Un hilito de agua podrida cae por una calle con pendiente de cemento nuevo, pero de mala calidad. Apenas unos metros más adelante, el hilito va perdiendo su forma hasta convertirse en un charco pestilente, negro y en partes grisáceo, que brota desde una cloaca mal hecha, rebalsada. En la villa 21-24 es media tarde y los vecinos van y vienen por sus calles y pasillos, siempre con alguna cumbia como banda de sonido detrás. En un rincón de una plaza “urbanizada”, un grupo de jóvenes juega al fútbol-tenis, mientras otros niños patean una pelota en la canchita de sintético. En otro extremo, al lado de la cámara séptica, un conjunto de juegos infantiles de madera luce abandonado y derruido.
Mario Gómez, uno de los delegados de los vecinos, se pregunta quién dejaría jugar a sus niños ahí, con el riesgo de que tropiecen y caigan directo en ese charco de composición incierta. Mario hace 40 años que vive en la villa y también se pregunta, todos los días, hasta cuándo dejarán de ser ciudadanos de segunda, con “servicios de cuarta” y una lista de promesas incumplidas que crece año a año.
Hace nueve años, la Corte Suprema de la Nación dictó un histórico fallo que ordenaba el saneamiento del Riachuelo. Miles de familias que viven en el camino de sirga y que padecen los efectos de la contaminación (un 25 por ciento de los niños tiene plomo en sangre) debían ser relocalizados por el gobierno de la Ciudad. Sin embargo, apenas el 35 por ciento de los hogares fueron reubicados. La situación es más compleja aún en la 21-24, donde sólo el 12 por ciento fue trasladado y desde 2015 todo está frenado. Desde entonces no se relocalizó ni una sola familia.
La fecha límite para terminar el trabajo era julio de 2013. Cuatro años después las perspectivas no son las mejores: apenas cinco trabajadores sociales relevan la situación de las personas afectadas en la 21-24. Todo esto a pesar de que la Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo (Acumar) calificó a esta villa como una zona de riesgo social muy alto.
Los problemas cotidianos en la 21-24 son tan básicos que cuando los vecinos escuchan al gobierno hablar de la “integración social y urbana” –así se le llama ahora a la urbanización– no pueden más que esbozar una sonrisa socarrona de desaprobación. Sin ir más lejos, la última controversia gira alrededor de una obra –contemplada también en el saneamiento del Riachuelo– para proveer de agua potable, cloacas y desa- gües pluviales a una porción de la villa, entre las calles Luna, Osvaldo Cruz, Iguazú y el camino de sirga.
Unas 28 mil personas se verían beneficiadas con una obra tan elemental como demorada. Los vecinos subsisten hoy con la provisión por parte de AySA de unos cinco mil sachets diarios de agua y con conexiones precarias, mal hechas, de desagües cloacales construidos por la nave insignia del PRO en las villas: la Unidad de Gestión e Intervención Social (UGIS), un conjunto de trabajadores precarizados que es utilizado, muchas veces, como una fuente de clientelismo macrista.
Sin embargo, una inesperada disputa pone en jaque el comienzo de las obras, que ya tiene financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y cuya licitación fue aprobada por 290 millones de pesos. El reclamo es simple: “Pedimos que el servicio sea operado por AySA y no por la UGIS; es una obra histórica para el barrio, la estamos esperando hace 60 años, y queremos dejar de ser ciudadanos de segunda”, insiste Mario.
Hace tiempo que las reuniones para acordar los plazos de la obra, que alterará la vida del barrio durante 18 meses, terminan trabadas en el mismo punto, sin acuerdo. El Defensor General Adjunto, Luis Duacastella, quien representa a los vecinos en la ejecución del fallo de la Corte, presentó entonces una nota a la presidenta de Acumar, Gladys González, para que garantizara que los servicios públicos se brindaran “en las mismas condiciones que el resto de los habitantes de otros barrios de la ciudad. Ello implica que las obras sean aprobadas, supervisadas, operadas y mantenidas por los prestadores de servicios públicos correspondientes, en este caso la empresa AySA”.
Sin embargo, AySA se desligó del problema y ha contestado, una y otra vez, que su reglamento no le permite operar en calles informales y pasillos, es decir, las principales vías de circulación de la villa. Para Duacastella, este argumento demuestra que la visión de ghetto persiste en los funcionarios públicos. “Dicen que no tienen el equipamiento, pero se consigue: ¿cómo hacen en Europa en las ciudades medievales? ¿No tienen agua potable ni cloacas?”, pregunta. La extorsión pasa por una premisa tramposa: “Como hoy no tienen nada, los invitan a que acepten cualquier cosa y la discusión no puede ser ‘servicios malos o no servicios’, acá se tienen que tomar como lo que son: habitantes de esta ciudad”.
Al planteo se sumó el cura Lorenzo “Toto” De Vedia, de la parroquia Caacupé, una referencia ineludible de la 21-24. Sentado frente a una mesa, con la imagen de Carlos Mugica detrás, pintado de azul en una puerta, Toto dice que “si quieren (en el Gobierno) que las villas no sean más de emergencia, tienen que dejar de operar los servicios como si lo estuvieran”. “Hoy los servicios están gestionados por los vecinos y por eso no se pagan, pero el villero no es un usurpador, acá queremos pagar por los servicios pero queremos que se brinden como en el resto de la ciudad”, añade.
El reclamo es compartido por varias de las organizaciones que participan de la supervisión del saneamiento del Riachuelo y que tienen un trabajo activo en la Villa 21-24. Subida a su camioneta, Paz Ochoteco, directora Ejecutiva de la Fundación Temas, recorre el camino de sirga mientras insiste en la pregunta: “¿Me van a decir que no pueden entrar con las máquinas acá?”. Paz frena frente al Riachuelo. El sol cae en Buenos Aires y el río parece espejado y calmo. Del otro lado de la orilla, la parte renovada de la fábrica Siam disputa el cuadro con las ruinas de lo que supo ser aquella industria nacional antes de quebrar. Detrás de ella hay una hilera de monoblocks industriales a medio terminar, mientras los obreros avanzan con las obras de lo que alguna vez fue Mundo Grúa. “Todo esto pasa mientras los vecinos siguen esperando y siguen viviendo mal”, denuncia Paz.
El director de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN), Andrés Nápoli, también se sumó al reclamo de los vecinos y elevó una adhesión a la nota presentada ante las autoridades de Acumar.
Duacastella advierte que mientras el Gobierno no avanza con la mejora de las condiciones de vida de los habitantes expuestos a la contaminación del Riachuelo, los más afectados son los niños. “Son los que juegan en el piso, los que se caen en la basura, los que entran en contacto con las aguas servidas. Se hizo un solo estudio y no se hizo un seguimiento, es decir, que hay nuevos casos y no sabemos quiénes son los perjudicados”, señala. La cuestión se agrava con la misma excusa que ha dado AySA: como no opera ningún servicio en el barrio, no existen ningún control sobre lo que se consume hoy desde los grifos.
Blasia Guachire es delegada del sector conocido como San Blas. “Somos invisibles”, dice, antes de enfilar por el pasillo que la lleva hasta su casa, y que desemboca en el Riachuelo. Es una de las zonas con mayor riesgo y que debe ser relocalizada con urgencia. Como en toda esta historia de engaños y postergaciones, los vecinos de este sector están presos de una trampa. Así lo explica Blasia: “Todo el tiempo estás con miedo de gastar un peso para arreglar la casita porque te dicen que te van a relocalizar, entonces cada vez vivimos peor, sin una cosa ni la otra”.
El Riachuelo parece quieto, espeso. Blasia se pierde entre el barro que se acumula en el pasillo aunque no llueva. Estira la mano derecha para saludar y se aleja, siempre esperando, que algún día lo que le digan sea verdad.