Es muy difícil, cuando no imposible, que una buena película no tenga algo para decir sobre el mundo que la concibe. O al revés: toda buena película, indefectiblemente, dice algo más allá de su forma. Bueno, interesante, errado o malo, pero algo. El problema de El círculo no es la falta de ideas ni mucho menos que tenga pocas cosas para decir. Al contrario, si hay un mérito del que puede ufanarse la adaptación a la pantalla grande del best seller homónimo del aquí coguionista Dave Eggers, es justamente la capacidad para interpelar mediante una relación directa entre sus planteos y las situaciones que se viven a diario en el mundo “real”. La cuestión, en todo caso, es que esa relación nunca se establece en el marco de un diálogo entre lo que sucede en la pantalla y el espectador, sino de una exposición que, como sus personajes, entrega las conclusiones cerradas con moño. El resultado es una esas películas hechas con la finalidad máxima de ilustrar una serie de conceptos concebidos bastante antes del primer grito de “¡Acción!”, como si importara menos contar una historia que mostrar que las consecuencias del exhibicionismo de la comunicación instantánea.
El círculo es la compañía de tecnología y redes sociales más grande y poderosa del mundo, algo así como un alter ego ficticio de una hipotética conjunción entre Google y Facebook, a cuya área de atención al cliente ingresa a trabajar Mae (Emma Watson, la Hermione de la saga Harry Potter). Al principio es todo color de rosa pastel, en línea con la decoración del imponente edificio donde opera: sus compañeros son generosos y atentos, el ambiente es relajado y cordial y la presión laboral, prácticamente nula. Pero cuando a Mae la “reten” por no mostrar toda su vida en redes sociales se encenderá la primera alerta de que nada es lo que parece. Mientras tanto, el CEO de la compañía, Bailey (Tom Hanks actuando de taquito), es lo más parecido a un Dios para sus empleados: uno de esos típicos ejecutivos con conciencia ecológica, social y política atento a las necesidades del mundo y a la vertiente más humana del trabajo, que ahora se apresta a lanzar una cámara del tamaño de una canica que puede colocarse en cualquier lado, permitiendo ver y oír en vivo y en directo lo que está sucediendo desde donde sea.
Ambas vertientes terminarán confluyendo cuando Mae decida ponerse una de esas bolitas en el ojal para transmitir su vida entera al mundo. La sobreexposición de ella y los suyos le otorga al film una pátina crítica hacia los usos y abusos de la tecnología en línea con la de Black Mirror. La diferencia es que en la serie británica, al menos en sus primeras dos temporadas, las situaciones se ramificaban hasta adquirir un gramaje interpretativo multifacético que aquí no existe. Tampoco ayuda que el director y guionista hasta ahora indie James Ponsoldt (el de las muy buenas The Spectacular Now y The End of the Tour) quiera hacer honores al título adoptando una estructura narrativa cíclica, vertebrada principalmente alrededor de los monólogos de Mae y/o Bailey ante algún auditorio de empleados o empresarios. Hay al menos cinco, todos de un mismo tono entre filántropo e inspiracional y abundantes en teorías sobre las implicancias del flamante producto. Palabras, muchas palabras al servicio de explicaciones: es lo que sucede cuando una película quiere ser compleja a la vez que multitarget.