Abriendo la puerta de su casa-estudio en la ciudad de Salta, Andrés Gauna recibe el sol de la mañana invernal con una sonrisa plena. Un poco se queja del EPOC que lo aqueja, pero que supo enfrentar con gran voluntad y asombrosa recuperación.
Antes de la pandemia había tenido una fuerte recaída, “muchos pensaban que ya me iba”, comenta Andrés, “pero acá estoy. De hecho, pasé toda la pandemia pintando, no hubo problema”, relata como si el mundo se hubiera detenido para que él pudiera recargar energías.
Hace 12 años se instaló nuevamente en la calle Obispo Romero, en la misma casa que lo vió llegar con siete años y donde sucedieron gran parte de los hechos que marcaron su vida. Andrés se sienta y comienza un relato que atraviesa, en forma de anécdotas, la segunda mitad del siglo 20 y lo que lleva del 21.
De vocaciones e imposiciones
“Nací en Salta en el año 50. Estábamos mi viejo, mi madre y mis hermanos. Mi viejo tocaba música y fue director de la Banda de la Policía. A mi siempre me gustó pintar, desde muy chico dibujaba, pero él no quería saber nada con que yo haga dibujo. Tenía un cuñado de mi mamá que era piloto de Aerolíneas y siempre me traía una cajita de lapices de colores, una caja de acuarela, una caja de óleo... cuando trajo el óleo dije ‘¿esto cómo se usa?’. Pregunté por ahí y me dijeron con kerosén. Y entonces una pared de esta misma casa, bien blanca, aprovechando que mi viejo se había ido de gira con la banda, agarré y la pinté toda. Pinté todas las historietas que tenía, Patoruzú, El Llanero Solitario. Ese fue mi primer mural y también mi primer mural censurado”, se ríe a carcajadas Andrés, recordando la reprimenda que le dió su padre al llegar en la madrugada. “Tuve que pintar toda la pared de nuevo”.
El lugar donde hoy sentado rememora las más diversas anécdotas con personajes de la cultura, es el mismo espacio físico donde el pequeño Andrés desplegó su arte en las blancas paredes de la vivienda familiar.
“Iba a la escuela primaria del barrio, y recuerdo que Sergio Ricardo Pérez, famoso locutor de programas de radio y artista, se había pagado un curso de pintura por correo. Entonces ofreció en la escuela dar clases de dibujo. Fui el primero en anotarse. Había que quedarse una hora más en el colegio, y en casa mi padre ya sabía, entonces todos los días que llegaba una hora tarde, me hacían limpiar y barrer como castigo. Me mandó mi viejo a estudiar música, yo iba, pero no estudiaba nada”, comenta Gauna sobre esa férrea pelea por sus impulsos creativos que lo acompañará durante toda su vida.
Nuevos rumbos
“Un día no aguanté más y a los 14 años me fui de mi casa. Recuerdo que mi mamá me sacó afuera y me dijo ‘vos te vas a ir, pero nunca te olvides de donde saliste’”, cuenta en el mismo espacio en el que un día de 1964 agarró un pequeño bolso y se fue a tomar el tren a Buenos Aires.
“Llegué. Un mundo de gente, un hormiguero y yo sentadito con un bolso me dije ‘¿ahora qué mierda hago, dónde voy?’, pero la providencia, o no sé qué, me dio suerte. Un tipo que se había desencontrado con un familiar que venía en ese tren me dice al verme solo, ‘¿y vos a quién esperas?’, 'no espero a nadie’, le digo… y no entendía nada el tipo. Le cuento mi historia y ahí nomás me lleva a su casa, donde vivía con su mamá y su hermana”, rememora Gauna.
La vida porteña comenzó en Parque Patricios, a veces durmiendo en el subte, barriendo en un barcito de Constitución para ganarse un desayuno, y luego de lavacopas en un restaurante de La Boca. “De pronto, un día aparece mi viejo. Me viene a buscar y me lleva al Ejército. El decía que quería un título... y así fue. Sufrí todos los días, me la pasaba pintando a escondidas, haciendo dibujos, pero logré el título, se lo dí e inmediatamente renuncié. ‘Ahora tengo 21 años, voy a hacer lo que quiera’, le dije”.
"Por ese tiempo leí un aviso en el diario que inscribían en la Escuela de Arte Tomás Cabrera para el nuevo plan de estudios. Y ahí fui, era el primero, y me anoté”, recuerda. Sin embargo, la presión de su padre seguía constante. Fue entonces cuando recurrió a un tío que trabajaba en la Policía, quien le consiguió un trabajo como agente civil en una oficina. “Estaba ahí metido con un guardapolvo gris, por suerte tenía mucho tiempo para pintar”.
La irrupción política
“En la Escuela de Arte Tomás Cabrera armé el Centro de Estudiantes e hicimos la primera huelga de estudiantes en el 73 cuando murió Perón. Surgió porque teníamos preparado un festival, con los artistas en la puerta, todo comprado, y no nos dejaban hacerlo. Ahí nomás comenzamos cinco días de huelga. Fue histórico”, recuerda el artista plástico salteño, sobre un año que también fue bisagra para su vida ya que logró montar su primera muestra artística.
Por aquello duros años, si bien la dictadura aún no había llegado al poder, se hacían sentir las fuerzas parapoliciales, “Nosotros éramos los pollos de Ragone, estábamos ahí siempre, y estaba Armando Jaime, él me suma a su grupo. Recuerdo los sucesos cuando tomaron la casa de gobierno, sacaron las ametralladoras, nunca me voy a olvidar de esa imagen, y comenzaron los balazos… de la Catedral bajaba Caballería, y del Cabildo la Policía”. Miguel Ragone fue electo gobernador en 1973, su gobierno fue intervenido a finales de 1974 y en marzo de 1976 secuestrado y desaparecido. Jaime participó de la resistencia peronista, integró el Frente Revolucionario Peronista (FRP), fue uno de los precursores de la CGT Clasista en Salta y fue parte también del Frente Antiimperialista por el Socialismo (FAS).
La dictadura comenzaba su etapa más oscura y artistas como Gauna eran blancos de sospecha. “Yo ya había pasado a trabajar a un juzgado. Una mañana entro a la oficina del secretario y me dicen que llegó una nota donde me mandaban a detener porque era activista, dirigente estudiantil y dirigente vecinal. Y ahí me salvan, porque no me detienen. Me querían, tenía buena conducta. Me hacen firmar una renuncia con fecha de la semana anterior y el secretario me dice, ‘yo no lo vi, usted haga su vida’. Me voy, llego a la casa, le cuento a mi esposa y ella inmediatamente se va con los hijos”.
Si bien su familia se encontraba a resguardo, Andrés "volverá a nacer" una vez más, tal como él mismo lo vivencia. “Resulta que el suegro de Joaquín Guil, quien era encargado de los operativos (represor y jefe del área de Seguridad de la Policía de Salta condenado por crímenes de lesa humanidad), me conocía de chiquito a mí, nos separaba un alambrado en el barrio. El era comisario en Moldes, un día viene a verlo y lo hace esperar mientras estaba con la primera plana de la policía. En eso estaban dando los nombres de los que tenían que ir a buscar y escucha el mío. Y él dice ‘ese es mi vecino’. Viene, habla con mi viejo y me van a buscar a mi casa. Me dice ‘agarrá ya un bolso y te llevo a Moldes’, y me metió en una finca, estuve oculto un tiempo”. Luego de una maniobra de finos cálculos, aquel vecino pudo lograr que cesen la persecución.
Nace El Andariego
Luego de la renuncia y de salvar su vida, Gauna no podía trabajar. En los empleos le pedían certificados de buena conducta, y los suyos eran desfavorables, por lo que no había manera de conseguir sustento. Así, casi por entera necesidad, nacieron los títeres. “En el 77 veo una función de títeres en un cumpleaños. Eran dos titiriteros y no eran muy buenos, entonces dije ’estos ganan guita con esto, yo estoy cagado de hambre, puedo hacerlo’. Me fui a la casa, agarré dos palos de escoba, una tela, los muñecos y fui a hacer teatro de títeres'".
“La primera función fue en lo de una amiga. Fui gratis para probarme y me gustó, y a los chicos también. En ese momento le puse Pamaychi, que era para Papá, Mamá y Chicos y sonaba como una palabra quechua. El Andariego nace unos meses después, me había ido a una función de títeres en los valles, estuve como tres días afuera haciendo títeres. Llego a casa, estábamos almorzando y mi vieja me dice ‘espero te quedés’ y le digo, ‘no, mamá, a las 5 me voy a Jujuy a hacer funciones’ y me dice ‘mierda que sos andariego’ y ahí quedó”.
Los títeres acompañaron a Gauna por gran parte de Latinoamérica y muchos rincones del país “a Perú fui por una semana la primera vez, y me quedé un mes. Después fui por un mes y me quedé seis meses”.
“Recuerdo que allá por el año 80 fuimos invitados a Nazareno, en la Puna". “No había camino, íbamos a lomo de burro. Había mucha gente que no había salido jamás del pueblo, entonces yo agarro los títeres y empiezo. En eso siento ruidos cuando saco un muñeco. Saco otro y lo mismo. ‘¿qué pasa?’, veo chicos corriendo y yo también largué los muñecos y salí corriendo porque se hablaba mucho de los derrumbes. Pero no, lo cierto es que mucha gente jamas había visto un títere y se había asustado. La gente volvió, yo también, puse la valija en el medio y empecé a mostrar. Fue muy particular estar en lugares donde realmente por primera vez en su vida llegaban títeres. Pero los títeres me alimentaron muchísimo, me permitieron ver el interior, y darme cuenta que había que contar esas historias”.
Los 90 fueron también una época de gran compromiso político para Gauna quien se mostró a la par de los acontecimientos sociales. En Salta corría el tiempo del capitán de navío Roberto Augusto Ulloa, aquel que fuera gobernador en dictadura y también en democracia. “Recuerdo cuando los wichí, con Octorina Zamora, hicieron una huelga de hambre frente a la Catedral y con un amigo poeta, el Turco Teseyra, fuimos en apoyo. Yo llevé mis cuadros y los dejé alrededor de la Catedral. El 10 de noviembre, mismo día que fallece mi mamá, la Policía desaloja y se lleva a todos, inclusive a los cuadros, que quedan un año secuestrados por estudio ideológico. Todo esto en democracia”.
Gauna también recuerda cuando recibió la invitación al primer encuentro internacional de títeres que se hacía en Cuba, lo primero que hizo fue organizar un festival en el Parque San Martín para recolectar elementos de utilidad con el fin de contribuir con las necesidades del periodo especial que vivía la isla. “Juntamos jabón, útiles, mochilas y otros elementos. Los compañeros ex detenidos y grupos de artistas me acompañaron e hicimos una gran colecta”.
Las complejas tratativas para que lo recaudado llegara a Cuba, generaron que Andrés no pudiera viajar (algo que todavía sueña lograr), pero sí pudo llegar aquella solidaridad forjada en un país en pleno auge neoliberal.
Pintura y vanguardia
“Ariel Petrocelli era mi amigo, y para 1996 estábamos en Buenos Aires. Ariel tocaba en un café del Sindicato de Luz y Fuerza y yo exponía cuadros. Lo iba a ver seguido hasta que un día me dice, ‘hagamos una cosa, en vez de estar sentado ahí, subí con el caballete al escenario, yo canto y vos dibujás’. Al principio no me gustaba la idea, pero empezamos y tuvo mucho éxito”.
Esta performance volvió a surgir y tener gran repercusión cuando el Festival de Cosquín funcionó como caja de resonancia. “El revuelo más grande fue cuando vamos a Cosquín en 2013 con Bruno Arias. Nos encontramos en la Ex Esma de casualidad, yo estaba exponiendo y él había tocado. Nos conocimos, charlamos, nos volvimos a juntar y fuimos juntos a apoyar la lucha de un instituto de arte. Ahí lo hicimos por primera vez. Un día me llama, era un 25 de noviembre, nunca me olvido, y me dice "che, Gauna, me han invitado a Cosquín’; bueno, le digo, yo voy a pintar en vivo. Nos juntamos ese mismo día y programamos todo… Bruno salió consagración y fue todo un éxito. Teníamos solo 16 minutos”, comenta mientras sonríe el artista salteño. “Y de ahí en adelante en un montón de lugares, recitales, programas de televisión, veías gente pintando en vivo”.
Epílogo para una historia viva
El EPOC que lo aqueja comenzó a hacer insostenible la presentación de El Andariego y sus títeres. “Se me cortaba la respiración, ya no podía actuar. En 2011, 2012 no podía. En el 2015 caí mal y pensé que ya estaba, no hay mas títeres. Pero había que hacer la ultima función. La idea era antes de la pandemia… ¿y si nos vamos antes de la última función? como decía yo, porque estaba más para el otro lado que para acá. Todo el mundo pensaba que me iba, el médico me decía que no podía hacer la función, pero la hicimos, y no me morí, salió bien”, se ríe como burlando al tiempo biológico que Gauna, a pesar de haber sido un gran fumador, pudo ampliar gracias a la sobrevida que el arte le dio en todas sus facetas.
El taller de Gauna es testigo de esa pulsión de vida, porque allí se aprecian varias vidas vividas. Las paredes de la casa son un verdadero museo de arte popular. Una cantidad de tesoros pictóricos de distintas épocas, estilos y representaciones, hacen que se vuelva inabarcable y a la vez, de un asombroso misterio.
Aquella casa que lo cobijó a los siete años y que lo vió hacer su primer mural a pura rebeldía, es la misma que hoy lo baña con su sol matinal rodeado de las obras que cosechó a lo largo de 50 años de arte y compromiso social.
“Los títeres me dieron la subsistencia cuando estaba complicado. Y la pintura me dió dolores de cabeza, la censura sobre todo, pero siempre seguí sobre la misma linea”.
Historia viva del arte contemporáneo, Andrés Américo Gauna, un bohemio de los tantos que supo y sabe acunar Salta, conserva la humildad como marca cotidiana. Don Gauna es de aquellos que abre la puerta y deja pasar primero. Pequeños gestos de grandes personas.
“Adelante, pase”, dice El Andariego, y el misterio se vuelve arte, se vuelve vida.