Por Valentina Herraz. Especial para Diario Z
Parque Patricios es uno de los barrios más hermosos del sur porteño, todavía guarda sus calles empedradas, parques y plazas a las que no se les atrevieron el cemento y las rejas. Hay una que, además de ser muy bella, encierra una historia poco conocida de dolor y de heroísmo. Es la gran plaza Florentino Ameghino, de 3 hectáreas, que está ubicada entre las calles Monasterio, Santa Cruz, Caseros y Uspallata. Por Uspallata, está flanqueada por el Hospital Muñiz. Por Caseros, linda con la vieja cárcel y el Hospital Udaondo.
El Parque Ameghino -que así se llama en verdad, en honor al gran naturalista- es grande, como detenido en el tiempo, rumoroso, apacible. Lo embellecen frondosas arboledas, los jacarandás en flor, moreras que encantan a pájaros y a niños cuando el fruto madura. Para alegría de los vecinos, casi casi ha podido mantener el trazado original sin que lo arruinen los adoradores del cemento alisado.
Para quienes la atraviesan, el parque funciona como un respiro. El aroma de las flores invita a frenar el paso y a pasear. A sentarse en los viejos bancos de piedra. Los chicos juegan y muchas veces se arman picnics y hasta asaditos de vereda. Durante la semana, los perros corren o duermen largas siestas bajo los arbustos de la morera.
Al atardecer la música se enciende y mujeres y varones bailan frenéticamente zumba o salsa, atentos a la instructora de claro acento caribeños.
El fin de semana es otro el paisaje, decenas de jóvenes bailan al ritmo de los bombos murgueros mientras otros se juntan a tocar candombe, ensayar malabares o practicar tai chi. Al costado, familias toman mate, niños con su pelota.
Una plaza tomada por su barrio, una de las formas exquisitas de la felicidad urbana.
Todo esto, y más, transcurre en el Parque Florentino Ameghino que ocupa un enorme terreno de 46.622 m2. Las calles con pendiente hacia el sur de la ciudad hacen que las casas se vean como en una escalerita.
Por estos días el suelo está cubierto de una alfombra azulada que rememora a María Elena Walsh: “al este y al oeste/ llueve y lloverá/ una flor y otra flor celeste/ del jacarandá”. No es extraño escuchar vocecitas infantiles que repiten la melodía.
Antes, mucho antes de ser una plaza
En la época de la colonia, en ese barrio había solo saladeros y mataderos, y más lejos las quintas de las familias ricas porteñas. El predio de ocupa la plaza formaba parte de la quinta de la familia Escalada. Allí murió de tuberculosis, en 1823, María de los Remedios, la joven esposa del general José de San Martín.
El 20 de diciembre de 1867 la Municipalidad de Buenos Aires compró las tres hectáreas de la quinta a su nuevo dueño, Claudio Mejía, para construir el Cementerio Público del Sud, que fue inaugurado unos pocos días después.
Al principio el Cementerio del Sud recibió a las víctima del cólera pero en enero de 1871 otra peste mucho más virulenta se abatió sobre la Ciudad, y será el lugar donde se entierre a los muertos de la epidemia de fiebre amarilla.
La epidemia empezó en los conventillos sin sanitarios ni desagües donde vivían hacinados los negros y los inmigrantes. Narciso Martínez de Hoz, entonces intendente de Buenos Aires, prefirió no dar a conocer la situación para no arruinar los festejos de Carnaval. Una demora que permitió que la epidemia se expandiera vertiginosamente: en abril, ya había más de 400 muertes diarias. La ciudad tenía unos 200.000 habitantes.
Los hospitales de la Ciudad se saturaron rápidamente, La Casa Cuna, el Hospital Italiano, el General de Mujeres, el General de Hombres. Mientras los ataúdes se apilaban en las esquinas, las autoridades y todos quienes pudieran huían de la Ciudad. El presidente Domingo Sarmiento, el vicepresidente Adolfo Alsina y dos tercios de la población abandonaron Buenos Aires.
La solidaridad se afianzó entre los que no pudieron irse o eligieron quedarse, se formaron comisiones populares de asistencia y se construyeron de apuro el hospital Ramos Mejía y el Cementerio de la Chacarita.
Muchos de los sesenta médicos que permanecieron en la Ciudad perdieron la vida cuidando a sus pacientes, al igual que los farmacéuticos, enfermeros y sepultureros.
Los cadáveres se trasladaron en el Ferrocarril del Oeste con una formación de emergencia que salía dos veces por día: se la conoció como «tren de la muerte». Entre febrero y junio murieron cerca de 15.000 personas. Hacia 1872, el cementerio colapsó y se determinó la clausura.
El 24 de agosto de 1882 comenzó el traslado de muchos de los ataúdes al Cementerio de la Chacarita. Entre ellos los del escritor José Mármol y del médico Francisco Muñiz, mártir de la epidemia.
Migrar para salvar la vida
La epidemia dejó rastros perdurables en la Ciudad. Muchos inmigrantes volvieron a sus países de origen. La zona sur dejó de ser el lugar donde vivían las clases más acomodadas. Las grandes residencias se convirtieron en conventillos que se alquilaban pieza por pieza. El norte empezó a albergar los barrios de los ricos que se olvidaron para siempre del sur.
Tras la clausura, el Concejo Deliberante dispuso la creación de un parque que primero se llamó Bernardino Rivadavia y, desde 1928, Florentino Ameghino.
En el centro del parque, donde confluyen los 8 caminos, se levanta el imponente Monumento a los Caídos por la Fiebre Amarilla de 1871, obra del escultor uruguayo Manuel Ferrari.
Ferrari homenajea «la virtud, la abnegación y el sacrificio» de quienes dieron su vida por socorrer a las víctimas de la epidemia más mortífera que asoló la Ciudad. Los distintos lados del monumento tienen representaciones. Uno, la reproducción de la famosa pintura de Juan Manuel Blanes, donde se ve un bebé al lado de su madre muerta y las autoridades entrando a la casa, otra listados de caídos en el cumplimiento del deber, otra una representación simbólica de la muerte.
En 1940, durante una remodelación de la plaza, todavía se encontraron ataúdes y huesos humanos.
En verdad, nadie puede asegurar que actualmente no queden restos humanos bajo la superficie ondulada y fértil del Parque Ameghino.