El discurso mediático dominante presenta la grieta como una concepción que divide la sociedad alterando su equilibrio bucólico. No es casual la homología entre este discurso y el de la dictadura militar en la exposición de motivos del régimen de trabajo agrario de 1980 que impedía las paritarias agrarias, establecía jornadas de sol a sol, suprimía el preaviso y cualquier posibilidad de acción concertada de los trabajadores en nombre de la tradicional armonía del campo.
Se escatima en esta concepción el carácter objetivo de la grieta en el cual, lo que se presenta como armónico y natural, marca desde el inicio el síntoma de la catástrofe (como el ruido de las máquinas que acompaña la novela Germinal de Zola hasta que, al derrumbarse sobre los mineros, dejan al descubierto el antagonismo irreductible de una forma de sociedad que se pensaba eterna). No es lo que se piense sobre la sociedad lo que origina la grieta. La grieta surge objetivamente de cada formación social.
La ideología de los dominantes niega la objetividad de la grieta y la atribuye a los agitadores que toman el nombre de mafia (sindical, de los abogados y hasta de los jueces del trabajo). De este modo el discurso hegemónico presenta como enfermedades simuladas las condenas de hipoacusia por trauma acústico (ignorando que la acción de las máquinas deja una mueca característica a los 4000 Hz en las audiometrías) y ofrece un relato melodramático de un reclamo de indemnización millonaria por accidente de un trabajador ingresado 45 días antes. Ahora bien, si el trabajador quedó cuadripléjico o muere por incumplimiento de la ley de seguridad industrial, la fecha de ingreso resulta irrelevante. De este modo se presenta como víctima al causante del daño. Y la advocación a la seguridad jurídica parece olvidar que nada hay más propio que el cuerpo de uno mismo.
El poder económico concentrado sigue pensando –como en el siglo XVII– que el hogar de un inglés es su castillo y que, como decía Locke, el cabeza de familia es un monarca absoluto aunque con su poder limitado al ámbito de su propiedad. En ese ámbito de lo doméstico están la relación entre el señor y su mujer, entre padres e hijos y, fundamentalmente, entre el patrón y sus empleados.
Pero en el mundo sucedió una conmoción muy grande que tomó el nombre de Revolución Francesa que, entre otras cosas, señaló que el dominio sobre las cosas no importa poder sobre las personas, que el poder de la ley –expresión de la soberanía del Pueblo– afecta por igual a todos los ciudadanos. En ese nuevo marco de legalidad se hace posible el cuestionamiento del carácter absoluto de “lo doméstico” y salen a luz los nuevos antagonismos. En particular, la grieta que divide a los que ponen en el contrato su fuerza de trabajo y quienes –porque tienen medios y objeto de producción– se apropian de su producto.
Hasta se puede decir que el devenir histórico desde entonces es el de la disolución paulatina de estos poderes domésticos absolutos: los derechos de los niños, la lucha por la igualdad de género y la opción sexual y, en lo que a nosotros nos atañe, la relación entre los patrones y empleados.
Ese intento de sutura, en este ámbito, asume el nombre de derecho del trabajo que implica no sólo remuneración justa, jornada limitada, descanso pago, protección contra el despido arbitrario sino también y fundamentalmente, libertades sindicales en sus aspectos individuales y colectivos que son manifestación del antagonismo, son siempre un contrapoder que exige la democratización de las decisiones en la empresa.
Hacer derecho de trabajo es afirmar que la propiedad sobre las cosas no es dominio sobre las personas, que el contrato de trabajo no es un punto de partida sino punto de llegada como consecuencia de la distribución desigual de las potestades sociales, que el trabajo en una sociedad democrática y republicana es siempre el trabajo digno y que el trabajador, al ingresar a la empresa, no deja en la puerta su condición de ciudadano. Por esta razón el Derecho del Trabajo tiene por objeto levantar las persianas de la fábrica para que penetre allí la Constitución.
Los cultores del absolutismo doméstico sólo pueden ver la existencia misma del derecho del trabajo como una excrecencia en el discurrir ilimitado de las relaciones de mercado. Para ellos el nombre de las relaciones del trabajo transcurre bajo el signo de lo precario, etimológicamente lo que se obtiene con ruegos. Exactamente lo contrario del derecho del ciudadano.
No olvidemos que para Milton y Rose Friedman, los divulgadores del neoliberalismo, sólo hay algo peor que una burocracia ineficaz y corrupta: una burocracia honesta y eficaz. Esto explica los embates contra el derecho del trabajo y sus instituciones.
Pero deben recordar, como en Germinal, que el chirrido de las máquinas que acompaña el relato no es la producción subjetiva de los agitadores, es el grito objetivo del antagonismo que, para evitar la catástrofe, requiere de sutura.
* Juez de la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo.