Cuando el jovencito Saul Bellow leyó por primera vez a Delmore Schwartz, en su cuartito de pensión en Chicago, supo al instante que ésa era la voz que había estado esperando y partió en peregrinación al Village de Nueva York a conocerlo, a rendirle tributo, a absorber de él todo lo que pudiera. Y, por supuesto, a envidiarle cara a cara el talento, la suerte, la fama. Porque con apenas dos años más que Bellow y un solo libro (En los sueños empiezan las responsabilidades), el joven Delmore Schwartz ya había tomado el cielo por asalto: desde la izquierda hasta la derecha, del Partisan Review a la revista Time, de Harvard a los bares del Village, él hablaba y todos callaban de golpe para escucharlo.
Delmore Schwartz era esencialmente un poeta. Aunque escribía ensayos y cuentos tan brillantes como sus poemas, era esencialmente una voz, una voz irresistible, de la que todos esperaban La Gran Novela Americana. Bellow se arrimó encandilado, como discípulo pero al mismo tiempo como secreto par de Schwartz: porque en lo más íntimo sentía que él también estaba destinado a tener una voz equivalente y una grandeza ídem. Delmore ha de haberle sacado la ficha enseguida porque eran tal para cual: los dos eran hijos de la Depresión, judíos pobres de padres inmigrantes, que vieron en la inteligencia, en los libros, la posibilidad de construirse a sí mismos y salir al mundo a decir: “¡Eh, todos, escuchen!”, y tener la convicción absoluta de que el mundo se iba a parar a escuchar.
Hicieron contacto al instante. Durante un tiempo Bellow fue para Delmore Schwartz el compadre perfecto: partenaire, sparring, alma gemela, cofrade de delirios. Eran los eufóricos años posteriores al fin de la Segunda Guerra, todo era posible, todo estaba empezando de nuevo, y Delmore le hizo creer a Bellow que no sólo eran el futuro de la literatura norteamericana, sino que en cualquier momento serían convocados desde lo más alto para definir el nuevo orden de las cosas en su país. Bellow iba subido a la ola de Delmore, era imposible resistirse a su convicción, su elocuencia, su hipnótico encanto.
Los padres judíos de Delmore le dieron a su hijo ese nombre patricio en un arranque de candorosas pretensiones, pero el hijo se lo tomó al pie de la letra: respondió con tan asombrosa fidelidad a ese nombre, a la actitud ante el mundo que suponía, que hasta sus peores enemigos lo llamaron siempre Delmore, que no era lo mismo que decirle Schwartz. Quiero decir con esto que Delmore Schwartz creía realmente que lo tenía todo, que estaba llamado a llegar más alto que cualquier otro escritor norteamericano, y eso pasó a ocupar tanto espacio en su febril cabeza que no le dejaba tiempo para escribir ni La Gran Novela Americana ni ningún otro de los libros que debía estar escribiendo.
Bellow, en cambio, entendió bien rápido que él no era un Delmore, él era un rusito de Chicago y más le valía ponerse a escribir libros que desvelarse con el llamado de las altas esferas, así que les dijo adiós a Delmore y a Nueva York y se fue a París con dos mangos, en busca de su propia voz. La encontró: escribió Augie March (“I am an American, Chicago born...”) y volvió a su tierra y con esa misma voz escribió Herzog (“If I’m out of my mind, it’s allright with me...”). Mientras tanto, los sueños de grandeza de Delmore habían ido virando a pesadillas. El estupor de no haber sido el que iba a ser lo había convertido en un monstruo autodestructivo que, en 1966, apareció muerto en un hotel para indigentes del Bowery. El cadáver estuvo dos días en la morgue hasta que supieron quién era. Nadie se acordaba de él. O, mejor dicho, se acordaban demasiado de las homéricas borracheras, los brotes psicóticos, las internaciones y escapadas del loquero, los autos chocados, las llamadas telefónicas furiosas a las tres de la mañana demandando lo que le correspondía, porque Delmore Schwartz creyó hasta el fin de sus días que tenía “derecho soberano sobre la fortuna del mundo”.
Delmore y Bellow sellaron en una noche de borrachera su amistad, su confianza en el futuro mutuo, firmándose sendos cheques en blanco (“¿Qué clase de norteamericanos seríamos si fuésemos inocentes respecto al dinero?”). Años más tarde, cuando Delmore ya estaba envenenado por el éxito de Bellow, le escribió una carta (en lápiz y en un papel arrugado, metido de cualquier manera en un sobre) donde decía: “¿Quieres saber por qué te la tengo jurada? Porque tú me dijiste que iba a ser el gran poeta del siglo. Viniste desde Chicago y me dijiste que yo sería la voz del siglo. ¿Tienes algo para decir ahora? Porque yo sí: vas a soñar conmigo hasta el fin de tus días”. Y, como el propio Delmore había escrito una vez, en los sueños empiezan las responsabilidades.
Nueve años más tarde, Bellow publicó una novela que cuenta la historia de su amistad y su enemistad con Schwartz. Logró poner en ella la admiración a distancia, el acercamiento, el rol de discípulo confidente, la competencia, las primeras grietas de la decepción, la envidia, la pelea, el triunfo, la contemplación del fracaso del otro, el mal sabor de ser el que ganó, el que vio morir al otro. La novela se llama El legado de Humboldt porque Humboldt, el que muere indigente y olvidado, le deja algo al que sobrevive, o sea a Bellow, que es exitoso y millonario pero al final de la novela va a quedarse sin nada o, mejor dicho, sólo con el legado que le dejó el hombre que más lo odiaba en el mundo, aquel con el cual intercambió cheques en blanco la noche en que sellaron su amistad eterna.
En esa época de máxima camaradería se pusieron a escribir un guión para Hollywood que creyeron que iba a hacerlos millonarios: la historia del noruego Amundsen, el italiano Nobile y la conquista del Polo Norte. Amundsen quería llegar al Polo Sur, en realidad, y no podía juntar la plata para la expedición, hasta que le apareció un financista que le propuso llegar al Polo Norte en globo, que era más factible y más barato que llegar en barco a la Antártida. Llevaron a Nobile como piloto porque era el as de los dirigibles. Al italiano lo envenenó que Amundsen se llevara todos los laureles y convenció a Mussolini para que le financiara una nueva expedición. El globo cayó en el Ártico y el primero en salir al rescate en un hidroavión fue Amundsen, que odiaba a Nobile tanto como éste lo odiaba a él. El avión de Amundsen se perdió en una tormenta y no se encontraron ni sus restos. Nobile fue rescatado por un barco ruso y volvió, maltrecho pero vivo, a una Italia que lo recibió eufórica, para su estupor y malsabor.
Hollywood descartó con desdén la idea: a quién le importaba Umberto Nobile, quién se acordaba de él. Podrían haber dicho lo mismo de Delmore Schwartz: a quién le importaba, quién se acordaba de él, hasta que su mayor enemigo, el hombre que le había robado la gloria, lo rescató del olvido con una novela, que no sé si es La Gran Novela Americana pero es la mejor novela de escritores que leí en mi vida.