Desde Mar del Plata
Si hay una virtud a reconocerle todos los años a la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata es su generosa diversidad. La selección realizada para esta edición 2016 no es la excepción. Pasada la primera mitad del programa debe decirse que, más allá de los argumentos particulares para cada caso, todas las películas tienen la capacidad de interpelar al espectador, en primer lugar desde una toma de posición ante lo cinematográfico, pero en muchos casos también a partir de la mirada del mundo y de la realidad que proponen.
Miradas que en una película como No sabés con quién estás hablando, de Demián Rugna, puede no ser fácil de detectar a partir de lo extravagante de su propuesta. Se trata de una comedia desaforada que apuesta por cierto costumbrismo barrial, con orgullosa conciencia de su identidad de clase B y que abreva de modo lúdico en un tono que va de la farsa al absurdo sin miedo al ridículo ni apego por el realismo. Es la historia de un joven medio vago, fierrero y fanático de la Playstation que reparte volantes para un gitano dedicado a la compra venta de autos, quien junto a un chatarrero chanta planea dar un golpe, ayudados por un nerd experto en maquillaje y efectos especiales. Retrato paródico del conurbano, el trabajo de Rugna muestra apego por los géneros, expresión de una cinefilia que echa sus raíces en el cine fantástico de los 80.
Con influencias similares y un reparto que incluye a Jazmín Stewart, Alejandro Awada y Esteban Lamothe, Sebastián Perillo obtiene diferentes resultados en Amateur. Se trata de un thriller negro en el que un hombre que trabaja en un canal de televisión descubre en el archivo un video porno amateur del que participa como protagonista la mujer de su jefe. Repleta de referencias cinéfilas que van del policial argentino al cine de John Carpenter o William Friedkin, el asunto con Amateur es que parece dudar entre tomarse a sí misma en serio u optar por la parodia de todo aquello a lo que parece querer homenajear. Aún así incluye algunas buenas ideas que consiguen generar el impacto deseado, aunque después no logre llegar hasta el final sin deshilacharse un poco en el camino.
El nuevo documental de Néstor Frenkel se llama Los ganadores y como varios de sus trabajos anteriores (Construcción de una ciudad, El gran simulador) representa una inmersión profunda en un universo inesperado. En este caso el de esos premios humildes que se entregan en sociedades de fomento, clubes de barrio y diferentes tipos de asociaciones sin fines de lucro. Frenkel logra un retrato no exento de humor de quienes participan de ese tipo de ceremonias, una suerte de cofradía autocelebratoria en la que sus miembros se premian entre sí. La película sin embargo acaba resultando cruel a partir del modo en que el director decide construir su relato, exponiendo a sus criaturas de un modo impiadoso, a veces más parecido a la burla que a la broma. A pesar de esto, que puede resultar cuestionable, Los ganadores coloca al espectador en un lugar incómodo, obligándolo a preguntarse por la ética de su propia risa.
Road movie ambientada en la década de 1930, No te olvides de mí es la ópera prima de la directora Fernanda Ramondo. En ella cuenta la historia de un anarquista recién salido de la cárcel que viaja al sur a bordo de una vieja furgoneta para buscar a dos viejos camaradas de lucha. En el camino se cruza con dos hermanos, una joven y un niño, que tras la muerte de su madre van en busca del padre, un obrero español que los abandonó hace años. El film reúne varios logros, entre los cuales la construcción de sus personajes y de los vínculos que el camino va forjando entre ellos son los más destacados. Con un buen trabajo de Leonardo Sbaraglia y del niño Santiago Saranite, No te olvides de mí traslada al formato de la película rutera los tiempos morosos de una época, aunque con ello también provoque que por momentos las tensiones dramáticas se aflojen.
Lo mejor que esta Competencia Argentina entregó hasta el momento vino de la mano de tres películas con el eje puesto en diferentes vínculos familiares, en los que la ausencia juega un papel importante. En el caso de Pinamar, de Federico Godfrid (el codirector de La Tigra, Chaco, 2009), se trata de dos hermanos apenas post adolescentes que, luego de la muerte de su madre, viajan hasta la ciudad balnearia para vender el departamento donde pasaron todas sus vacaciones infantiles. Allá se encuentran con una amiga con la que compartieron todos aquellos veranos. Lo que Godfrid logra en Pinamar es extraordinario: con un uso delicado de la cámara, que todo el tiempo acompaña a sus personajes sin agobiarlos, y un guión que jamás se atreve a exponerlos ni a avergonzarlos, construye un relato cuyo motor y combustible es el amor. El fraternal, el filial, el romántico, todos ellos, como se sabe, nunca libres del influjo del dolor. Sensible y cálida, Pinamar es una película que le transmite al espectador la oscuridad del duelo, pero también la luz amable de la vida que continúa.
El silencio, del cineasta venezolano radicado en Santa Fe Arturo Castro Godoy, y Los globos, del actor y director debutante Mariano González, conforman un díptico virtual de relatos complementarios dedicado a la problemática entre padres e hijos. La primera de ellas construida desde la óptica del hijo; la segunda a partir de la mirada del padre. Tomás y Valen son dos adolescentes de 17 años que acaban de enterarse que ella quedó embarazada y luego de pasar por el consultorio de un médico que practica abortos deciden que quieren tener ese hijo. Sin embargo él, que vive sólo con su madre en la ciudad, no tarda en entrar en crisis. Pero una crisis muda, de esas que se van juntando adentro, apretándose contra el pecho. Una mañana se escapa de la casa y viaja hasta un pueblito de pescadores en busca de su padre ausente. Si un desafío tenía Castro Godoy frente a la historia que decide contar en El silencio, era el de conseguir que el espectador no convierta a sus personajes ni en víctimas ni en victimarios, sino en seres humanos atrapados por sus circunstancias. Buena parte de que dicho mecanismo funcione de manera precisa recae en la buena labor del joven actor Tomás del Porto y en un increible Alberto Ajaka, ambos capaces de construir la tensión de su vínculo más allá de lo dicho.
En Los globos, en cambio, es la figura del padre la que guía y ordena el relato. Interpretado por el propio González, se trata de un padre que todo el tiempo está intentando desembarazarse de su pequeño hijo, cuya presencia representa para él una carga incómoda. Aunque durante casi toda la película se comporta casi como un autómata (y su trabajo en una precaria fábrica de globos es una buena metáfora de ese automatismo), el protagonista está muy lejos de ser un monstruo. González se encarga, sin abusos ni golpes bajos, de que sus opciones sean cada vez más acotadas y haciendo que su camino vaya quedándose sin salidas, mientras la presión se sigue acumulando. Hasta que, por fin, como si se tratara de uno de los globos que él mismo fabrica, el hombre revienta. A pesar del clima angustiante y opresivo que todo el tiempo amenaza con concretar alguno de los malos presagios que se intuyen, González consigue con inteligencia que esa explosión sea el comienzo del alivio y no la consumación de una tragedia.