“Se me juntaban las amenazas del violador con las de mi viejito, que siempre me decía que era una puta, que si llegaba embarazada le iba a dar un infarto. Porque ellos son así, chapados a la antigua. Yo no tenía confianza ni con la mami ni con el papi. Si algo quisiera cambiar es eso, tener confianza para poder hablar con ellos en vez de andar siempre con miedo.” Tenía 21 años Romina Tejerina cuando reflexionaba así sobre su propia historia. Faltaban unos días para que terminara el juicio que la tenía como acusada y llevaba 3 años detenida. En 2002, con el trasfondo de un país devastado por la crisis, ella había sido violada por un vecino 20 años mayor, había ocultado el embarazo producto de ese ataque por puro temor, por no tener a quien recurrir, y cuando tuvo un parto en cascada en el baño de su casa –rápido, inesperado; algo que se repite en adolescentes en circunstancias similares, como lo registra el libro Madres frágiles, un viaje al infanticidio, de Beatriz Kalinsky y Osvaldo Cañete–, mató a esa bebé prematura en la que vio la cara de su violador. El nombre de Romina Tejerina fue una bandera del movimiento de mujeres hasta su libertad –condicional– en 2012, en su historia, como en la de muchas otras, la violencia machista construyó un encierro del que no pudo salir más que con violencia que, una vez más, se volvió contra ella y se volvió literal: 14 años de condena le dictó un tribunal oral que no tuvo en cuenta ni su estado de falta de conciencia puerperal ni las violencias que había sufrido antes. Su violador tuvo un juicio sumarísimo de 22 días –entre que fue detenido y sobreseído– al que se llegó por presión del movimiento de mujeres; ni siquiera se hicieron pericias de adn para constatar que el embarazo de Romina era producto de esa violación.
Romina Tejerina cumplió 29 años en prisión, en el mismo penal de Alto Comedero, en Jujuy, donde también se encontró con otras compañeras presas por la misma causa que ella. Y es que Romina había tenido la única ventaja de tener una hermana que entendió la suma de silencios y violencias que la habían condenado antes de que se dictara la sentencia en su contra, una hermana mayor, militante, que la acompañó a ella al mismo tiempo que al resto de su familia en estos largos años en los que tantas cosas cambiaran y tantas, al mismo tiempo, permanecen iguales. Estas temporalidades cruzadas, las distancias entre quienes están organizadas y se piensan como mujeres en sociedad, en relaciones de opresión y quienes siguen al pie de la letra los supuestos del patriarcado, la religión, los prejuicios para generar más opresión; todo esto es lo que aparece retratado en la observación que propone el documental, La cena blanca de Romina, dirigido por Hernán Martín y Francisco Rizzi, con guión de Olga Viglieca, un film que todavía puede verse en el cine Gaumont –hasta el 5 de julio– con el corazón en la mano por sentir cuantas realidades conviven en un territorio, cuánto se necesita seguir expandiendo la conciencia feminista.
“Si mi hija me dijera ‘me violaron’ yo le diría: ‘papá no es tonto’”, dice el intendente de San Pedro -la localidad donde vivía Romina cuando fue violada- durante cuatro mandatos consecutivos ahora mismo en La cena blanca de Romina, en uno de los testimonios más escalofriantes por la cantidad de misoginia naturalizada que emite sin pudor. Es necesario para poner la historia de Romina en primer plano, para exhibir los juicios que siguen operando sobre las mujeres, de las ilusiones que ellas mismas construyen modeladas en esos roles estancos que esa máquina de violencia que es el patriarcado le impone.
“Estoy vestida, estoy producida”, dice como si soñara una joven sentada en una peluquería humilde, preparándose para esa cena blanca a la que hace referencia el título del documental que tiene un cuidado guión de Olga Viglieca. Así es como se le llama a una fiesta popular en la que son protagonistas los y las adolescentes que se acercan al fin de la secundaria, una fiesta en la que ellas se calzan vestidos largos y desfilan, cada una junto a un varón, frente a la iglesia del pueblo para dejar, frente a la imagen de la Virgen, una flor. Una especie de ritual de pasaje para una única manera de ser varón, de ser mujer. Así, producida. Aunque muchas ya carguen con sus bebés en brazos o los dejen por un rato en los de su mamá. Aunque podría haber entre ellas lesbianas o judías o agnósticas; a ninguna se le pregunta, ser parte de esa sociedad parece implicar una “entrega” –según las palabras del párroco de San Pedro– a la Iglesia. Y en ese acto, dice el cura, “también se agradece a los padres que hicieron el sacrificio de criarlos”, sin tener en cuenta cuántos padres efectivamente estarán ahí presentes, cuántos padres de esos bebés que se paren antes de terminar el secundario, acompañarán el crecimiento de sus hijos o hijas. “Yo a las chicas les diría que se cuiden, porque los varones te prometen y después te dejan”, dice una niña con su bebé en brazos, cargando sobre ella mucho más que ese bebé, también el supuesto de que la responsabilidad de criar es toda de ella, del amor para toda la vida que le inculcaron y que le falló demasiado pronto, de que “cuidarse” es un asunto de mujeres que no tiene que ver sólo con la anticoncepción si no sencillamente con tener una vida sexual.
El documental acompaña la preparación de la “cena blanca”, desde las adolescentes y desde la Iglesia, escucha las voces sin intervenciones y las voces hablan pintan una aldea que no se termina en las fronteras de San Pedro, que puede rastrearse en otras geografías, que se consagra incluso en proyectos de ley como el que ahora está en ámbitos legislativos y que habla de la “libertad religiosa” para reglar la objeción de consciencia no sólo de particulares si no también de instituciones enteras que podrían negarse a asistir a mujeres violadas en su derecho a un aborto o sencillamente de entregar anticonceptivos. “Ahora creemos que tenemos un 60 y un 40 por ciento de religión en nuestro pueblo, pero queremos tener el 100, porque el señor lo quiere todo para él, a los demás los vomita”, dice un joven que sin dudas no cumplió los 20 para hablar de su labor como laico de la Iglesia Católica. Y a su testimonio le seguirá otro de una jovencita que se enorgullece de pensar a través del dogma de su credo sin dejar espacio para la más mínima duda. La experiencia de ver el documental es un ejercicio de memoria y a la vez una toma de conciencia y un llamado a la acción para que nunca más haya otra Romina.