a mis alumnos los arreglos del Cuchi, porque son un material imprescindible. Siempre me fascinó el folklore salteño, además. 

–¿Qué más le fascina?

–La obra de Aníbal Sampayo. Era impresionante la cantidad de acordes que usaba, cuando en esa época se priorizaba el texto sobre una música que era muy simple. Sampayo fue un pionero en crear formas musicales nuevas, que iban naciendo de una mezcla de todo lo que él escuchaba. Los Fronterizos también fueron una revelación, en este sentido.

–¿Qué hay de ellos en Mandala? 

–Bueno, está “Aires del litoral”, que tiene mucho que ver con Sampayo ¿no? Yo, al ser de Tacuarembó, no tenía tanta relación con el río y entonces, cuando escuchaba sus letras, me llamaba la atención que hablaran tanto de él. Cuando viajé por primera vez a Paysandú y conocí el río Uruguay, quedé pata p`arriba. ¡Con razón este tipo componía esas canciones! Ahí descubrí su poesía que, mezclada con la cantidad de acordes que usaba, bueno, resultaba impresionante. Algo que, en lo musical, también veía en las obras del Cuchi, y en las tonadas cuyanas. ¡Qué armonías! 

–Antes habló de las diferencias con el dúo Larbanois-Carrero. Ahora, si alguien quiere encontrarlo en su Mandala, ¿en qué canción lo detecta?

–En “Aires de sierra”, que es una serranera, un estilo que inventó Rubén Lena y que Carrero ha tomado para componer muchas de las piezas de nuestro dúo. Ahí está lo más cercano a lo que usted pregunta. Después, puede ser “Una milonga para Dino”, una canción que surge a fines de los setenta, en plena dictadura, cuando él (Gastón “Dino” Ciarlo, el compositor de “Milonga de pelo largo”) escribió una música que yo guardé y, como ve, refloté después de mucho tiempo.