Un hombre está solo
Un hombre que está solo, una escena. Como sólo puede estar un hombre que está con él mismo. Que gasta más en farmacia que en copas. Que ya no juega. Borrado que no corre o que se ha empleado lo suficiente, y hasta forzado en vano su tren de carrera con algo de tiempo y pista favorable, en la jerga del viejo Lats Reason.
Un hombre así, tiene una ciudad que le hace de medio y de intercambio. Bien podría considerarse que la ciudad lo ha dejado huérfano, como se lee en un poema de Sebastián Riestra, el mismo que ha captado la atención del hombre, ojeando en el quiosco la página final de la revista.
Al hombre de la narración –narración esquema– es necesario colocarlo entre andamios, metafóricamente, con la estructura a la vista. Se ha bebido un whisky que le trajo un muchacho vestido con un mono color naranja; está sentado a una mesa rectangular de madera preparada para un encuentro que no lo abarca o lo hace demasiado, en una hora en la que los jóvenes comienzan a llegar para compartir cervezas y pantallas. Le hacen saber con miradas inquietas que la mesa le viene grande, delicadamente, porque el hombre conserva el porte, la talla, la disposición al problema.
Después de todo este hombre entiende que aquellas miradas se dirigen al sentido de su ubicación, y acepta la condición de intruso que se vislumbra en su contingencia. Entonces se levanta y camina. La calle, que alguna vez le fuera indiferente, convoca su atención; la noche que hubo de ser ganada para sí, ahora es larga, puntuada por un sueño que se interrumpe y prosigue, intervalos llenos de fantasmas.
El hombre puede presentarse desconcertado
Y no quiere caer en la nostalgia. A pesar de que esta noche, al regresar a su casa, enganchó la videocasetera al televisor 20 pulgadas (el otro, el aparato inteligente que compró hace tiempo, sigue en la caja) y busca una película de la pila de VHS. Vaya a saber por qué razón del gusto elige: Laura, de Otto Preminger.
La mujer de ese filme –nada más y nada menos que Gene Tierney– es una estatua o símbolo aumentado de aquella otra que Vera Caspary, la escritora, imaginó para hablar de la mujer de sus días. Hollywood se apropió rápidamente del libro y quedó para siempre la película. Con otro mensaje, menos moderno, podría decirse. Pero el hombre admira la belleza de la Tierney y de su personaje, de la que todos allí están enamorados –en especial el detective McPherson, un imperturbable Dana Andrews– porque es la mujer ideal, una fantasía con la que la mujer real deberá competir.
“La película es un poema de amor dedicado a Gene Tierney” lee el hombre en la caja del VHS.
El hombre del relato
Se ha bajado la aplicación WhatsApp y pone un cuidado excesivo en tocar cualquier cosa que no debiera, porque no entiende mucho de eso. Puede ser que espere algún mensaje, y que esa necesidad que lo amiga provisoriamente con la tecnología, sea muy poderosa. Aunque el hombre está solo –lo sabemos– y eso incluye la ausencia de parientes.
Nadie parece esperarlo. Siempre es temprano para él, igual que en un tango.
Al hombre que el narrador entrevé
Le gusta la poesía. Escribe poemas en una máquina Olivetti. Le van saliendo uno tras otro, en un estro romántico, un poco anacrónico. Por lo menos a juicio del narrador, que los lectores deberán percibir y aceptar, ya que el hombre escribe solamente para él y esos poemas no serán leídos nunca.
El hombre produce un ruido antiguo de teclas sobre las hojas de papel a las que impregna de tinta fragante. La tipografía, la disposición, evoca ediciones viejas. Por caso, la Obra Poética de Jorge Luis Borges en la edición de Emecé, de 1964.
En la contraseña de los nombres, en el juego de los referentes, en la astilla de realidad que hiere un verso, acaso un verso que le ha salido bien, en el diálogo con otros textos, el hombre dibuja un gesto contra el mundo y, quizá también, contra su cronología personal.
Este hombre que el narrador mira
Como un espía, es un actor de un teatro modesto. Una obra que rige un solo acto en la que el tiempo parece suspendido; es un hombre de otro mundo, pero no se ha perdido de éste todavía. Tiene una azalea que respira en el balcón y conoce cómo van las cosas que ha puesto en suspenso. No le importa el ruido de la noche ni los gritos, ni la música de los altoparlantes que hacen retumbar las paredes de la casa, retemblar el cristal de la ventana.
Como el sueño se le niega, suele esperar despierto el comienzo del día. Las noticias le resbalan, muestra indiferencia hasta por el humo que invadió la ciudad y ofrece lágrimas y quejas y –créase o no– algunos textos que salen de la bronca colectiva.
La queja no es el fuerte de este hombre.
El hombre que el narrador ha manipulado
Tiene rituales fijos, horarios que le marca el tiempo inútil. Recorre librerías, funciones de cine no comercial para estar solo, museos. Ocasionalmente se ve con algún amigo, siempre y cuando conserven anécdotas comunes y recuerdos similares.
El hombre, frente a la taza de café, frente a su amigo, piensa que sería necesario darle a leer sus poemas antes de que la memoria se extravíe por completo o, lo que es peor, que lo devore a él por entero. Sin embargo, desiste. Regresa a su casa, echa un poco de agua en la maceta. (¿Guardará o romperá los papeles que contienen los poemas?).
El hombre se pondrá un pijama y se quedará quieto, mirando el teléfono, la aplicación abierta en uno de los pocos contactos que ha cargado, esperando que bajo el nombre de la mujer se ilumine esa palabrita milagrosa, intermitente. Un gerundio, más que un presente continuo.