Ofreciendo la coartada cotidiana. Poniendo el pecho a la violencia de las horas, camina su día. Acepta la propuesta. Intenta encontrar el sentido a todo aquello que no lo tiene. La vida.
Y qué más, se dice. Qué más. Nada. Todo esto. Caminar. Sonreír. Hablar, a veces insultar. Tomar en brazos la herencia de su sangre. Acunar, alimentar, acariciar, desenrollar el amor que yace agazapado en las defensas. Vivir, se dice. Vivir. Y qué más. Nada.
Todo y nada. Con el poco sudor de su frente trabajar para recibir los papeles de la plusvalía. Soportar la doble carga de lo femenino. La doble carga del reloj implacable que ya no sostiene su muñeca sino el aparato que la conecta con el mundo. El pequeño comunicador rosado, dorado, o tal vez azul que la conecta con lo que quiere el mundo de ella y con lo que ella se atreve a esperar del mundo. Y camina poniendo el pecho a su día. A la violencia de los minutos, de las horas de su próximo día.
Y la noche la sostiene sin dejarla caer en el sueño. Y aunque no quiera, clandestina y culpable, se sumerge en las horas artificiales del clonazepam. Y otro día. Y otra vez las imágenes, el consumo de ilusiones que prometen el brillo. Solo brillo de oropel.
Pero allá lejos, un sonido. Quizá una risa, un atardecer amarillo. O una melodía perfecta. Un trozo de un poema. Un dibujo que mira, una pintura que la contagia de color. Allá lejos, tal vez El Arte, se dice, pueda acercarle una cámara rellena de aire fresco, un salvavidas. Aire renovado, nueva vida a esta vida que ahora pretende sostenerse sin coartadas.