“Hoy, que están de moda las retrospectivas, quizás el público reciba bien estos recuerdos de la más antigua entre las directoras de cine. No tengo la pretensión de hacer una obra literaria: sólo deseo entretener, interesar al lector con anécdotas y recuerdos personales sobre el cine, su gran amigo, que ayudé a traer al mundo”. Varias décadas después de haber mirado por última vez a través del lente de una cámara, Alice Guy escribe sobre su propio pasado, que es también el pasado del cine. Su nombre había sido completamente olvidado, como así también sus películas. Algo cambió a mediados de los años 50, cuando durante una conferencia que homenajeaba su figura –dictada por uno de los descendientes de León Gaumont, pionero en la producción del cine francés– se afirmó que su nombre había sido injustamente relegado al olvido. A partir de ese momento, los libros dedicados a la historia del cine comenzaron a enmendarse tibiamente, y el apellido Guy –muchas veces unido al Blaché de su marido– apareció reflejado en las páginas, aunque no en su justa medida, apenas como una nota a pie de página. Es muy probable que ese reconocimiento tardío fuera el que empujó a la cineasta retirada a imaginar un libro de memorias, un racconto de la relación íntima con las imágenes en movimiento durante las primeras décadas de su existencia. Nueva paradoja, el volumen Alice Guy: Autobiographie d'une pionnière du cinéma (1873-1968) fue publicado en Francia de forma póstuma, en 1976, siete años después de su muerte. Es ese mismo libro, prologado por la realizadora, docente e investigadora chilena Tiziana Panizza, el que acaba de ser lanzado por primera vez en el mercado editorial de habla hispana, con el sencillo título Alice Guy, gracias a los esfuerzos de la editorial Banda Propia desde el otro lado de la cordillera. Un retrato en primera persona que describe un momento en la historia del “séptimo arte” –como lo definió alguna vez, no del todo acertadamente, el crítico Ricciotto Canudo– donde todo estaba aún por inventarse; una instancia en la cual la experimentación formal no había sido vencida por las fuerzas del impulso narrativo que se convertiría en el estándar del medio, tiempo antes de que el cine adaptara el grueso de su producción a las normas importadas del teatro y la literatura; una era en la cual las mujeres podían ponerse a dar órdenes detrás de las cámaras porque ese rol aún no había sido dominado y secuestrado por los hombres. La historia que cuenta Alice Guy es su propia historia pero es también la de otras personas, mujeres y hombres, que día a día se levantaban para gestar y parir imágenes, que luego serían proyectadas sobre una tela blanca, mucho tiempo antes de que el concepto “sala de cine” hubiera sido pensado siquiera. La historia de alguien que, en palabras de Panizza, filmaba “sin referencias” en “el momento más alucinado del cine”.

Cosas de otras épocas, cuando viajar distancias largas implicaba tomar un barco y esperar semanas e incluso meses, combatiendo los mareos de altamar, hasta arribar a destino. Alice Guy nació en 1873 en Saint-Mandé, Francia, la más pequeña de cinco hermanos y hermanas. Luego del nacimiento, sus padres regresaron casi de inmediato a Santiago de Chile, primero, y a Valparaíso después, ciudades donde la familia Guy manejaba una pequeña cadena de librerías fundada más de dos décadas antes. Luego de permanecer en Suiza al cuidado de su abuela durante tres años, Alice volverá al seno de la familia y se instalará en Chile hasta cumplir los seis, momento en el que regresará a la tierra natal. A pesar de la escasa edad, poco menos de cuatro años –ese momento de la vida en el cual los recuerdos recién comienzan a forjarse­–, Guy afirma en el comienzo de las memorias que las imágenes de ese primer viaje transatlántico quedaron grabadas en sus retinas para siempre. Escribe: “Cuando bordeamos la Patagonia, recuerdo que subió al puente un fueguino semidesnudo, pero con un sombrero de copa plegable. Al ingresar en el estrecho de Magallanes comenzó la fantasía. El barco avanzaba de manera lenta y prudente entre dos muros de hielo. El sol hacía brotar de cada grieta destellos tornasolados, y mi imaginación infantil poblaba cada caverna, cada cascada petrificada, con hadas y animales extraños. Estaba convencida de haber visto osos blancos que venían de noche al claro de luna a observar nuestro paso. Mi madre me repitió que no había ningún oso, ningún hada. Hasta hoy no estoy segura: los he visto tantas veces en sueños…”. Panizza elige ese párrafo para reflexionar sobre la cualidad fantasiosa, fantasmagórica, del cine de ayer y hoy, y escribe que “para hacer una película hay que imaginarla primero. Verla pasar en la cabeza: las ideas son imágenes en el idioma del encuadre y la toma. Para imaginar es necesario darle rienda a las visiones que aparecen incluso con los ojos abiertos. No sé si hay personas que imaginan más fácilmente que otras. Quizás tiene relación con la capacidad de ver. De ver de verdad. Una mirada concentrada, espesa, mirar con extrañeza, disolverse en una imagen, pensar mirando. Pensar y ver, como una misma cosa. Una niña que mira un paisaje del fin del mundo e imagina osos y hadas, por ejemplo”. Casualmente (¿o no?), la primera película dirigida por Alice Guy en 1896 para los recién creados estudios Gaumont, apenas unos meses después de la primera proyección pública de los hermanos Louis y August Lumière, llevó por título El hada de los repollos. Un típico film de esa era, de aproximadamente un minuto de duración e integrado por un único plano, rodado frente a una escenografía de raigambre teatral, en el cual una actriz representa frente a cámara la simulación de un eufemismo: los bebes nacen de un repollo. En palabras de Guy, “una tela ilustrada por un pintor de abanicos (y hombre fantasioso) del barrio, un decorado impreciso, hileras de repollos recortados por carpinteros, vestuarios arrendados por aquí y allá, cerca de la Puerta Saint-Martin. Los artistas eran mis camaradas, un bebé escandaloso y una madre preocupada que se metía todo el tiempo dentro del cuadro. Así vio la luz mi primera película, El hada de los repollos. Hoy es un clásico, y el negativo es conservado por la Cinemateca Francesa”.

UNA MUJER ES UNA MUJER (CINEASTA)

“Las editoras de Banda Propia crearon esta colección de libros que relevan documentos escritos por mujeres que han sido invisibilizadas en algún momento de la historia”. Tiziana Panizza, directora de largometrajes como 74 metros cuadrados y Tierra en movimiento, entre otros, docente y programadora en el Festival de Valdivia, además de integrante del colectivo Ceis8, que trabaja alrededor de la experimentación en formatos fílmicos, recuerda que se contactaron para pedirle la escritura del prólogo aclarándole que, en todos los casos dentro de la colección, el concepto era que cada texto introductorio fuera firmado por mujeres que pertenecieran al mismo ámbito de acción que las autoras publicadas. “Les interesaba que no fuera algo académico, sino un puente entre el lector y el texto. Esa idea me gustó mucho y creo que acepté por esa razón. Les aclaré que no era experta en el cine silente, pero eso las entusiasmó más, lo cual me hizo confiar en el proyecto. La idea era hacer algo a partir del oficio del cine y no desde un punto de vista historicista”. Panizza aclara que el proyecto le permitió aprender un poco más acerca del período mudo y sobre Alice Guy en particular. “Una cuestión muy interesante que intenté abordar tiene que ver con la incorporación de la mujer en el mundo laboral en aquellos tiempos, en particular en la incipiente industria del cine. La gran sorpresa en este último caso es que las mujeres estaban muy ocupadas haciendo cine, pero luego fueron sacadas de ese lugar, de esas labores: la dirección, el guion. Lo que confirman las cifras reunidas por muchos investigadores es que la situación comienza a cambiar cuando las películas pasaron de ser una pequeña artesanía artística –cuando las salas de cine no existían y las películas se exhibían en teatros, ferias ambulantes y otros sitios similares– a transformarse en un gran negocio. Las películas se hicieron más largas y caras, se construyeron las salas y el público creció. Y allí aparece el dinero, que trajo consigo las inversiones. Cuando Alice filmaba películas para la productora Solax, creada por ella y su esposo Herbert Blaché, Hollywood todavía no existía y el centro del cine en los EE.UU. estaba ubicado en Fort Lee, Nueva Jersey, y en Nueva York. Cuando los grandes capitales de Wall Street ingresan en la industria cambia una idea corriente hasta ese momento: el director estaba en todos lados, en el guion, en la puesta en escena, como productor. Todos esos roles comienzan a especializarse y las películas se cocinan entre muchas personas, hasta que finalmente bajan a un director, que ejecuta. La industria como división de roles. En ese esquema, darle demasiado poder de decisión a una mujer, dada la cantidad de dinero invertido, era demasiado. Y así fue como la cifra de mujeres dirigiendo comenzó a disminuir a partir de 1918, 1919”.

De secretaria a cineasta. En 1894, Alice Guy comenzó a responder cartas y atender cuestiones relacionadas con la venta de artículos en la Compañía General de Fotografía, disuelta pocos meses después de su ingreso. Su delegado, León Gaumont, decidió seguir adelante con el negocio y formó la Sociedad Comanditaria León Gaumont y Cía, con Guy como nueva mano derecha en cuestiones administrativas. Fue el 22 de marzo de 1895 el día en el que ambos asistieron en París a la primera proyección del Cinematógrafo, el aparato patentado por los hermanos Lumière, durante una demostración en la Sociedad de Estímulo de la Industria Nacional, nueve meses antes de la más famosa función pública y comercial del 28 de diciembre. “Cuando llegamos”, escribe Guy, “había una tela blanca extendida sobre uno de los muros de la sala; en el otro extremo, uno de los hermanos Lumière manipulaba un aparato parecido a una linterna mágica. Quedamos a oscuras y vimos aparecer, en esa pantalla improvisada, la fábrica Lumière. Las puertas se abrieron, el flujo de obreros salió, gesticulando, riendo, yendo hacia algún restaurante o a su hogar. Y luego aparecieron una tras otra las películas hoy clásicas: el tren que llega a la estación, el regador regado, etcétera. Simplemente, habíamos asistido al nacimiento del cine”. No podía imaginar la joven Alice, en ese momento de apenas veintiún años, que poco tiempo después comenzaría su carrera como directora de cine, realizando cientos de películas entre 1896 y 1907 para la cada vez más importante compañía Gaumont, cuyo poder en Francia y el resto del mundo solo podía compararse a la de su mayor rival, los estudios Pathé. Guy dirigió toda clase de títulos: cómicos y dramáticos, realistas o llenos de efectos especiales, de persecución y de magia, a la manera de Méliès, históricos e incluso bíblicos. La Vie du Christ, estrenada en 1906, es una de las primeras reconstrucciones de la vida de Jesús en el cine, y con sus 30 minutos de duración fue la película más extensa estrenada hasta ese momento. Para cuando la activa realizadora decidió casarse e instalarse junto a su marido, asimismo empleado de Gaumont, en los Estados Unidos –no sin antes dejar en su reemplazo al futuro cineasta estrella de la compañía, Louis Feuillade, futuro responsable de los populares seriales Les vampires y Judex– sólo podía suponer que esa etapa de su vida estaba terminada. No podía estar más equivocada.

MUESTRA DE CINE EN HOMENAJE A ALICE  GUY, CON SU IMAGEN EN CARTEL

EL CINE DEL ORIGEN

Hace unos cuatro o cinco años, el nombre de Alice Guy comenzó a circular en notas periodísticas, en su mayoría superficiales, replicadas a su vez en redes sociales. Ironía mayúscula, muchos de esos posteos que hablaban de “la directora de cine olvidada por la historia” estaban ilustrados con una imagen errónea: la de actriz estadounidense Mary Pickford, estrella del cine durante las décadas de 1910 y 1920, cofundadora en 1919 de United Artists junto a David W. Griffith, Charles Chaplin y Douglas Fairbanks, donde se la ve posando junto a una cámara de cine, en un típico retrato de pose publicitaria. La búsqueda en Internet de una fotografía de Guy derivaba entonces en un error garrafal, repetido por algunos medios de comunicación con editores poco atentos. Panizza escribe en su prólogo que, “su nombre en Google está en cientos de titulares que repiten: olvidada, omitida, pionera, desaparecida, excluida, perdida; pero la información es casi siempre la misma y sólo se encuentran unas pocas películas en línea. Tal vez hay que sospechar de ese hashtag, de la etiqueta en la forma de un título que busca un click o un like”.

¿Cómo comenzar a conocer a Alice Guy dejando de lado esas etiquetas, la descripción básica y frívola?

-Es algo complejo. Porque eso de “una cineasta invisibilizada” y nada más es simplemente un título que pega y listo. El problema es que no hay tanta información disponible y el acceso a gran parte de su filmografía, sobre todo la realizada en los Estados Unidos en los años 10 del siglo pasado, es de muy difícil acceso. Y en la mayoría de las escuelas de cine la primera etapa, que sigue llamándose primitiva, se reduce básicamente a los Lumière, a Georges Méliès, a Edison. Y ya está. La publicación de estas memorias es importante, porque creo que ella las escribió en un momento en el cual sintió que debía reivindicar su trabajo. Lo cual no es algo menor, porque no es lo mismo escribir cuando estás abocado a tu trabajo que hacerlo cuando ha pasado cierto tiempo y notas que la historia no te reconoce y tus películas están perdidas. Y ahí hay algo que me interesa mucho, que es que ella intentó seguir en el cine, pero no pudo. No es que colgó los guantes. Luego de separarse, es el marido quien se queda haciendo las películas y ella, como mujer sola, se vuelve a Francia y se dedica a los hijos. Pero intentó regresar al cine, sólo que no lo logró. Décadas después, fueron las mujeres académicas de la Universidad de Columbia quienes la invitaron a dar charlas y la impulsaron a hacer propio el reconocimiento de su obra. Es en ese contexto que escribe las memorias, en los años 60, teniendo además en cuenta todo el camino que ha hecho el cine hasta entonces. Escribe también reivindicando la cinematografía del origen, que puede ser precario pero que se ve hermoso, como afirma ella misma, y tratando de no olvidar nada: las personas que conoció, los lugares donde viajó, qué cosas hizo, los detalles de producción. Y el hecho central de tomar riesgos todo el tiempo, experimentar. Se fue a los Estados Unidos, vio que a la gente de allí le gustaban los westerns y se puso a hacer westerns. Nunca se quedó en un mismo lugar creativo. Embarazada, con un hijo, con dos hijos, sin tener en cuenta lo que las mujeres de su edad debían hacer o dejar de hacer según las normas de la época”.

Hiperactiva nuevamente a partir de 1910, luego de la fundación de Solax, Alice Guy-Blaché, como comienza a ser llamada, reanuda la realización de películas que se había detenido luego de su viaje a los Estados Unidos en 1907. A lo largo de toda esa década, Solax produciría una gran cantidad de títulos de todos los géneros imaginables. En ciertos casos, el interés por investigar previamente algunos de los temas tratados por los guiones llevó a Guy a visitar lugares y ámbitos poco conocidos en profundidad por el público. “La actividad de cineasta no siempre es alegre. La preocupación por la verdad obliga a documentarse en fuentes a veces trágicas. Fue así que, para representar una escena de fumadores de opio, visité el barrio chino. Me acompañaban dos detectives, porque el público no era admitido en cualquier lugar. No era nada alegre, se los aseguro. En literas superpuestas, unos pobres seres exánimes, hombres y mujeres, esperaban ansiosamente la pipa que les preparaba un criado chino. (…) En una de las islas de East River, visité un manicomio. Vimos a las mujeres durante el paseo, triste espectáculo, poco edificante. (…) Asistí a una sesión del Tribunal de Medianoche, del que salí llorando. Juzgaban a una niña de catorce años, atrapada en flagrante delito de ofrecimientos sexuales en la vía pública. (…) En un pasillo de Sing Sing vi a unos cincuenta prisioneros conducidos por guardias armados hacia el refectorio. Iban rapados, con el traje a rayas de los condenados y una bolsa de pan bajo el brazo. Me miraron de manera insistente y dura. Luego visité las celdas de los condenados a muerte. Había unos quince, encerrados en estrechos cubículos enrejados, sumidos en la oscuridad y el silencio”. Panizza considera que en ese momento de su carrera, Guy era una artista en su madurez, siempre atenta a las posibilidades creativas de la puesta en escena, incorporando cosas, experimentando. “Ella era también la autora de los guiones, en su mayoría originales. Y estaba siempre abierta a lo que la rodeaba. Por eso fue a visitar y conocer un psiquiátrico o a encontrarse con niños abandonados en un hospicio. Ella era consciente de que no podía escribir un guion para un film de ficción si no había un contacto con lo real, con lo que la rodeaba. Todo eso lo transmite Alice en su libro. También deja algunas cosas abiertas, pero si uno se interesa puede estirar el hilo y descifrarlas. Hay muchas hebras, por llamarlas de alguna manera, sobre lo que ella pensaba de la educación o las cuestiones políticas”. 

En 1964, Alice Guy sufre un accidente cerebrovascular que comienza a horadar su salud, que recibiría un nuevo golpe con la aparición de una temida enfermedad degenerativa. Pero para cuando la mente comenzó a fallar, las memorias ya estaban escritas. En palabras de Panizza, la gran cineasta “entra en la borrachera dulce del Alzheimer como en un sueño tranquilo y lentamente deja ir cada uno de sus recuerdos. Los últimos fotogramas pasan por la ventanilla del proyector y se desprende la película. Ahora sólo queda la luz blanca de la bobina que late sin imagen. Vacío, luz pura, sin forma”. Pero no se trata, de ninguna manera, de EL FIN. Porque el libro existe. Y porque esa es también la magia del cine, gran receptáculo y reflector de memorias personales y colectivas.

 

>Un fragmento de las memorias de Alice Guy

Detrás de la pantalla

No me daría ningún gusto, creo, volver a ver alguna de mis primeras películas. Mis lectores, si los hay, deben darse cuenta de las condiciones en que trabajábamos. Los aparatos iniciales, con sus recámaras exteriores mal ajustadas. Los modos de ensayo de la película aún imprecisos. Los trípodes, que se usaban en la fotografía común, se enterraban en la tierra blanda de nuestro jardín y no aseguraban una gran estabilidad. Sólo disponíamos de un lente. La tracción de la cinta se hacía gracias a una manivela exterior que funcionaba a mano. El marco, forrado de terciopelo, retenía polvos que rayaban la emulsión. (…) Las empresas de la competencia, que aparecieron rápidamente, se apropiaban de nuestros descubrimientos apenas los realizábamos. Zecca, el único colaborador que se quedó alrededor de dos semanas conmigo antes de unirse a Pathé, filmó Las fechorías de una cabeza de ternera (película que me fue equivocadamente atribuida luego). Es interesante porque ilustraba el método de las detenciones de la imagen, durante las cuales se desplazaba el objeto, como en La momia. Me contó que antes de venir a vernos vendía jabones puerta a puerta y los mojaba para que fueran más pesados. Durante la proyección de las películas en la rue Saint-Roch, las reacciones de ciertos clientes eran divertidas. Vi algunos que, sospechando algún tipo de engaño, pasaban detrás de la pantalla para verificar si no había un cómplice imitando la escena. (…) El público que hoy disfruta de nuestras primeras producciones, los directores que aprovechan los avances basados en nuestros esfuerzos e investigaciones, no se dan cuenta de las dificultades que debimos afrontar. Nuestras pequeñas películas de diecisiete metros, luego de veinticinco metros, eran reveladas, fijadas y secadas a mano, y luego enrolladas en marcos de madera. Para transportar estos marcos, se usaban unos tanques verticales con baños de hidroquinona, metol, etcétera. Un empleado debía agitar constantemente el contenido para evitar que, al depositarse, las sales creasen zonas irregulares de luminosidad. Si el baño era demasiado caliente, la película terminaba acribillada de pequeños hoyos. Muchas veces se despegaba del soporte como una cáscara de cebolla y arruinaba el trabajo de un día completo. Había que ser paciente y empezar de nuevo con perseverancia. Pero el espíritu de equipo era bueno y, como dije, hacíamos todo esto alegremente. Muchas de nuestras películas eran coloreadas. La tarea recaía en dos obreras instaladas en unas mesas como las que hoy se usan para el montaje, con una lupa de relojero en el ojo, pinceles finos y colores transparentes, qué pintaban esas imágenes minúsculas con personajes liliputienses. Hay que imaginar el cuidado y la paciencia necesaria para ese trabajo, sobre todo si se piensa en la amplificación posterior de las imágenes durante la proyección. Después de este procedimiento, vino el recorte de tres bandas, plantillas para el coloreado en máquina. El recorte se hacía con una pluma afilada, el stédik, y requería el mismo cuidado, la misma ligereza de mano que el sistema anterior. Lamento no recordar el nombre de estas obreras. Ciertamente, merecen ser citadas entre los colaboradores de los inicios.