“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
El comienzo de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, sirvió de puntapié para que Pablo Marchetti narrara en Aunque es de noche la historia del primer comerciante de hielo: Frederic Tudor, quien fue conocido en el siglo XIX como “El rey del hielo”.
Es que lo que hoy en día nos parece cotidiano en tiempos de electricidad y heladeras, tiempo atrás era considerado un bien suntuoso, y si bien ya existían algunos métodos químicos para enfriar bebidas -que involucraban mezclarlas con nitro y o ácido sulfúrico- eran lujos que sólo se podían dar los más ricos.
La historia de Tudor
Frederic Tudor nació en Boston, Estados Unidos, en 1783, y a los 23 años se le ocurrió la idea de “cosechar” aquello que en su tierra natal había en abundancia en cada invierno: hielo.
Así, comenzó a cortar bloques de agua congelada de los lagos y a embalarlos con una mezcla de paja y aserrín para mantenerlos térmicamente aislados hasta que llegaran a los lugares cálidos, creando, así, una demanda que no existía.
Con el tiempo, Tudor tuvo el monopolio del comercio de hielo tanto en La Habana y otros puertos de Cuba como en Jamaica y varios países del Caribe, y para mediados del siglo XIX también llegaba a puertos en Singapur, Hong Kong y Calcuta.
Tal es así que durante la década de 1850, unas 140 mil toneladas de hielo salían de Massachusetts cada año para llevarles algo del frío de invierno a más de 50 ciudades en todo el mundo.
Para muchos conocedores del tema, Tudor y el comercio del hielo fueron los catalizadores de una gran transformación de la vida cotidiana, ya que permitía preservar carne, frutas y vegetales.