Hay novelas, como bombas lanzadas con la precisión del cirujano, que abren un profundo agujero sobre los cimientos de los lectores, como si la intención fuera no dejar nada en pie para poder admirar la victoria de una ficción que triunfa de principio a fin. Que mantiene la cuerda tensa entre lo visible y lo invisible, entre lo transparente y lo más secreto. Ray Loriga –que nunca bajó los brazos, aunque algunos lo hayan dado por “muerto”— arroja un misil con Rendición, Premio Alfaguara de Novela 2017, una historia que dinamita el consenso y la perfección con la empecinada saña de quien prefiere el conflicto en vez de una felicidad impostada. “Desde que empezó la guerra, las sospechas han hecho más daño que las balas”, dice este narrador y protagonista sin nombre que tiene dos hijos combatientes. Junto a su esposa, cuida a un niño llamado Julio, que llegó herido, víctima de una guerra que se ha prolongado durante una década. Nadie sabe quién es el enemigo, cómo empezó todo ni por qué se lucha. La palabra traidor zumba en el aire como una sentencia de muerte, ya no hay ladrones a los que azuzar con la escopeta ni extranjero a quien colgar. Pronto deberán abandonar la casa para trasladarse a la ciudad transparente, un lugar donde nunca oscurece, nada huele, no se llora ni se suda y la intimidad no existe.

El escritor, guionista y director de cine habla como si golpeara suavemente las palabras con la punta de la lengua. No tiene apuro, pero sí ganas de salir unos minutos a fumar un cigarrillo. Hace veinticinco años publicó su primera novela, Lo peor de todo (1992), protagonizada por Elder, el joven desencantado que trabaja por horas en una hamburguesería y que narra diversos episodios de su vida anterior. Un año después llegó Héroes, guiño explícito al álbum homónimo de David Bowie, novela repleta de referencias a Bob Dylan, Iggy Pop, Lou Reed y el propio Bowie, entre otros. En la tapa del libro aparecía Loriga con el pelo largo, anillos en forma de calavera, tatuajes en los brazos y una cerveza en la mano. Desde entonces ha publicado muchas novelas y libros de cuentos: Días extraños, Caídos del cielo, Tokio ya no nos quiere, Trífero, El hombre que inventó Manhattan, Ya sólo habla de amor, Los oficiales y El destino de Cordelia y El bebedor de lágrimas, entre otros títulos. “En los ‘80, en el final de la movida, nos tirábamos a la calle con una especie de energía lúdica. Lo que nos pesaba más a los niños y a los hermanos mayores que habíamos vivido bajo (Francisco) Franco, era el aburrimiento, la tristeza, la grisura. Queríamos salir a la calle y emborracharnos, queríamos libertades sexuales y música; todo lo que se había negado a los adolescentes y jóvenes durante cuarenta años”, recuerda el escritor en la entrevista con PáginaI12.

–El lector de Rendición se pregunta todo el tiempo sobre lo que está pasando respecto de la guerra y eso es algo que nunca se va a saber. Hay muchos detalles, pero las razones de fondo están escamoteadas, ¿no?

–Si, porque no quiero que lo sepáis. La novela no trata de eso, en mi opinión. Lo único que quiero compartir con el lector es la experiencia humana que se vive en una situación de guerra. Desgraciadamente, todas las guerras son muy parecidas. No es un libro de denuncia política ni nada parecido, lo que me interesaba era la fábula de cómo podemos definir la identidad. Cuando me preguntan por el primer germen de la historia, antes que (George) Orwell y (Aldous) Huxley, entre otros nombres que se han citado, sería (Jonathan) Swift y Los viajes de Gulliver: quién soy, si es que tengo alguna identidad.

–¿Cómo explica el hecho de que situaciones como las guerras, el encierro o el terror se terminen naturalizando o volviéndose parte de cierta normalidad?

–El otro día estaba en un encuentro con libreros y uno de unos 80 años me dijo que en la Guerra, cuando eran niños, un tren fue bombardeado, descarriló y murieron 140 personas, cerca de su pueblo. “Estábamos ahí, los niños mirando, deberíamos tener entre 8 y 10 años, y empezamos a apostar cuántos muertos salían y cada uno dijo un número. Los íbamos contando, según los iban sacando. Yo había apostado 145, otro había apostado 140 y otro 130. Como yo era el que más había apostado, cuando llegó a 140, decía ‘uno más’, ‘uno más’... para ver si ganaba”, me dijo. Es una imagen brutal de hasta qué punto se puede normalizar la guerra. La guerra era lo que pasaba todos los días y se normaliza de una manera tan increíble que hasta se puede jugar con ella.

–¿Por qué en Rendición aparecen mencionados solo dos libros, la Biblia y La isla del tesoro?

–Como escritor occidental criado católico pero ahora mismo agnóstico –algunos encontraron la luz de la fe, otros no la vimos por ningún lado—, siempre me ha interesado la Biblia por su narrativa y porque está en el origen de todas nuestras escrituras. La Biblia es literatura; uno no puede concebir a (Herman) Melville o a (William) Faulkner sin la Biblia, por poner dos ejemplos de dos grandes escritores con un evidente peso de la narrativa bíblica. La Biblia es un libro de historias muy bien contadas, muy bien escritas y muy bien traducidas a muchos idiomas distintos. Habría que pensar quién escribió la Biblia que leemos. Normalmente, la más habitual es La Biblia del Oso, que es la que he leído más. Ahí el trabajo del supuesto traductor se convierte en literatura. La isla del tesoro fue uno de los primeros libros que leí de la gran literatura.

–Una cuestión que aparece en la novela es cómo la guerra cambia los roles y los hombres que no van a la guerra, como el protagonista de la novela, sienten que ya no pueden proteger a su familia. En cambio las mujeres, como insinúa Rendición, son más fuertes, ¿no?

–Ha pasado en muchas guerras que la retaguardia la llevan las mujeres. En el caso de la voz narradora protagonista que nos cuenta todo lo que sabemos, se queda en una situación un poco vergonzosa, o así lo siente él, de ser demasiado mayor para estar luchando al lado de sus hijos y realmente no tiene otra función que esperar a que lleguen. Además, como todo lo que sabe hacer es llevar la hacienda y prácticamente se ha acabado el ganado, no hay jornaleros porque están todos en la guerra y no se puede cultivar el campo, pues se queda sin funciones. He intentado escribir una fábula, como en un limbo: está la guerra, hay unos supuestos enemigos pero no se sabe bien qué bando es cuál. En cambio, la peripecia está contada con un estilo hiperrealista: lo que llevan, el avituallamiento que les queda, por dónde caminan, cuánto caminan, cuánto les queda de agua, el casco para hacer la sopa; todos esos detalles que me interesan. La razón por la que funciona es que mi idea era poner al lector en la posición de escuchar el sonido de su mente en tiempo real. El no cuenta la historia retroactivamente; a medida que va sucediendo va reflexionando lo poco que puede y reaccionando como puede. El no le está hablando al lector; se habla a sí mismo. El sabe su nombre, pero no se nombra a sí mismo. Sólo (Diego) Maradona habla de sí mismo en tercera persona, los demás haríamos el ridículo. Solo el Diego tiene esa venia (risas).

–La novela cuestiona la idea de bienestar. La ciudad transparente parece un lugar ideal y perfecto, pero a la vez pesadillesco. ¿Por qué la perfección resulta siniestra?

–Esa es la pregunta que me hago yo, pero no la puedo responder. La comparto con los lectores para saber si soy el único loco que siente que la perfección angustia de esa manera.

–Esa perfección es casi peor que la situación de guerra, ¿no?

–Sí, en la situación de guerra por lo menos estaba la emoción de la supervivencia, alguna habilidad que se pudiera ejercer: construir un parapeto para dormir, un techado, hacer algo... En ese mundo adonde le dan un trabajo cruelmente acorde con sus capacidades, él no encaja; está ajeno a su naturaleza y se siente un hombre desposeído de sus capacidades, de sus herramientas, tanto las físicas como las simbólicas. No tiene nada que hacer ni ninguna expectativa. Si todo esto es perfecto en una sociedad de consenso, donde todo el mundo parece estar de acuerdo, no parece haber conflicto. La crueldad de la situación es que en una sociedad de consenso la ecuación lógica es que la idea de lo común, de los muchos, vuelve inútil la idea de los pocos y de los unos. Y a mí esto no me encaja. Mi naturaleza no se adapta. Todo viene de aquello que decía Faulkner: “entre el dolor y la nada, prefiero el dolor”.

—”Uno tiene que saber cuándo su tiempo ya ha pasado”, se lee hacia el final de la novela. ¿El personaje se va volviendo anacrónico respecto de su presente?

–Sí, él se va dando cuenta de que es un estorbo del progreso, un sujeto anacrónico y obsoleto.

–¿Qué le interesa de este tipo de personajes obsoletos?

–Cuántos oficios se han ido quedando obsoletos, sobre todo en un tiempo en que los expertos hablan de la flexibilidad como nueva arma porque el mercado laboral es cambiante, porque la tecnología sustituye muchos oficios. De hecho, es un lastre no tener flexibilidad porque todo va moviéndose muy de prisa. No soy nostálgico ni pienso que cualquier tiempo pasado fue mejor, ni nada de eso. Me interesa el drama personal de los individuos que nos podemos ir quedando obsoletos.

–¿El escritor puede ser obsoleto?

–Yo no me puedo quejar, tengo 50 años y llevo 25 de carrera. A mí ya no me va a pillar, imagino. Para alguien que empiece ahora como empecé yo, a los 18 o 19 años, soñando con ser escritor, no sé qué mundo se va encontrar. Hombre, quiero pensar que esto de la literatura empezó a la par que la rueda. Puede variar el mecanismo de comunicación y el soporte, pero dudo mucho que podamos vivir en una sociedad sin narración. No nos entenderíamos a nosotros mismos ni podríamos comprender nada.

–Después de leer Rendición queda flotando una pregunta: ¿los hijos tienen que matar literariamente a los padres?

–Yo no tuve la sensación de que tenía que matar a nadie. Cuando participé del libro McOndo, que nos juntamos una serie de escritores de la misma generación –Alberto Fuguet y Rodrigo Fresán fueron mis primeros amigos en el mundo literario hispanoamericano—, se presentó como una suerte de parricidio de la generación del boom. Pero siempre tuve claro que yo no tenía ningún padre que matar. Crecí leyendo a (Julio) Cortázar, a Borges, a Onetti, a Felisberto Hernández... McOndo no estaba hecho contra ninguno de esos escritores, sino contra la obligación de escribir de una determinada manera, más de cara a los editores extranjeros, que para buscar traducciones buscaban tradiciones. Si no existía una serie de elementos que ellos consideraban parte del folklore literario hispanoamericano, no lo publicaban porque ellos consideraban que tenían que cubrir “una cuota exótica”. Contra eso, McOndo era una pequeña rebeldía.

–¿Con qué tradiciones de la literatura española se tuvo que enfrentar o medir para tener un poco de aire?

–No tenía la sensación de lucha, pero sí de independencia. Con 19 años, me puse a contar mis historias y aunque tuve buenas críticas, no me puedo quejar, había un sector que me acusaba de escritor “extranjerista” que sonaba como anglosajón, que tenía influencias de Salinger, como si eso fuese malo. Y yo decía que Salinger es El lazarillo de Tormes; al final es la vida de un niño que se gana la vida, que se la busca, una especie de pícaro contando su pequeña experiencia. Lo que pasa es que El lazarillo lo cuenta en su época y yo lo cuento en los ‘90. El trabaja para un hidalgo y el mío (en Lo peor de todo) trabaja en una hamburguesería.

“Se duda porque se piensa”, dice el narrador de Rendición. “Los días de antaño tampoco eran gran cosa, ni vivía la mejor de las vidas, pero entonces ni siquiera la guerra o el miedo me envenenaban como este bienestar permanente”, agrega el protagonista de la novela. “Mi abuelo paterno solía decir que en esta vida hay dos edades: ‘pantalones cortos’ y ‘pantalones largos’ –comenta Loriga—. Cuando le pregunté cuál era la diferencia, me dijo: ‘Con los largos ya no se llora’”.

–El problema es que después, en la edad de los pantalones largos, se llora igual...

–Pero te lo tragas... No es que me vaya de duro ni mucho menos. Por supuesto que estoy jodido como todos. Pero lo veo normal, no me produce extrañeza. Si por llorar dieran dinero, lloraríamos más.