Después de la tormenta es una combinación de Un día en familia con De tal padre, tal hijo: en ella se superponen –como las pinturas al óleo de las que se habla en algún momento– la dinámica familiar y el estudio de la relación padre-hijo, con un toque más de negro (para continuar con la asociación pictórica) que la primera de aquellas, y una culpa del padre algo más diluida que en la segunda. El opus 11 de Hirokazu Kore-eda, presentado en la sección Un Certain Regard de Cannes 2016, se abre en un franco tono de comedia ligera (música casi de calesita, diálogos risueños, alguna que otra morisqueta circense) de modo bastante engañoso, ya que de allí en más expondrá un mundo de hombres débiles, mujeres planificadoras y familias rotas. Todo en un tono muy a la japonesa: calmo, gentil, reacio a todo énfasis dramático. Lo que no excluye algunos cruces dialógicos cortantes como seppukus y un final tan poco resolutivo como un haiku. Aquí, nada de A + B = C.
Todo lo que Un día en familia tenía de abierto, primaveral y luminoso, Después de la tormenta lo tiene de encerrado, húmedo y brumoso. Encierro del pequeño departamento de mamá Yoshiko (Kirin Kiki, que cumplía en aquella el mismo rol, con el mismo nombre), que viene de enviudar y no parece lamentarlo demasiado: su marido vivía endeudado. “Deberías buscarte amigos nuevos”, le recomienda la hija. “A mi edad, eso es garantizarte más funerales”, contesta mamá, como si fuera una Larry David nipona. Humedad y bruma de un verano tórrido que no termina de dar paso al invierno, y que hace que el rostro de su hijo Ryota (Hiroshi Abe, otro que cumplía allá el mismo papel y con el mismo nombre) luzca permanentemente transpirado, a lo cual no ayuda la barba a medio afeitar. Por esas cuestiones del linaje, Ryota también pide plata. Y cuando no la pide, se la saca a la madre de algún cajón. Salvo cuando el sobre que parece contener dinero termina siendo una trampa de la hermana, que lleva su burla y su firma.
Ryota es un caso clásico: después de una primera novela premiada no volvió a escribir más nada. Actualmente trabaja en una agencia de detectives, según dice como investigación para una próxima novela, y lo que gana suele írsele en lo que juega. La película está centrada en él, a diferencia del protagonista de De tal padre, tal hijo, y su problema no es ser abandónico por adicción al estatus, sino por falta de él: Ryota visita raramente a su hijo Shingo (Taiyo Yoshikawa) porque no suele disponer del dinero para los gastos de manutención. También a diferencia de aquel, Ryota no necesita construir una relación de afecto con el hijo: está claro que eso no le falta. Lo que le falta es la madurez personal y emocional como para poder asumir plenamente ese rol, tal como se lo hace saber su sensatísima ex, Kyoko (Yoko Maki), después de frenar un intento de avance totalmente fuera de lugar, una noche en la que la suegra funciona como Cupido tardía.
Previamente, en una típica reacción de macho abandonado, Ryota se ocupó de investigar (en su carácter de detective privado) el presente sentimental de Kyoko. No sea cosa que tenga una vida al margen de la suya. “Los hombres sólo se dan cuenta de que están enamorados cuando pierden a su mujer”, dice alguien por allí. Glup. Lo de Kore-eda es la salsa agridulce: por más que Ryota le robe plata a la mamá, en un momento extorsione a un cliente, espíe a su exesposa, se pelee con la hermana y no pueda gestionar los gastos de mantenimiento para su hijo, no le parece un mal tipo al espectador. ¿Por qué? Tal vez porque a pesar de ser tan malo es bueno: hace cosas que están mal, pero no tiene malos sentimientos. Está empantanado, ciego, frenado, confundido, en un país en el que hay que ser muy fuerte para salir adelante, con veinticuatro tifones al año y algún que otro tsunami cada tanto.