Caminar puede ser un modo de perderse en el mundo para volver a la existencia. “El paseo es la forma más ilusa, más irreal y fantasiosa de la marcha. Pasear es levitar. Los paseantes no tocan el suelo. Se elevan, pero no vuelan: sobrevuelan, planean”, sugiere el escritor y psicoanalista Edgardo Scott en Caminantes. Flâneurs, paseantes, vagabundos, peregrinos (Ediciones Godot), con dibujos de Tobías Wainhaus, un puñado de ensayos literarios que celebran los desplazamientos a pie como una forma de vitalismo en peligro de extinción. Caminar, vivir y leer como extensiones de una gran conversación con Walter Benjamin, Domingo Faustino Sarmiento, Kenneth Bernard, Robert Walser, Jean-Jacques Rousseau, Lucio Mansilla, William Hazlitt, Luis Chitarroni, David Markson, Jorge Luis Borges, W. G. Sebald, Osvaldo Baigorria, Luis Gusmán, Ignacio de Loyola, Werner Herzog, Carlos Correas y Henry David Thoreau, entre otros escritores. El librito –una especie de pequeña caja de apenas 91 páginas– surgió de un afán insatisfecho y obsesivo del autor: “distinguir, coleccionar, clasificar, colaborar en la distinción de las excusas y los motivos que promueven la marcha”, como revela en la introducción.

“Hubo una especie de discurso de época un poco frivolizado en el que todos eran flâneurs. Caminar y mirar algo ya era ser un flâneur. Si el flâneur es un atributo de la ciudad y la ciudad cambió tanto, hay algo de pasear por la ciudad que es como un paseo digital. Tenés que ir hacia el margen o una zona que no esté tomada por ese paisaje digital, si no enseguida estás entre pantallas. Esa caminata más hedónica del flâneur hoy a lo sumo puede ser más crítica”, plantea Scott, que ha traducido a Henry David Thoreau, Iain Sinclair, William Shakespeare y James Joyce. “Sinclair o Sebald siempre van a un paisaje en ruinas y en esa deshistorización del paisaje lo historizan”, explica el autor de la nouvelle No basta que mires, no basta que creas (2008), los cuentos de Los refugios (2010) y la novela El exceso (2012). “En el lugar donde ahora está Carrefour Avellaneda estuvo Shopping Sur, que fue el primer shopping de Latinoamérica. Ese shopping se había hecho sobre el predio del frigorífico La Negra, que era uno de los frigoríficos más importantes del país. Y el frigorífico La Negra se hizo sobre uno de los primeros mataderos. De hecho, es el Matadero de Esteban Echeverría. Cuando caminás por ahí, un Carrefour más no te dice nada. A menos que puedas historizarlo”, aclara Scott a PáginaI12.

–¿Por qué se camina “sin ver, sin contemplar, sin abandonarse al paseo”?

–Alguien posteó una foto en Facebook de un vestuario de jugadores argentinos de fútbol en la época de (Diego) Maradona charlando y otro vestuario con todos los chicos de la selección mirando los celulares. Cada época tiene sus formas de ocio, pero también hay que precisar qué ve cada uno en la pantalla. Quizá la gente que camina está muy atenta al celular porque ahora se vive en ciudades digitales. Me parece que se ha sustituido el paisaje palpable por una interioridad digital. Nosotros nunca vamos a terminar de ser del todo digitales; la materialidad de lo concreto nos sigue generando algo. En Europa, las capas de historia se vuelven más visibles o declaradas. Los franceses, como son avaros y mezquinos, emparchan; entonces en una misma pared está la piedra del siglo XV, después el ladrillo del siglo XVIII y un revoque del siglo XX. Esta es la clave del paseo que me interesa: las capas de sentido. Esa búsqueda de sentido está anulada desde el arte, tan en busca del sin sentido. El sentido tiene un poco de mala prensa, ¿no? Pero sigue estando en el sentido algo de la verdad lírica.

–En uno de los textos plantea que Mansilla es “nuestra primera gran escritura del yo”. Y agrega: “Caminar, pasear por París, entonces, es siempre para Mansilla, como su escritura, un hecho sensual; una crónica –un tiempo– y una aventura. Para él caminar es desear, y desear es siempre escribir”. ¿Caminar, desear, escribir, es un vínculo que reconoce en su escritura?

–Totalmente, al menos en esta zona y en este tiempo de mi escritura. Hace cinco años no sé... Pero en este momento se me juntaron la traducción de Los ríos perdidos de Londres, de Sinclair, con Caminar, de (Henry David) Thoreau, y la escritura de Caminantes. Y todo esto deriva de un libro grande que estoy escribiendo, El Riachuelo, que es una especie de historia natural del Riachuelo a partir de un viaje por las dos orillas, pero a la manera de El Danubio de Claudio Magris. La idea es devolverle al Riachuelo el estatuto de río. Hace cuatro años que estoy escribiendo ese libro, entonces todo el tiempo lo tengo atrás. Para mí también es un paisaje natural porque yo crecí en Lanús, a veinte cuadras del Riachuelo. Vicio del psicoanalista, yo mido las cosas por los efectos: es la primera vez que escribo en el género, que hago esto. El ensayo viajero, finalmente como el viaje, es un tema tan propio de la ficción que supongo que cualquier ensayo de viaje tiene algo muy novelado, ¿no? A caminar, desear y escribir habría que agregarle leer. Me parece que la caminata tiene que ver menos con la escritura que con la lectura. Caminar es leer.

–En una parte incluye fragmentos del Diario de 2005 de Luis Chitarroni en el que se propone caminar sin una brújula, sin una dirección, sin una planificación. ¿Qué es lo que hay que recuperar de la caminata?

–Lo que hay que recuperar es que uno pueda dar la vuelta manzana por el propio barrio. Vivimos en paisajes completamente señalizados; todo está colonizado por el signo. Por eso está bueno encontrar los propios signos en la marcha: es mejor caminar en cualquier lado porque si  no todo entra a estar segmentado: “vamos hacia el paisaje en ruinas”... Me impresiona mucho que la gente no sabe dónde vive. “¿Acá a dos cuadras está El Salvador?”, pregunto. Y la gente te mira extrañada, ¡pero cómo puede ser si vivís por acá! Hay que mirar las señalizaciones hasta lograr que se descompongan, para que te permitan ir hacia algún otro lado. Hoy es preferible cualquier extravío.