En una nueva columna en La Mañana, Fernando Borroni citó a distintos filósofos y reflexionó sobre el concepto de verdad.
Parece bastante llamativo detenerse en una columna radial para hablar acerca de la verdad. Pero en medio de tanta mentira hay que ponerla en valor.
Hay toda una historia de la humanidad que ha luchado y que lucha para construir una idea, un concepto acerca de qué es la verdad. Y hay toda una historia de lucha por imponer cada uno la suya. Casi que eso podría ser una síntesis de la humanidad, una lucha incansable por imponer verdades.
Alguna vez Aristóteles dijo que la única verdad es la realidad. Y entonces la pregunta que hay que hacerse es cuál es la realidad. Si la realidad es aquella que sólo percibe mi subjetividad o es aquella que impone el relato de los medios.
El filósofo alemán Frederick Nietzsche decía que no existían los hechos, que sólo veía interpretaciones. Si Nietzsche tenía razón, a partir de esas interpretaciones construimos nuestra propia relato y por lo tanto, nuestra propia verdad. Si el hecho no existe, si sólo existe aquello que yo interpreto a partir de lo que sucede, entonces la verdad es mi interpretación. Ahora, si la verdad son interpretaciones, también debiéramos preguntarnos bajo qué prismas interpretamos.
El admirado filósofo José Pablo Feinmann dice que no existe una verdad. Que hay miles de verdades que se odian entre sí. Y seguramente tiene razón.
Hay verdades políticas, periodísticas, históricas y hay verdades pequeñas, cotidianas. ¿Son únicas estas verdades? No, todas son subjetividades. Las que vencen se instalan en la historia como verdades absolutas. Pero claro, cada uno de nosotros creemos en una de ellas o en otras, y damos las batallas para que esas verdades incuestionables dejen de serlo e instalar otras verdades.
Al mismo tiempo, la verdad es siempre un lugar al cual se lo puede alcanzar y al mismo tiempo es un camino permanente, con un horizonte pero sin puerto al cual llegar definitivamente.
¿Qué quiero decir con todo esto? Que la verdad es, al fin y al cabo, también un posicionamiento ideológico desde donde miramos lo que miramos. La verdad se construye en los barrios populares pero los palacios también construyen su verdad, qué confronta con esa verdad de los barrios populares.
Las verdades habitan en quienes tienen hambre. Y también hay verdades en quienes le quitan el pan. Hay verdades escritas por el dinero. Hay verdades escritas por la tinta o la grasa de las manos del laburante.
Pobre de los que creen que su verdad es divina y que no la construye con otras tantas. La verdad es un cuerpo a recorrer, imperfecto, tan joven como envejecido. El autoritario no es quien defiende su verdad, es quien no acepta que hay otras verdades que pueden ponerse en discusión.
La verdad está en las convicciones colectivas del campo nacional y popular. Esa es la verdad de quien les habla. La verdad está en la calle, en ese pueblo doliente, en ese pueblo que espera.
La verdad está en los verdaderos censurados de este modelo. Ahora, para sostener toda esta verdad hay que nacer de una ideología. Lo único que no construye de verdad es el dinero. El dinero no escribe verdades. El dinero escribe relatos del poder. La verdad es siempre una construcción colectiva. Pero por sobre todo, es un lugar desde donde miramos la vida y elegimos transitarla.