Todo es atractivo en La muerte de Marga Maier, empezando por el título, tan explícito en la aliteración de las emes que el afiche alinea, una sobre otra y en rojo, para destacar el juego, que el artificio parece colocado ahí, a la vista de todos. ¿Quién puede llamarse Marga Maier salvo un personaje, una mujer que fue durante años la guardiana de una estancia casi abandonada por sus dueños y un día aparece asesinada? Y la película efectivamente responde a esa expectativa: antes que apostar por el verosímil, la obra más reciente de Camila Toker se construye abiertamente dentro de ciertas tradiciones como el policial, el noir, más un toque de western, si bien en este último caso el uso del género está indicado más por la música y cierta iconografía, un perfil de la protagonista sosteniendo una escopeta, y a la vez, con un pucho en la boca, además del enfrentamiento con un vecino con respecto a la tierra.
A esa estancia, ubicada en las inmediaciones de Punta Indio, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, llega Julia Victorica (Pilar Gamboa), la hija de los dueños que murieron varios años atrás, para reclamar su herencia. Julia se crió en Suiza y se parece poco a una chica de su edad. Es dura, suele taparse los ojos con lentes de sol cada vez que no quiere verse comprometida con una idea o una emoción, y se refiere a la historia familiar con ironía y amargura. No es para menos: la madre murió cuando ella era chica, el padre la mandó a estudiar en Suiza y después se olvidó de ella. De alguna manera y por todo eso, la vuelta de Julia supone una especie de pasaje, de atravesar los fantasmas de otras generaciones hasta las últimas consecuencias. Sobre todo porque el mismo día en que Julia llega a la estancia, el cadáver de Marga Maier sale a la superficie, recuperado por el río.
Ese río, los campos y caminos que lo rodean, son las locaciones perfectas para ambientar una historia que tiene tanto de belleza como de olor maldito. A partir de ese escenario, Camila Toker (que escribió la película junto con Anne Sophie Vignolles) construye un mundo pequeño y novelesco, donde hay un comisario de policía cuya cara parece tallada en piedra por la dureza de años (Alberto Suárez), un vecino estanciero que tiene todo el perfil de un villano (Luis Machín), un encargado de estancia que no es tan tonto como parece (William Prociuk) y la dueña de un boliche (Mirta Busnelli) que es la encargada de narrar las maldiciones de la familia Victorica, y cuya hija (Ana Pauls) parece una especie de oráculo, o una Casandra a la que, por supuesto, no se da mayor crédito.
Alrededor de estos personajes se pone a girar una historia que es, hay que decirlo, mucho más sencilla que todo el suspenso y el imaginario que la película despliega, en ocasiones de un modo bastante forzado. Sobre todo en lo que tiene que ver con la música de Fernando Tur, que es muy buena pero por momentos es el único recurso en remitir al género en secuencias que funcionan más bien como pausas salidas de la galera, antes que fusionarse con la historia. La sensación es de que todos los elementos que participan en la película –en primer lugar los actores y las locaciones, y luego la música– son mejores que el conjunto, dificultado en parte porque la cámara en mano no parece llevarse bien con el suspenso en situaciones de diálogo que requieren miradas, cortes y pausas muy precisas. Así, hay escenas muy logradas, como la de una fiesta nocturna donde todos están disfrazados con máscaras de tela, pero la sensación que deja la película es de algunas secuencias memorables en medio de una narración a la que le cuesta avanzar. La que queda un poco perdida en todo eso es la heroína, que primero se ve envuelta en una red de asesinatos, sexo, seducción y mentiras, pero luego se desdibuja un poco y no está tan claro que se haya transformado tanto como el final quiere mostrar.