Es tan gentil, trovador que compone música momento a momento, dedos que dibujan notas musicales sobre la pelvis y el pubis de ella, marca los compases con la batuta de su órgano masculino, su garganta vierte vibrantes óperas sobre oídos y pezones de Camila, sonatas de carne que reciben aplausos de la mujer, aplausos que Martín agradece mientras la ensambla a ella en sus piezas cual instrumento musical, y la afina. Camila sinfonía.

Termina el concierto. Luego vendrá el próximo. Llegada es la hora de homenajes.

-‑¿Qué hay en la bodega, Camila?

--¿Te parece bien este Moët Chandon?

--Sí, pero lo preferiría francés. ¿No tenés siquiera uno como la gente?

--Te consigo. Ya llamo.

(Ella cuenta centavo a centavo, moneda barata de música desafinada que Martín se abstiene de oír o se le arruina su arte). 

Pero Camila se las arregla día a día para armar la mejor escenografía. Con dedicación y esmero, préstamos y anticipos.

Pasa horas en las góndolas de supermercados y shoppings. Mariscos y bebidas. Camisas y lo que a él se le antoje y le pida, frotándola adecuadamente, lámpara de Aladino de la que surgen las concreciones de todos sus masculinos deseos: Una motocicleta Honda. La colección completa de CD de Vangelis.

Frutillas para el postre que es su boca concertista, cantame Martín.

-‑¿Dónde pasaremos el fin de semana largo, Camila?

El quisiera hacerlo en Milán, ir a la ópera. Coro de dioses.

Camila consigue pasaje y alojamiento, crédito en dieciocho cuotas.

Pero no pretendas que el trovador te dedique sus conciertos únicamente a vos. No puede ser monopolizado por una sola oyente. El debe su música a todo aquél que quiera escuchar. Mujeres u hombres. Pagar la entrada que ella abona puntualmente es un trámite menor para tanto arte.

Te tumba sobre la cama. Empieza su nueva extraordinaria composición. Luego de consumada y entre tus ovaciones, sale a recorrer el mundo en su BMW, mero instrumento que le descorre al trovador coros celestiales y te permiten, Camila, cada vez, la ascensión hacia las alturas donde los humanos se convierten en dioses, vos, Mila, diosa entre las otras diosas que ha salvado aquél que dirige magistralmente las odas.

Pero, poco o poco, languidece la capacidad de inspiración de Camila.

-‑¿Partimos a las Bahamas?

--No me alcanza la plata, Martín... pero sí podemos ir a Carlos Paz ¿qué te parece?

El trovador se va secando presa del otoño que lo deshoja.

-‑¿Y el cambio del auto que me prometiste al marcar los 5000 km?

-‑El año que viene, Martín. 

Viento que hace volar su cabellera, lo vuelve calvo, viento que lo empuja. Lejos.

Y no demora el día en que Camila caduca como musa inspiradora y se agota la voz del cielo a la que se le permitía acceder.

Y el trovador menea la cabeza.

--Debo partir. Vos entendés.

-‑Pero... dame tiempo, por favor. Me hallo tramitando un crédito y creo que será aprobado. En ese caso, concretaremos el viaje para ese festival de rock en Dublín que tanto te interesa.

-‑No podés tenerme atado de pies y manos, Camila. Necesito seguir mi rumbo.

-‑Pero te quiero.

-‑También yo. Sin embargo, no hay alfiler que pueda clavarme como insecto de colección en un muestrario inmóvil.

Y ahí quedás, mujer, cáscara vacía, mientras tu juglar parte a la búsqueda de nuevos cantos de sirenas.

Lo ves alejarse, guitarra atravesada en la espalda, envase de la mejor música táctil del mundo. 

Y como recuerdo te queda este par de lágrimas que saltan, bailarinas y te empapan. Llovizna de anochecer gris en este cortejo fúnebre. De ahora, hoy, mañana. ¿Mañana?

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