Privatizar la política es la hábil maniobra que el neoliberalismo ensaya a partir de exacerbar las oscuridades de cualquier gestión que rechace el mandato del mercado. Así la cosa pública pasa a ser tema de los técnicos que, sin pasión ni egoísmos resolverían con transparente objetividad los problemas que la ideología ha causado. Desde esta perspectiva los corruptos siempre son los otros, da igual si quien ocupa el actual cargo de presidente es un empresario cuya sola ambición radica en beneficiar sus negocios. Para quien sostiene con su palabra, voto o abstinencia esta posición, la política –en tanto práctica de la tramitación del conflicto inherente a la comunidad humana– parece algo sucio y alejado de sus actos y consecuencias. No hay que ahondar mucho para concluir que tras este prejuicio se esconde una fobia radical hacia toda manifestación que suponga reclamo, conflicto o alteración de la “normalidad” por parte de “vagos que no quieren trabajar”. La “gente de bien”, para decirlo de una buena vez, rechaza los cuerpos en la calle (salvo cuando se juntan para linchar a un arrebatador de celulares, claro). No es para menos, el encuentro con el semejante más allá de las mediaciones que imponen los relatos del poder fáctico, amenaza la ilusión que por excelencia convoca al individuo neoliberal: vivir satisfecho y a salvo de la diferencia que encarna una alteridad actualizada allí en carne y hueso. Por algo decía Spinoza: “Nadie ha determinado (...) lo que puede el cuerpo”1, No es de extrañar entonces que la reificación de ideales como Honestidad, República, Libertad, Educación, etc; sea la oscura contrapartida de este rechazo al cuerpo por el cual los ideales que brindan cohesión al conjunto social quedan vacíos de contenido. De allí el empobrecimiento simbólico que, cual marca en el orillo, distingue a todo proyecto neoliberal. De esta subjetividad signada por el delirio de vivir sin conflicto surge el electorado que, a pesar de su empobrecimiento, sostiene a Cambiemos.
Según Jacques Ranciere: “La gente de bien se divierte o se aflige con todas las manifestaciones de lo que para ella es fraude y usurpación”, de esta manera: “El pueblo no es una clase entre otras. Es la clase de la distorsión que perjudica a la comunidad y la instituye como ´comunidad´ de lo justo y de lo injusto. Es así como, para gran escándalo de la gente de bien, el demos, el revoltijo de la gente sin nada, se convierte en el pueblo”2. La gente de bien aspira a borrar el conflicto propio de la pasta humana, ese malestar estructural que Freud bien describió en El Malestar en la Cultura, tarea cuya imposible realización desemboca en hacer cargo al Otro por las miserias que toca sufrir. La gente de bien considera –como decía Leibniz– que para todo hay una causa, la cual es menester eliminar: de esta forma, el síntoma es un accidente a extirpar. No es de extrañar entonces que Lacan atribuyera a Marx la invención del síntoma, habida cuenta de que aquello molesto y perturbador resulta de reprimir la oscura satisfacción proveniente del orden que la gente de bien dice defender y preservar. Para decirlo todo: se goza de que el otro no tiene. Por algo en su genial Terrenal, Mauricio Kartún ponía en boca del Tatita Dios la condena destinada al odio de Caín: “llevarás adentro el peor de los castigos que alguien puede llevar. Pero el peor de todos: no querrás que te vaya mejor. Querrás que a los otros les vaya peor”3.
* Psicoanalista.
1. Baruch de Spinoza: “De la servidumbre humana y de los afectos, Demostración de la Proposición IV”, en Etica demostrada según el orden geométrico, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, p. 106.
2. Jacques Ranciere, “El desacuerdo”, Buenos Aires, Nueva Visión, 2012. p. 23 y 24.
3. Mauricio Kartún, “Terrenal. Pequeño misterio ácrata”, Buenos Aires, Atuel, 2014, p. 47.