“Soy la Comandante de mi vida”, dice Elida Baldomir pasada la octava década de su andar por esta tierra, tras recordar un sueño en el que el Che Guevara, solo en la sierra boliviana, la llama a su lado. Ex guerrillera tupamara, líder de una columna en la que salvo ella eran todos hombres, Élida conoció los rigores de la prisión clandestina, en el Uruguay de la dictadura. Incluida la tortura, a la que logró sobrevivir gracias, según dice, a una forma de locura, consistente en ausentarse mentalmente de lo que sucedía. Desde hace años Élida vive sola en un pequeño departamento de Montevideo, con la única compañía de una gata, una silla ortopédica, algunos libros y una empleada doméstica que cada tanto la regaña por la obstinación de su encierro. Élida parece haberse habituado a una vida de enclaustramientos.
La realizadora barilochense Laura Linares preparaba un documental sobre un geriátrico habitado por ex presos políticos uruguayos cuando dio con Élida, quien de entrada la zarandeó verbalmente. Allí, Linares cambió de proyecto, al comprender que ésa era la protagonista que quería para su documental. Una a la que ni los años, ni la tortura, ni la derrota ni la incapacidad física pudieron quebrar. Élida no reniega de nada de lo que hizo, por más que tenga que pasar 24 horas por día tirada en la cama. En cuanto a Linares, Marquetalia, que se estrena el próximo jueves en el cine Gaumont, es la segunda película en la que investiga la vida de gente que vive o vivió en la cárcel. La anterior, Dulce espera, tenía un título con doble sentido, en tanto narraba el embarazo avanzado de una chica que espera que su pareja salga de prisión, tras su segunda condena por robo, en una Bariloche que era la contracara de la de los viajes de egresados.
-¿Cómo conociste a Élida?
-La conocí varios años después de haber empezado esta investigación. En un principio la película giraba en torno al geriátrico San José, de Montevideo, una casa para ancianos que alojaba a hombres y mujeres que habían estado presos durante la última dictadura uruguaya por motivos políticos. Pero, de alguna manera, ver a aquellas personas, que una vez fueron jóvenes idealistas y que lo dieron todo por un proyecto colectivo, terminar sus días en un nuevo encierro, empezaba a sonar a una especie de metáfora de la derrota. Y definitivamente no era eso lo que quería contar. Entonces empecé a buscar historias anónimas fuera del geriátrico. Confirmé que estaba en el camino correcto cuando llegué a la casa de Élida por primera vez y me dijo, con cara de pocos amigos, “si lo que venís a buscar acá es el cuentito rosa, conmigo no cuentes”. De alguna forma Elida, su lucidez, su humor negro a pesar de todo y su terquedad daban vuelta la película y la convertían en una metáfora, ya no de la derrota, sino de la resistencia.
-Los planos iniciales de la película parecen anticipar que el retrato que hacés de Élida va a asumir una forma inevitablemente fragmentaria, lejos de toda pretensión de totalidad.
-Filmar la ausencia es el desafío al que me enfrentaba con Marquetalia. Ese pasado de gloria, de lucha, de cárcel, no vivía más que en marcas, recuerdos y rastros del presente. Y esas marcas son necesariamente fragmentos sueltos que se van encontrando aquí y allá, se cuelan en un suspiro, en un chiste ácido. Por otro lado, de qué otra forma se puede asir un relato con tantos planos temporales, ¿no? Finalmente, la vida de Elida es un continuo donde solo marcan el ritmo del día sus momentos de sueño que no necesariamente coinciden con la noche. Más bien todo lo contrario. Por eso tampoco hay en la película criterio de continuidad en un sentido formal, ni en la ropa, ni en la luz que entra por la ventana. Pablo Rabe, el montajista, me preguntaba “pero ¿te diste cuenta que de un corte a otro la empleada no tiene la misma ropa aun en la misma escena?”. Y no, no me daba cuenta. Había coherencia en la ausencia de continuidad en todos los aspectos posibles.
-Curiosamente ella parece aceptar más la cárcel y la tortura que el geriátrico, y tal vez hasta su propia casa. Incluso en algún punto la recuerda con nostalgia, por la idea de comunidad de presos.
-Yo creo que en definitiva todo tiene que ver con el sentido que le damos a la vida. La lucha armada y su objetivo tenían un sentido poderosísimo, así como también sus posibles consecuencias, como la cárcel, la tortura y la incertidumbre de la muerte, un riesgo permanente. Es interesante como ella dice “no le teníamos miedo a morir”. Pero ¿qué cambió entre aquella cercanía cotidiana con la muerte, y ésta? El sentido. Hoy no lo tiene. Por otro lado, ese sentido era compartido, en tanto la lucha y el encierro se transitaban codo a codo con compañeras y compañeros. “La tristeza compartida es menos tristeza”, dicen. El tema es cuando ese sentido compartido se pierde. ¿Qué queda? El olvido y la soledad. Para ella, el geriátrico es impensable, porque aun encerrada en su departamento, sola, Elida siente que guarda cierta dignidad, libertad y autonomía. Recién hoy estoy entendiendo algo que me dijo cuando la entrevisté por primera vez: “los años en prisión fueron los más felices de mi vida”.
-Élida es “La Comandante” de su vida, con todo lo que eso implica. La falta de piedad consigo misma, por ejemplo, cuando dice, sin permitirse ninguna nostalgia, “Yo nunca le hice estos mimos a Marta”. O cuando cuenta que decidió dejar a su hija con el padre, sabiendo que estar a su lado podía ser comprometedor.
-De hecho yo creo que es lo contrario. Esas reflexiones donde de alguna forma habla de una maternidad trunca funcionan como una especie de expiación, como un testimonio final, expresan un dolor irrecuperable y creo que algo de culpa por lo perdido. Pienso que esa es la gran diferencia entre su pasado de guerrillera implacable y su presente. Finalmente pudo ser más piadosa consigo misma. Si bien sigue siendo La Comandante y no se arrepiente de nada, hoy puede cuestionar algunas cosas del pasado.
-Es tan dura consigo misma que reprende a su propio cuerpo, “por haberla traicionado”.
-Si, está enojada con el deterioro de su cuerpo, con la vejez. Creo yo porque el contraste con su lucidez es grande y sabe que el tiempo no le alcanzó. Y ahora, dar batalla es imposible. Creo que siempre sus ideales y su valentía estuvieron por delante de su capacidad física, y arrastraron su cuerpo a situaciones límite. Hoy, a pesar de su dureza, Elida puede cuestionar aquella disciplina férrea de entonces. Una vez, reflexionando sobre esto, me contó que la devolvieron a la celda en pésimas condiciones después de días de maltrato y abusos, y su compañera al recibirla solo le preguntó “¿cómo te portaste?”. Ahora ella hace una lectura crítica de esa respuesta. Se pregunta cómo entonces era más importante el guardar silencio que la contención afectiva.
-Élida no reniega de nada, es una irreductible.
-En términos generales, sí. La soledad y el tiempo la han hecho más reflexiva y eso enriquece su mirada actual. No reniega de sus ideales, ni de la lucha armada, asegura que volvería a hacer lo mismo, y está orgullosa de algunas “acciones de guerra”, como ella las llama. Pero sí reniega de la vejez. Por otro lado, creo que Elida solo podría ser juzgada por sí misma. Y ni lo intenta. Ella no se permite dimitir, ni aun hoy. Casi sin armas ni fuerzas, resiste. En ese sentido sí, es irreductible.