En esta época la temperatura nocturna es bajo cero acá en la costa. Y el amanecer tarda. Al despertar, el silencio del bosque parece sepulcral. Sin embargo, está lleno de vida agazapada. Como cada vez que me obstino en describir y acercarme a una definición de la quietud, chingo en las palabras: la quietud no es tal ni el silencio tanto, porque el temblor de unas hojas, el estremecimiento de un pájaro y después su gorjeo, indican que la espesura empieza a desperezarse. Estoy convencido que el bosque está habitado por voces, como las de la escritura, siempre al alcance de todos, aunque no todos pueden escucharlas. Lo admito: pareciera que escribo desde un lugar elitista, de dominio de un saber privado. Más bien, lo que digo, es todo lo contrario. Hay que animarse a indagar en la escritura, sortear helechos, tacuaras, yuyos, follaje diverso y encontrar ese claro donde, en un rato, habrá de bajar la luz como una percepción íntima aunque se trate de un fenómeno cósmico. Lo que intento decir, en verdad, es que la presunta verdad siempre es una mentira. Contra quienes insisten en que la única verdad es la realidad, conjeturo que se pierden algo. Del mismo modo que el silencio del bosque nos habla y simplemente hay que escucharlo, lo mismo pasa con cierta literatura que va más allá de sí misma, es decir, esa que se pregunta sobre la escritura, se la cuestiona, interroga su propio sentido. En este punto, cabe aclararlo, se plantea una exigencia tanto para quien la escribe como para quien la lee: la soledad. Esto, digo, para entrar en la obra de Antonio Porchia. Pero antes quisiera referirme a un ensayo que se conecta indirectamente con su poesía.

En estos días estuve leyendo “Una historia de la soledad”, de David Vincent, más que un ensayo, un tratado sobre su naturaleza desde 1791, año en que se tradujo al inglés el primer estudio completo del tema en más de cuatro siglos: “Solitude considered with respect to its dangerous influence upon the mind and heart”, versión abreviada de una obra en cuatro volúmenes escrita entre 1784 y 1785 por Johann Georg Zimmermann, médico personal de Jorge III en Hanover y de Federico el Grande. El término soledad es equívoco en nuestra lengua. En inglés, en cambio, establece una distinción: “solitude” alude a la soledad elegida, deseada. “Loneliness”, en cambio, es la soledad impuesta por un sistema social, una enfermedad, una pérdida, el dolor existencial. Pero, atención, Zimmermann alude a la primera como una influencia que puede resultar peligrosa en la mente y el corazón. Es que no todos son capaces de enfrentar riesgos que llevan al verse detrás del espejo. “Soledad, camina conmigo”, escribía en la primavera de 1820 el poeta John Clare. Es en “solitude”, esta clase de soledad, en un silencio cauteloso, alerta, donde se afirma la obra del inclasificable escritor calabrés Antonio Porchia (1885-1968) que vivió en nuestro país desde los diecisiete años hasta su muerte. Si me atreví a llamarlo inclasificable esto se debe a la esencia y la forma de sus escritos, frases cortas, reflexiones que entrarían, si uno se pone taxonómico, dentro de la categoría del epigrama. Textos mínimos que Porchia bautizó “Voces”. Le adjudicaron influencias de Lao Tsé, Pascal, Lichtemberg, Blake y Nietzsche. Porchia no los había leído. Y había escrito, tal vez como respuesta a los encasillamientos: “Lo que hice o no hice, creo que pasó. Y lo que haré o no haré, creo que también pasó”. Una anécdota lo planta: en los 60 ve en la vidriera de una librería céntrica su libro con el título “Voix”. Allí donde antes habían rechazado su libro en castellano, ahora lo difundían en la edición francesa promovida por Roger Callois. Era más caro en francés, el empleado se lo recomendó con fervor. Porchia compró uno. Y se fue.

A esta altura lo habían elogiado, entre otros, Bretón y Henry Miller. A Porchia le irritaba que se dijera que escribía aforismos. No obstante, Borges, al prologarlo, opinó: “Los aforismos de este volumen van mucho más allá del texto escrito: no son un final sino un comienzo. No buscan producir un efecto. Podemos escuchar que el autor los escribió para sí mismo y no supo que trazaba para los otros la imagen de un hombre solitario, lúcido y consciente del singular misterio de cada instante”. Su nombre, como contraseña de iniciados, se volvió fenómeno.

En su origen estaban la pobreza inmigrante y oficios aprendidos para mantener una familia numerosa. Los barrios, primero La Boca y después Barracas. En su juventud – si es que la juventud no es, como dice Sartre, una edad burguesa – se acerca a círculos socialistas y anarquistas. Más tarde se instalará en una casa chica en la calle Malaver, en Olivos, y cuando recibe amigos, Porchia agarra la bolsa de los mandados, va hasta el almacén y vuelve con vino, pan, queso y salame.

Sus “Voces” fueron ganando una popularidad hoy olvidada. Circulaban en programas de radio, en escuelas, hospitales y cárceles, muchas veces en fotocopias sin su nombre. A Porchia no le importaba: “Porque esto no es mío. Es de todos”, decía como si las voces le hubieran sido dictadas.

Mientras escribo estos apuntes, dos tentaciones. En principio, citar algunas de sus voces. Si prescindo de las mismas es porque cuando abro el ejemplar y empiezo a buscar, al considerar las marcas y subrayados, no sé con cuál quedarme, cuál puede ser la voz más representativa de su visión del mundo ya que cada una deviene un todo. Por eso, me digo, tal vez sea más ejemplificador de su calidad citar a Roberto Juarroz y Alejandra Pizarnik, que no sólo le fueron cercanos: sus poéticas respectivas proceden en línea directa de Porchia y su eco metafísico es reconocible. “Cada vez que vuelvo a su obra”, decía Juarroz, “veo reaparecer con toda su fuerza una vieja palabra que casi no se usa: sabiduría. Sabiduría puesta además en un lenguaje muy peculiar, que no le tiene miedo a las aparentes reiteraciones. Porchia creía que no existen los sinónimos y que cada palabra es diferente según la postura que ocupa en la estructura sintáctica. Por eso a veces los gramáticos, los críticos, los formalistas, se sienten molestos ante una escritura como esta: en cierta manera pone en crisis sus fórmulas, sus preceptos”.

Pizarnik, por su lado, le escribió en una carta: “Asiento en cada una de sus voces con toda mi sangre, lo que es extraño, porque su libro es el más solitario, el más profundamente solo que se ha escrito en el mundo y no obstante, releyéndolo a medianoche, me sentí acompañada, o mejor dicho, amparada. Y también asegurada, tranquilizada, como si me hubieran dado la razón en la única cosa que yo rogaba tenerla”.

 

El bosque, insinué, tarda en abrirse a la claridad de la mañana. Y le frena el apuro a quien entra. Lo mismo, la obra de Porchia, una lenta y paciente autobiografía en clave. Porchia murió a los ochenta y dos años en la pobreza. Había escrito: “Cuando yo me muera, no me veré morir, por primera vez”.