Supongamos que el melancólico cazador de androides Rick Deckard somete a Luciano Rosé, médico psiquiatra y narrador, a su famoso test Voight-Kampff. Dice: Usted escribe una novela donde un tal Larry Ewing, segundo magnate en la sagrada tierra de Silicon Valley, busca un lugar en el mundo donde alzar un campus tecnológico de vanguardia a fin de protegerse ante los efectos devastadores de la inminente guerra nuclear entre China y las grandes potencias de occidente. ¿Cree que Argentina es el país indicado para semejante proyecto? Y si lo fuera, ¿considera que los chinos enviarían a androides espías a ese último rincón del planeta? La respuesta de Rosé al héroe de Philip Dick, no se haría esperar: El resto sintético, editado por el sello Bucarest.
En esta primera novela de Rosé (porteño del 88) no sólo hay verdaderos robots made in china, sino que “el punto geográfico más alejado de las zonas militarizadas” resulta ser Miramar y su enigmático bosque energético. Ese fue el sitio elegido tras el fallido intento de trasladar los servidores de la compañía de Ewing a las bóvedas antinucleares junto a una legión de programadores y desarrolladores que vivieron bajo tierra. Los resultados de aquella experiencia subterránea fueron catastróficos: “violaciones, canibalismo, alucinaciones, delirios colectivos”. La idea fue, entonces, fundar “algo de nuevo” y así nació el fabuloso campus tecno en suelo argentino construido bajo las órdenes del mismísimo Ewing, un empresario que entre sus pergaminos (habla 14 idiomas) cuenta con la creación de una colonia humana (de convivencia exitosa) en Marte, fundada por su empresa The Galactic Company, y que alojará a ciertas personas en el momento del desastre terrícola.
Para llevar adelante su nuevo gran desafío en Miramar, el magnate congregó a CEOs, programadores y desarrolladores de alto nivel mundial, empresarios inescrupulosos, y la crème de la crème de la elite porteña junto a una variedad de drogas donde todos juegan un “jenga neuroquímico” de múltiples colores suaves.
Del otro lado de los muros: el mar, la policía, los asados, los punteros mediáticos, la burocracia, es decir, la Argentina en su máxima potencia. Pareciera que nada falta para clasificar a la novela de Rosé dentro del gran barril de la Ciencia Ficción.
Decía el gran Philip Dick, en un texto tardío y bastante conocido, que lo que distingue a la “buena ciencia ficción” es la “dislocación conceptual”, es decir, ese punto, ese eje, ese elemento (por mínimo que sea) que desarticula a la realidad conocida de otra realidad impensada, generando así “la conmoción de la imposibilidad de reconocimiento”, que no es otra cosa que el momento en que el lector advierte “que no está leyendo sobre su mundo”. ¿Pasa eso en la novela de Rosé?
La vida en el campus (música electrónica, reguetones lisérgicos, drogas, golf y otras excentricidades de acicalados ejecutivos) se ve alterada por un grupo de vecinos que piden la restitución de los terrenos del bosque energético. Llegan los medios de comunicación locales y se produce el famoso toma y daca con los funcionarios estatales hasta que la situación alcanza el clímax: asesinan a la abogada defensora de los miramarenses. La televisión titula: “Allanamiento en el cyber campus de Miramar”. Dentro del complejo se sospecha que los espías chinos son quienes alimentan el desastre del proyecto. Se convoca a un especialista: el psiquiatra Carlos Veh que, a diferencia del ridículo fuellecito óptico que usaba en Blude Runner el cazador Deckard para detectar la falta de empatía en los androides, el argentino tiene un método infalible para descubrir a los infiltrados: la terapia de grupo. “Para curar el cuerpo la medicina dispone de exámenes complementarios que miden patrones objetivos y que nos permiten diagnosticar enfermedades, ¿cierto? Bien, ¿y si pudiéramos hacer lo mismo con la mente? De eso se trata el test. Voy a grabar las sesiones y después, usando un interfaz automático del discurso que yo mismo diseñé, voy a evaluar a los entrevistados. Al descomponer las oraciones en métricas objetivas y armar una proyección de los discursos grabados el programa va a desplegar el lenguaje en el espacio, como una escritura o un poema. Voy a poder ver con claridad quién o quiénes de los entrevistados están infiltrados entre nosotros”, explica el psiquiatra, con pipa en mano. Veh es un hallazgo de personaje en esta pequeña obra de 109 páginas.
Las investigaciones del psiquiatra generan pánico, delirios, ya nadie sabe dentro del bunker de Ewing quién es humano o androide. El mismo magnate pareciera enloquecer. Se ramifica la paranoia. La comunidad entra en eclosión. Surge el suicidio. “La idea había quedado en su cabeza después de leer en una red social un comentario en el que se insinuaba que él mismo también era un robot. El comentario en cuestión había acumulado cientos de millones de likes… ¿Qué pruebas tenía él de ser un androide? En cualquier caso, tenía en claro que no quería terminar amordazado en una mesa de disección”, se dice de un personaje que además de vaporizar cogollos hidropónicos, saltó desde una terraza hacia el vacío.
Si todo lo que ocurre en la historia forma parte de un mundo más o menos próximo, posible, ¿dónde está esa dislocación que reclamaba Dick para considerar a El resto sintético como una novela cercana a la ciencia ficción? La respuesta se encuentra en el lenguaje. Rosé parece haber optado (y acertado) por una escritura condensada, clínica, saludablemente incapacitada para detenerse en descripciones y transiciones. Y a todo esto se le suma una deliberada ausencia de ripios, provocando un efecto de velocidad propio de ciertas sustancias. Si bien todos los personajes parecen apenas esbozados, nunca pierden su “carne”, nunca terminan como meros artefactos de la historia, gracias esa la decisión de contar a través de un lenguaje mínimo, escénico, es decir, sintético. Ése es el resto, el plus que posee la casi teatral, casi comic, novela de Rosé.
En tiempos donde la preocupación narrativa está puesta en la novedad o la excentricidad (guionar más que narrar), el joven autor eligió la materia, el secreto de toda buena literatura.
Además, y sobre todo, la Argentina es de por sí un país de Ciencia Ficción, y lo único que la salva del desastre es su lenguaje.