En San Lorenzo, frente a El Campo de la Gloria, el youtuber Alejo Igoa sale de la casa de sus abuelos y se saca una foto con una fan. Una vecina mira la peluca turquesa que Alejo usó para un video –y que ahora está sobre el pasto– y dice que de todos los famosos que ellos tienen a ella la que más le gusta es Elsa Daniel porque es de su época y porque es una gran actriz. ¿Guardará una Antena en la que su favorita fue tapa? ¿Alguna otra en la que la pintaron con un pancake sobrecargado como si fuera Doris Day? ¿Habrá estado en primera fila en la inauguración municipal de una sala de multipropósitos audiovisuales que lleva su nombre? En la orilla occidental del Paraná la tierra del combate colecciona celebridades propias como Elsa y heredadas como el zambo heroico que salvó a San Martín de la muerte. De esa tierra se fue Elsa Nilda Gómez Scarpatti para que una radio de Buenos Aires –con auspicio de dentífrico– la eligiera Miss Sonrisa en los años cincuenta. Justo ella que casi no mostraba los dientes lindos (no como Ali MacGraw que los mostraba rebelde sin la ortodoncia que la industria exigía). Justo ella, la del mohín ausente de tan apenas. La actriz es Elsa Daniel, la película nunca se hizo y sin embargo todo un cine de época la nombra. ¿Qué faltó? No fue una falta, fue un después de ensayo infinito que completó el cuaderno de bitácora y dejó vacío el diario de filmación. Ninguna más bergmaniana de Ingmar que Elsa aunque entre festivales y premios los diarios europeos la comparaban con Ingrid. 

“Se olvidaron de ella porque llegó Graciela Borges”, amamos a Graciela pero esa es una excusa boba que confunde atisbos. La verdad de Elsa es en blanco y negro,  tiene nombre de mujer: Ana (La casa del ángel), Albertina (La caída) Laura (La mano en la trampa), las tres de Torre Nilson y Francisca (Este es el romance del Aniceto…) de Favio y asoma siempre en la belleza de los bordes. Belleza abstinente que aparece ahora en la Lucía que Erica Rivas creó (deslumbrante, de ilusión perfecta) en La luz incidente. Una belleza que iluminaba a la clase media sin clase y que se volvía elegante sin elegancia. Es deliciosa la melancolía superior de Elsa en la pantalla y resulta poco adjetivarla “emblema” cuando nos miran sus ojos habitados en estado de fe, fábula de fuentes en estado de inminencia. “Es la primera vez que bailo, nunca le di mucha importancia al baile, sin embargo que bien que se siente una girando, nunca soñé que usted quisiera bailar conmigo”,  le dice Ana a su compañera de vueltas, una muñeca con tules y pelo negro largo, después de haber bailado en silencio con Pablo Aguirre (Lautaro Murúa) en una escena de La casa del ángel. Hay muchas películas para volver a ver y muchas otras para descubrirla. Hay también una risa lejana de marioneta pintarrajeada que se escucha desde un televisor ochentoso en la “maquilloterapia”, como ella llamaba a sus sketchs en el programa de matrimonios de Moser. Un camino de invención como hallazgo que nos tapa de datos de fichero y nos muestra todo lo que de ella no sabemos. En el intento por descifrarla no es difícil imaginar celos de amor, huídas, desplantes y la anticipación al olvido de los otros.  “¿Y por un solo pecado mortal todo eso?” dice Elsa que pregunta Ana.