Llegué a la cita media hora antes. A las ocho de la mañana, en punto. Caminé solo por la calle Bermúdez y miré ese paisaje al que no había vuelto en los últimos treinta años.
No me gustó. El mismo muro de la cárcel de Villa Devoto, más feo que nunca, pintado de ningún color. Descascarado y sucio.
No me gustó la tristeza en las caras de los familiares que esperaban entrar a la visita semanal.
Me gustó la mirada de amor y los gestos de alegría, en esas mismas caras, cuando se abrió la puerta y entraron.
No me gustó levantar la vista y ver al guardia en la garita de seguridad, mirándome fijo y mal, porque había ido y vuelto tres veces por la misma cuadra y ya era, de nuevo, un sospechoso.
Me gustó cruzar la calle para caminar por el barrio. Entrar al bar de enfrente y recordar que ahí mismo me sentaba cuando volvía, luego de liberado, a visitar a mis compañeros que seguían presos durante los primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín.
Me gustó doblar la esquina y cambiar el paisaje. Pasar por las puertas de esas casas bajas que espiaba desde la ventana de mi celda, en el Pabellón que da sobre la calle Nogoyá. Mirar los árboles, los patios y los vecinos que baldeaban las veredas.
Me gustó ver en las paredes los grafitis por All Boys y Lamadrid, porque todo el barrio vibraba y vibra con los colores de esos clubes.
Me gustó mirar la hora y saber que faltaba poco. Que ya tenía que volver a la puerta para encontrarme con el grupo de docentes del Centro Universitario Devoto (CUD). Ellos me invitaron a dar una charla sobre Memoria Histórica, en los talleres de escritura para presos que dirigen Lucas Adur y Julia Satlari, y que fueron fundados por mis amigas, María Elvira Woinilowicz y Luciana De Mello, docentes ahí durante años.
Me gustó el saludo cariñoso del grupo cuando llegué. Fui el penúltimo.
Me gustó distraerme en la charla y esperar ansioso la llegada del último para entrar juntos al Penal.
Me gustó el reencuentro con Patricia Borensztejn, ex presa política, y me gustó conocer a Nieves Kanje, sobreviviente de campos clandestinos de detención, también invitadas a la charla.
Me gustó la adrenalina que sentí cuando se abrió la puerta y entramos.
Me gustó no haber llevado el celular, para no tener que dejarlo en los armarios de la Guardia.
No me gustó el olor cuando llegamos a la puerta que nos llevaba a los pabellones.
Me gustó la charla con dos empleadas de guardapolvo blanco. Una era civil y psicóloga judicial; la otra Suboficial del Servicio Penitenciario, con una semana de graduada.
Me gustó cuando me dijo que estaba un poco nerviosa. Me gustó decirle “estás a tiempo, andate, este es un laburo de mierda”
No me gustó su respuesta: “estudié tres meses para graduarme (sí, sólo tres meses para recibirse de Suboficial del SPF.), ya me voy a acostumbrar”.
Me gustó cuando a esa charla se sumó una guardiana de botas y uniforme, parecida a Gladys la Bomba Tucumana. Muy teñida de rubio y labios anchos como sus caderas. Llegó cantando, amigable y sonriente. Un toque de color en medio de tanta monocromía.
No me gustó caminar un pasillo que no terminaba nunca. Me gustó llegar al CUD, porque ese espacio parecía un aula de la facultad de Sociales. Posters del Che, del Padre Mugica, frases y horarios de cursos pegados en las paredes. Clima de estudio y de trabajo.
Me gustó conocer el Sindicato de Presos, que no sabía que existía. Entrar a esa oficina y que los dirigentes que lo fundaron me contaran su tarea: luchar por condiciones dignas de trabajo y salarios justos para todos los detenidos que trabajan en el Penal.
Me gustó que me guiaran por la Biblioteca, armada con libros donados y otros encuadernados por ellos mismos. Encontrar tomos de Historia, de Ciencias Sociales, de Geografía, de Matemáticas. Novelas y Poesías.
Me gustó llegar al aula y mirar los pupitres, escritorios y computadoras, mientras los alumnos llegaban con cuadernos en la mano. Eran más de veinte.
Me gustó la introducción de Lucas y de Julia, que explicaron mi historia, la de Patricia y la de Nieves, y que no hubiera nada más que explicar para empezar la charla, el debate y la lectura de textos.
Me gustó el que leyó Patricia: “A través del tornillo”, de su libro “Hay que saberse una poesía de memoria”. El texto hablaba de las mil maneras que los presos políticos inventaron para comunicarse entre ellos, durante los años en que la dictadura imponía el silencio y el aislamiento.
Me gustó poder leer algunas de mis contratapas publicadas en este diario, porque hablaban de vivencias comunes con ellos.
Me gustaron las preguntas, las intervenciones, los comentarios que ese grupo de llamados presos comunes hicieron con exagerado respeto.
No me gustó sentir tantas ganas de irme rápido. De salir corriendo del CUD, de Devoto y de todo ese mundo.
No me gustó el ruido de las rejas al cerrarse. No me gustó el olor a tumba y a creolina.
No me gustó pasar de nuevo por la puerta de esa maldita Sala de Visitas, en la que tantas veces recibí a mis padres. Ni la ansiedad del preso que esperaba adentro, caminando de pared a pared, como yo lo hice durante tantos años.
No me gustó la luz de la cárcel. Y menos los sectores en penumbras.
Me gustó salir a la calle y respirar aire puro porque ya estaba asfixiado.
Me gustó sacarme la foto junto a todo el grupo cuando salimos, frente a la misma puerta del Penal, en Bermúdez 2651, dirección que nunca se borró de mi memoria.
Me gustó llegar a mi casa y bañarme con agua caliente, porque en Devoto rara vez había. Me gustó cambiarme de ropa, porque en Devoto estuve años con el mismo uniforme.
Me gustó cruzar la avenida y entrar al Café de siempre para ver la ciudad desde mi ventana favorita.
Y me gustó, frente a ese paisaje, pensar que hay docentes como Lucas, como Julia, como María Elvira, como Luciana, que enseñan en esos sitios. Y que hay presos que estudian y aprenden para salir enteros de esas soledades.
La universidad de la cárcel
Este artículo fue publicado originalmente el día 23 de noviembre de 2016