Hacía tiempo que lo conocía, por eso, cuando lo escuchó decir: "Vos ganaste el premio por tu relación íntima con un jurado", quedó sin palabras. La sonrisa que él dibujó, la dejó sin nada. En la boca empezó a sentir una sensación amarga, surgía en el vientre y subía, tocando el pecho, para invadir la garganta y alcanzar la punta de la boca.
Corrían mil preguntas por su mente ¿Eso dijo realmente? Se habrá equivocado. ¿Cómo puede pensar eso? Si me conoce, si me ha visto trabajar. Sintió la necesidad de explicar que su trabajo le había llevado meses y meses de correcciones hasta la puesta a punto. Que la evaluación pasó por varios jurados, que todos habían tenido acceso a todos los trabajos y habían acordado no un premio sino tres. También estaba dudando del jurado, pensó. Si el jurado lo supiera, le rompería la cara. ¡Ojalá! gritó, para quitarse ese sentimiento de impotencia con el que no sabía qué hacer.
"La belleza es lo opuesto a la estupidez", decía Abelardo Castillo, a quien nunca escuchó en persona sino a través de Ramos. No le des importancia, le decían las amigas, es un boludo. No conseguía pensar a ese hombre como un estúpido, quizás por el afecto que aún le tenía. Al mismo tiempo, experimentó el paso de sentirse feliz por el premio a sentirse ocupada por preguntas; la primordial era ¿por qué? ¿Por qué, qué? El vacío en esencia, era como pensar que la estupidez pudiera justificarse más allá de la belleza. Lo supo tiempo después.
La historia puede ser ciega pero transcurre. Ella siguió su vida, minimizando poco a poco el comentario. El tiempo, pensó, hará que todo se olvide, que yo olvide, y que él olvide lo que dijo y todo quede como el comentario de un chico celoso. Pensar en positivo se puede, tiene que funcionar, al menos una vez. Así es que cuando llegó el tiempo de la primera reunión, ella se encontró feliz y dispuesta. Estaba contenta de haber sido convocada a trabajar en ese viejo proyecto. Hacía un par de años que no se veían y todo parecía haber quedado en el olvido. No estaban todos pero podrían sacarlo adelante. Se sentaron a la mesa. Hablaron de las experiencias y alguien dijo, tenemos más, con premiados nos irá bien.
Entre las risas, volvió a escuchar lo mismo, lo de esa vez en que se calló y no supo qué decir. Esta vez no la tomó de sorpresa y con voz grave sólo respondió: "No tuve ninguna relación íntima con él". Supo al instante que eso no era suficiente y al mismo tiempo, que al justificarse admitía una especie de culpa. Era la síntesis de todas las preguntas que se había hecho. Nadie prestó atención a lo ocurrido porque es costumbre no registrar esta sutilidad. El silencio se hizo cómplice. Nadie iba a decir nada si ella no lo hacía.
Ella hubiera querido hablar sobre los acuerdos de trabajo, sobre el respeto a cada voz, sobre la construcción colectiva. Se dejó llevar un poco aturdida por el silencio incómodo que había pasado. Discutieron la trama. En dos reuniones más decidieron la historia, cómo se explicaba, cuáles eran los conflictos principales y todo parecía ir bien. Sobre el final del trabajo, él dijo que iría con su propio final, a pesar de que el resto había decidido otra cosa. Él no escuchaba ni registraba y ella no quiso darse cuenta. Otra vez apostó hacia el olvido para que la repetición se presentara de otra forma.
Escribieron sobre los tres personajes principales y llegó el momento de trabajar el personaje que ella había creado. Malena. Había ganado lugar como protagonista a fuerza del desarrollo que otros le habían dado. Los ajustes eran necesarios pero menores. Y entonces lo escuchó: Para mí, Malena es una puta. No. No lo es, dijo ella; nunca lo fue. Malena era una mujer libre, que ejercía su sexualidad como quería. "¿Qué problema tenés con las putas?", Le preguntó. Ninguno tengo, pero eso no tiene nada que ver. Si querés la historia de una puta, esa es otra historia. ¿Y cómo se explica que tenga casi cuarenta, sea linda y esté sola? Es puta. Era un devenir de vida lógico para esta mujer libre. Podría haber tenido una pareja y se separó o podría ser bisexual, dijo ella para tratar de justificar un camino ya cerrado. "Eso es literariamente pobre", sentenció él.
Ya no discutió. Sin perdón ni vuelta atrás. Pensó en su voz y en la de Malena. Ambas acalladas. Si gana protagonismo ‑o premios‑ es mejor que sea puta. Al fin pudo respirar. Sintió su cuerpo liviano. Salió de la reunión hacia su casa. A cada paso se hacía más segura. No tengo que explicar nada más, pensaba. Me harté, escribió antes de abandonar el grupo de trabajo. La llamaron para que se justificara, para que reviviera todo desde el principio. No le interesó.
Fue a su escritorio y sacó una hoja en blanco del cajón. Escribió en grandes letras: La mirada de una puta. Sabía que las palabras harían el resto.