Una de las alegrías de andar reciclando, reconstruyendo, reutilizando edificios de cuando los sabíamos hacer es encontrar esas hectáreas de embaldosados elegantes, coloridos, duraderos. Patios, halles, interiores de nuestra época más gloriosa siguen mostrando -excepto cuando fueron vandalizados- sus pavimentos calcáreos, también conocidos como hidráulicos y como encáusticos. Tan lindos son que ya parecen indispensables para diseños a nuevo que aspiren a un clasicismo argentino, que quieran equilibrarse y anclarse en algo más que una novedad. Tan fuerte es este material, en lo concreto y en lo ideal, que fue rescatado como tradición industrial después de una muerte segura.
Muchas de las fábricas o firmas que arrancaron este sector se estaban metiendo en lo que a fines del siglo 19 y principios del 20 era tecnología de punta. Parece mentira hoy, pero fabricar materiales de construcción era uno de los galardones de ser industrializados, una prueba como es hoy la energía nuclear o la electrónica. Es por eso que el mundo está poblado de sanitarios, perfilerías, mayólicas, pavimentos, cresterías, tejas, ladrillos y cementos exportados por ingleses, belgas, alemanes y holandeses, que mandaban flotas enteras de estas cosas pesadas por el mundo. Argentina es de los primeros que arrancó en este temprano reemplazo de importaciones, el verdadero comienzo de nuestra industria.
Con lo que el día de la primavera de 1896, cuando el español José Cortes comenzó a fabricar baldosas calcáreas estaba haciendo mucho más que un negocio. Cortes era petiso, inteligente y movedizo, y sabía invertir. De fabricante se amplió a constructor, de constructor a inversor inmobiliarios, sin perder ni una. Por ejemplo, le financió el arranque de otra gran industria nacional a un joven y elegante muchacho llamado Fortabat, al que se le ocurrió hacer cemento argentino. La vieja foto de esta página muestra el primer tren con cemento para la fábrica Cortes, y el orden del anuncio no es casual: si Cortes usaba ese cemento argentino, es que el material era bueno.
Pero como cumpliendo la ley que indica que el fundador es inquieto pero ese gen no necesariamente se transmite, la firma fue quedándose y ni siquiera se transformó en fábrica de graníticos cuando pasó la moda del calcáreo. Para 1994, la sede de la calle Colombres estaba quebrada, con la luz cortada y los obreros sin cobrar. En el remate de existencias andaba un joven arquitecto con un posgrado en patrimonio, Eduardo Mascherone, ya amigo de los Cortes como lo había sido su abuelo. Mascherone compró máquinas y piletones, cargó muchos moldes en un camión y hasta logró convencer a uno de los especialistas viejos de Cortes que siguiera un tiempito para entrenar gente nueva. La fábrica renació en un galpón de Moreno, parte de una quinta que fue el primer patrimonio catalogado del lugar y que, sorpresa, fue construida con pisos de Cortes.
Lo que Mascherone creó fue la Compañía Argentina de Pisos, que sigue al detalle lo creado por Cortes y le agrega lo suyo. La continuidad es tal que el año pasado le festejaron los 120 años al asunto y este septiembre piensan festejar el capicúa 121. El local en Libertador 6874, enfrente del Tiro Federal, muestra hasta los posters y la caja fuerte de Cortes, con un indestructible logo de acero. Por pisos, paredes y techos se derraman modelos creados hace bastante más de un siglo, que hoy se recombinan y colorean a gusto de cada uno con un programa de computadora.
La técnica de fabricación también es básicamente la misma que la original, porque en esto no hay nada que inventar. Los moldes de metal se llenan con pastina de color de acuerdo a lo solicitado, sin mezclar colores. Arriba va un cemento duro, la capa seca, y finalmente la tapa, un cemento común. Este sandwich se aprieta en una prensa al equivalente de veinte toneladas y se sumerge por cuatro horas. Luego vienen hasta 28 días para que estos cementos fragüen y endurezcan como corresponde. Lo que falta es colocarlos en el piso y curarlos con agua y jabón federal, que es todo lo que hace falta.
La Compañía Argentina de Pisos participó en estos años de infinitas obras privadas y en restauraciones como la del Senado, el Palacio de Aguas, el Museo Mitre, la vieja sede del diario La Prensa, la Legislatura porteña, el Teatro San Nicolás -con baldosones complejísimos- y la catedral de La Rioja. Esta lista, parcial, da una idea de la variedad de motivos que permite el calcáreo, que con rigor histórico va del estilo victoriano más italianizado al Art Noveau, con excursiones medievalistas y alguno que otro andalucismo. El producto a nuevo es indistinguible del de hace un siglo, si está bien cuidado, porque fue hecho exactamente igual y con los mismos materiales, que en esto no hay plásticos ni invenciones.
La historia es, también, un caso particular del esfuerzo de rescatar saberes perdidos, aquí y en tantos países. Mascherone y su familia coleccionaron moldes por toda Argentina, por Brasil y Uruguay, vecinos con tradiciones similares pero no idénticas. Ampliaron la variedad a marmolerías y pedrerías, pero sobre todo mantuvieron la continuidad en un conocimiento que estuvo a punto de desaparecer, como casi desaparecen los yeseros y desaparecieron los que hacía artesonados de calidad. Es un patrimonio que va de lo inmaterial a lo más que material, uno que puede verse, pesarse y pisarse.