PáginaI12 En Gran Bretaña
Desde Londres
“Somos polvo de estrellas.
Somos dorados. Y tenemos que encontrar el camino de
vuelta al Jardín...”
Joni Mitchell
Glastonbury es el festival de música más grande del planeta, sí. Pero es mucho más que eso: es una experiencia que cambia para siempre; un reencuentro con esas partes de uno que se creían perdidas: la capacidad de asombro y de alegría, lisa y llana. Durante algo más de tres días, en este parque temático de rock y mucho más, la esperanza de vivir un entorno más humano, solidario y optimista, se vuelve de pronto algo palpable, concreto.
Para el debutante, Glastonbury puede resultar al principio un poco abrumador. Comenzando por el lugar, la inmensa Worthy Farm, situada en el medio de la campiña inglesa, a hora y media al oeste de Londres. También lleva unos minutos acostumbrarse a la visión de esas 140.000 personas que agotan anualmente las entradas a las pocas horas de ponerse a la venta, ¡nueve meses antes de que suceda y sin saber aún qué artistas participarán! Pero poco a poco uno va entrando en la longitud de onda Glastonburiana. Ve que la gente que pasa al lado sonríe y lo hace de veras. Quienes están aquí, están para pasarla bien y lo creen.
Y por supuesto, está la música, omnipresente en diez escenarios principales –al aire libre o en carpas gigantes– y en centenares de pequeños pubs y bares repartidos a lo largo y ancho de la Worthy Farm, donde su dueño, el granjero Michael Eavis –hoy pasados sus ochenta abriles– tuvo una epifanía allá por 1969, viendo justamente un festival de rock: organizar algo así en su propia granja. Ese sueño ya lleva cuarenta y siete años y contando.
Sonidos y vibraciones
El Pyramid Stage es el escenario de los grandes consagrados y Foo Fighters tenía el ancho de espadas, cerrar la noche del sábado. Hace dos años, Dave Grohl se quebró una pierna y debió cederle el lugar a Florence and the Machine. Se nota que el ex Nirvana tenía este recital entre ceja y ceja porque Grohl entendió perfectamente cómo había que encarar este show para que cada una de las 70.000 almas presentes lo recordara por el resto de sus días. Dave fue un consumado maestro de ceremonias. Dueño de una intensidad y una adrenalina que nunca flaquearon, supo distribuir con habilidad el repertorio, alternando hits con esas rarezas que desmayan a los fans de la primera hora, como “Wheels”. La banda comprendió lo que estaba en juego y, aunque ya tocan de memoria, en ningún momento hicieron la plancha. Ajustados, poderosos, formaron una unidad monolítica con su mentor. Grandes momentos abundaron. Las versiones de “Cold day in the sun”, “Monkey wrench” y “Best of you” son las primeras que vienen a la mente, pero el momento en que Grohl pidió apagar las luces y que el público prendiese las linternas de sus celulares fue mágico. De repente, el campo y las colinas se poblaron de estrellas diminutas. ¿Clisé? Tal vez, pero a veces hay que escupir ese cinismo que envenena y ceder a una simple emoción.
Allí mismo Radiohead cerró la noche del viernes. Thom Yorke y los suyos recorren otro sendero. Trabajan las sensaciones desde otro lugar, más introspectivo y cerebral, pero se cumplían 20 años desde la presentación de OK Computer en ese mismo escenario y había un clima de efeméride en el aire. No obstante, desde el vamos, Radiohead ha sido el tractor de su propia obra, fabricando su camino a través de las expectativas ajenas. Ganaron la batalla porque responden a su propia lógica, y sus fans los aman por eso y por una obra sensible y sofisticada. No hubo, entonces, OK Computer al completo, pero entre el ping pong por su discografía que proponen las dos horas y media de su show actual, no faltaron “Paranoid android”, “Airbag” y un final que juntó al tema que empezó todo para la banda, “Creep”, con el símbolo máximo del álbum veinteañero: “Karma police”.
El Pyramid Stage tuvo un domingo retro-energético con el funk desatado de Chic, con todos los hits que supo amasar Nile Rodgers en su extensa carrera, desde “Le freak” a “Instant love”, pasando por éxitos que lo fueron por otros artistas, como “We are family”, por Sister Sledge y “I’m coming out”, por Diana Ross. La gente bailó de buena gana. A media tarde, mientras el sol tímidamente volvía a Glastonbury, Barry Gibb se dio el gusto de hermanar a dos generaciones distintas con una de cal y otra de arena: puso a bailar a la gente con su famoso falsetto en los hits de Saturday Night Fever –film que cumple años, también... ¡40!– y no se privó de recordar los primeros ladrillos en el edificio de los Bee Gees: “To love somebody”, “Words” y, sorpresa general, el primer éxito que los hermanos Gibb tuvieron cuando eran adolescentes en Australia: “Spicks and specks”. El público lo ovacionó y al último Bee Gee sobreviviente se le escapó un lagrimón.
A patear, mi amor...
Uno puede sentar base en el Pyramid Stage junto a los portadores de estandartes y banderas de todo tipo y sin duda disfrutará de un gran festival con una enorme variedad de propuestas, que en este caso fueron del folk de Kris Kristofferson —con Johnny Depp sumándose en guitarra invitada— al pop contagioso de Katy Perry, y también disfrutar de los sones de Mali de Vieux Farka Toure, la mixtura cubano—senegalesa de la Orchestra Baobab o el exquisito plato de rhythm and blues de Jools Holland y su banda, con la fortaleza de sus bronces y su variedad de invitados aportando sus voces. Pero, para tener un panorama cabal de Glastonbury hace falta caminar, y mucho, porque los escenarios están bien distantes entre sí. Pero las recompensas no se hacen esperar. The Other Stage, por ejemplo, es el escenario de bandas populares aunque no siempre masivas, y también de varios regresos con gloria. Entre estos últimos hay que destacar dos: el de Liam Gallagher, que prepara disco nuevo y que el sábado no dejó pasar la oportunidad de pasear a los 40.000 presentes por gemas de los días de Oasis, como “Rock and roll star” , “What’s the story (Morning glory)?” más algún adelanto de su inminente disco solista As You Were; y The Pretenders, un inesperado deleite mañanero del viernes que mostró a una Chrissie Hynde recorriendo con autoridad y plena energía rockera momentos que marcaron la carrera de la banda, como “Brass in pocket”, “Message of love”, “Back on the chain gang”, y el cover de los Kinks que inició todo: “Stop your sobbing”.
Como en la alegoría de la caverna adjudicada a Platón, una vez que uno descubre la complejidad de Glastonbury quiere más, y entonces comienza la verdadera aventura. Los caminos que conectan escenarios pueden pasar por un pequeño bosque, con una laguna y un bar escondido entre los árboles, como sucede cuando uno se dirige a la John Peel Stage. Bautizada con el nombre del famoso programador radial alternativo inglés, la carpa albergó el regreso de una banda emblemática de la escena shoegazer de rock de guitarras que precedio al Britpop en los ‘90: Ride. Un regreso con gloria que sirvió para refrescar viejas glorias y presentar Weather Diaries, su flamante álbum retorno. John Peel era amplio en sus gustos y el lugar le hace honor a su memoria. Pasó la curiosa mezcla de pop sintetizado y soul de Dua Lipa, y también hubo espacio para una de las bandas del momento: los australianos King Gizzard and the Lizard Wizard. Toda definición se queda corta: tres guitarras, dos baterías, teclado, bajo y voces al servicio de un rock indescriptible, acelerado, psicodélico, hasta jazzeado en ocasiones. Y todo con la energía a full. Prometen cinco álbumes para este año. Eso dice bastante sobre ellos. Se recomienda empezar con Nonagon Infinity.
Poniendo la brújula hacia el Este, desde el Pyramid Stage empieza otra aventura. Es hora de comer y los caminos desbordan de propuestas gastronómicas de todo tipo. Desde la inevitable junk food hasta sofisticados platos de comida Thai, variedades de cocina de la India con el dulce aroma de sus curris, paella española, sushi, pasta y hasta un local de choripán, lomo y empanadas argentinas llamado Chimichurri. Bares, por supuesto, y cerveza omnipresente, pero el público de Glastonbury tiene una tradición de saber llevar lo que tiene puesto: no hay agresiones ni mala onda. Si alguien se pasa de rosca, los amigos le hacen el aguante hasta que se le pase. Hay sí, canticos grupales, baile colectivo en los montones de Discos al aire libre que pululan por el predio y –otra característica del festival– la variedad de disfraces. Pudo verse un flaco que no se decidía si ser Batman o Superman, entonces se hizo un traje mitad y mitad; abundan las chicas con alas de Campanita, y hasta hubo una tribu disfrazada de hombres y mujeres de la Edad de Piedra.
Llegando al fondo está el escenario West Holst Stage, dedicado a la World Music, al jazz y varios híbridos intermedios. Lo mejor que se vio este año aquí fue Thundercat, un notable guitarrista y cantante que fusiona jazz y funk con un trío que lo sigue con clase; y Ryley Walker, artista de Chicago encabezando un cuarteto donde el folk tipo Americana se mezclan con improvisaciones instrumentales que recuerdan por momentos a Grateful Dead.
No muy lejos de allí está el escenario Avalon, uno de los lugares inevitables de Glastonbury, porque siempre reserva sorpresas. Este año fueron tres: el grupo The Mavericks, que pusieron a bailar a toda la carpa con su mezcla de rancheras y Tex-mex; la querible cantautora Kathryn Williams, que puso una pausa folk con la presencia de Michele Stodart, de los Magic Numbers, como guitarrista invitada, y... ¡Jagger! Pero no Mick sino su hermano Chris, quien lidera los Rocking Kronies, un dinámico combo que hace una mezcla armoniosa de música de Louisiana (zydeco y cajun) mezclada con folk, country y rhythm and blues. Guitarras, violín y toda la onda.
El otro Glastonbury
De hecho, en los campos de Avalon comienza el “otro” Glastonbury. El que alberga espectáculos de circo, teatro, poesía y comedia y el que también abre la llave de los campos temáticos. Shangri-La es una disco gigantesca que funciona hasta las seis de la mañana, en un entorno edilicio que muestra las posibles vertientes de un futuro apocalíptico. Al igual que la pesadillesca Block 9, con sus edificios deformes, con autos incrustados, son un tributo a las distopias Orwellianas hechas realidad. En el mismo tono viene The Unfairground, una feria de atracciones endemoniada.
Pegado al lado oscuro de Glastonbury está Glasto Latino, la chance de degustar un mojito al son de varios músicos sudamericanos y caribeños que han hecho sentir su música y su presencia en el hemisferio norte y son ya un clásico del festival.
Tantas emociones musicales, tantos estímulos llegando de arriba, abajo y los costados necesita, en algún punto, una pausa, aflojar un cambio. Y a pasitos de allí están los Green Fields, literalmente los campos verdes. Rincón de pequeños cafés donde tocan bandas y solistas locales, en general de muy buen nivel pero de perfil bajo. Los bares en sí son memorables: el Solar Stage está alimentado íntegramente por paneles solares y el Mandala Stage es a pedal, literalmente: los dueños del local y el público se turnan para pedalear dos bicicletas fijas que brindan la energía necesaria para la música, las luces y demás. Todo esto forma parte de los Healing Fields, los campos curativos, donde en pequeñas carpas se ofrecen masajes y terapias de todo tipo. No muy lejos están los puestos de Greenpeace, Oxfam y Water-Aid, las tres organizaciones que son destinatarias de una porción de las utilidades del festival para destinar a diferentes fines benéficos, como campañas para instalar agua potable y baños en lugares apartados del mundo y diversas medidas de protección del medio ambiente.
Subiendo por una colina se llega al lugar de máxima paz de Glastonbury, The Sacred Circle. El círculo sagrado de piedras, ubicado en la zona más elevada del predio y desde donde se puede contemplar una vista maravillosa de todo Glastonbury: la multitud de carpas multicolores del público, las cúpulas de las carpas, los escenarios y el mar de gente que allá abajo sigue meta marcha, meta música. Aquí, entre las piedras, hay tiempo para meditar un rato sobre este curioso paseo por un tiempo sobre la Tierra y ponderar las inevitables preguntas de siempre, las que Incredible String Band resumió admirablemente en el estribillo de su tema “The half-remarkable question”: ¿qué somos? ¿de qué formamos parte?
Pero tarde o temprano, el tirón de la música es muy fuerte y uno vuelve al canto de sirenas Glastonburiano. Quedan para el final dos escenarios imprescindibles, ambos de música “indie” a falta de una definición mejor. En la William’s Green stage se pudo ver un recital de rock de pura cepa punk a cargo de Las Kellies. El trío de chicas argentinas dio un show potente y fue muy bien recibido por un público que, allí mismo, iba a tener en estos días al ex Sonic Youth, Thurston Moore con su banda actual y a una brava banda de folk eléctrico y enmarañado, llamada The Veils.
El otro escenario donde vale la pena pasar un buen rato es The Park. Siempre tienen buen gusto para elegir el repertorio y 2017 no fue la excepción. Pasó la banda de Mark Lanegan presentando su fascinante, oscuro álbum nuevo, Gargoyle, y también una de las más interesantes e imprevisibles cantautoras del momento: Angel Olsen, dueña de un folk a veces etéreo, otras de un entramado más complejo y dinámico, siempre poderoso. Había grupo sorpresa y fueron los manchesterianos Elbow. Comprendieron bien la ocasión y largaron con un desfile de hits.
Más, siempre más
Cae la noche sobre el domingo de Glastonbury. Son las diez y Ed Sheeran entretiene a sus fieles en la Pyramid Stage. El mismo lugar donde el día anterior el líder laborista Jeremy Corbyn subió —presentado por Michael Eavis— a dar un mensaje de esperanza a la nueva juventud británica. Fue un mensaje directo y al punto: abogó por el final de un país para pocos, un país sin esperanza para los que se caen de un modelo orientado a los ricos y pudientes. Un país donde los jóvenes tengan un futuro verdadero, y las chances de estudiar y trabajar en condiciones dignas; donde la creatividad sea estimulada y no desalentada. Los chicos y chicas se acercaron por miles a escucharlo, al grito de “Ooooh, Jeremy Corbyn”, emulando el tema “Seven nation army”, de los White Stripes. Era para sentir que nacía una cosa nueva en el horizonte británico. El tiempo lo dirá.
Cae la noche, y por increíble que parezca, en Glastonbury siempre hay tiempo de sorprenderse con algo desconocido. En este caso fue en The Glade, un escenario casi de paso entre otros más grandes, y por donde pasó la fascinante experiencia psicodélico-tecno de Josefin Örhn & the Liberation. Toda una revelación con su sonido envolvente y peculiarmente adictivo. Descubrir a esta banda lleva a pensar en todos los artistas que, por razones lógicas, escaparon a la vista y el oído este fin de semana. Pero siempre prima el vaso lleno. No queda más que la felicidad por todo lo visto y escuchado, por todas las vivencias compartidas. Una vez más, por tres días y algo más, fue un regreso al Jardín del que habla Joni Mitchell. Ese que todos llevans en algún rincón del corazón, aunque no siempre se den cuenta cuenta.
Se va yendo Glastonbury. Son las doce del domingo. Un mar de gente se dispara en todas direcciones. Se ven caras felices por lo vivido en estos tres días. Están quienes seguirán la marcha hasta altas horas antes de volver a sus carpas y preparar el regreso. Otros van pegando la vuelta, con el trajín a cuestas y quizás pensando en el lunes laborable. Pero unas y otros reflejan una calma satisfacción: han vivido una experiencia única, transformadora. Solo queda ir subiendo el camino Muddy Lane que lleva a la salida, y detenerse por un instante a ver todos los puntitos luminosos del Glastonbury nocturno. De lejos llega la música de una disco, y el fogonazo de luz de alguna celebración trasnochada. Glastonbury no se rinde. Uno tampoco. Siempre se puede querer un poco más.