“Me pregunto si no escribo todo esto sobre mi padre porque no puedo decírselo frente a frente. Si no es mi manera de decírselo. Mi esperanza de que piense en estas cosas y todavía quede tiempo para cambiar algo. Que antes de separarnos definitivamente haya una mirada o un gesto indicando que nos quisimos”. Jorge Accame ubicó estas líneas casi al comienzo de Contrafrente, una novela que cuenta una historia, apunta, que empezó a escribir hacia 1991. “Aunque en realidad es una historia que me atraviesa desde siempre, y por eso ha sido un trabajo de tan largo aliento”, dice Accame al otro lado del teléfono y eso es barrio Los Perales, en San Salvador de Jujuy, la ciudad en la que vive desde 1982. “Pienso: esta es una historia más entre un padre y un hijo –escribió–. Como la de Paul Auster, como la de Albert Camus, o la de Chang, mi amigo de Taipei, quien me cuenta que trabaja en la novela de su padre: ‘Me parece que lo ofendo con cada palabra que escribo’”. Piensa, el narrador, que también es una historia más, “una historia escrita entre todas las historias de padres e hijos que jamás serán contadas”. 

Todo esto, estas cosas: Adolfo, el hijo, el narrador, va desgranando escenas de las rutinas y lógicas familiares, del deber ser que impone el padre, con exigencias para que el pibe sea uno de los cinco mejores en cada curso, o que vaya a misa, o que cumpla horarios. El padre es médico y discute con los maestros sus métodos de enseñanza, y evalúa el premio para su hijo por cada buena nota, y cuando llega a la conclusión de que el colegio no tiene un nivel suficiente lo cambia a otro regenteado por curas. El padre es un hombre rígido, riguroso, cultor de la perfección, cuyo mundo un día se vio alterado de raíz, para siempre: “Mi hermana Virginia tuvo su primera convulsión epiléptica cundo cumplió el año y dos meses –sitúa el narrador–. A partir de entonces su cuerpo y su mente se hicieron pedazos. Yo tenía siete años”. Se dislocó también la vida familiar. “Me pegó sólo un par de veces en su vida, pero con demasiada violencia, una violencia furiosa que excedía el castigo –recuerda el hijo–. Una noche, cuando tenía doce años, volví de un recital más tarde de lo previsto. A la mañana siguiente se enteró por alguien. Me despertó, me llevó a empujones hasta una de las habitaciones y cerró la puerta. Yo no comprendía bien qué estaba sucediendo ni por qué estaba tan enojado. Me golpeaba en la cara y me volvía a golpear. Así estuvo como media hora, gritándome y pegándome. Subrayaba cada golpe con alguna frase: ‘¡A mí me vas a obedecer!’, o ‘¡Qué carajo te has pensado que soy yo!’ Pero yo entendía: ‘¡Por qué tengo una hija enferma!’ ¡Por qué el mundo no funciona como debería funcionar!’”

Una historia que me atraviesa desde siempre, dice Accame: “Hace mucho tiempo encontré un libro con la genealogía de mi familia, un casato, que sería algo así como estirpe, o casa. Me atrajo mucho, más que nada por las posibilidades de elaborar con eso una ficción, una metáfora que pudiera compartirse con otras personas. Una de las versiones del origen de la familia habla de un miembro que todavía no tenía nombre y que fue a las Cruzadas. Y volvió de las Cruzadas con una mujer, hija de un hacan, una especie de sabio o doctor entre los judíos; también se designaba así a un occidental que se había ido a vivir a Oriente, a esa zona. La cuestión es que este hombre vuelve con esa mujer y es justo la época en que se forman los apellidos, en el Medioevo. Y los hermanos, que estaban establecidos en la misma zona en Génova, en Pietra Ligure, en San Pier d’Arena, le empiezan a decir ‘el que está casado con la mujer hacan’. Hacan después incorpora una terminación latina, más tarde un plural italiano, y por último resulta Accame. Y es una versión que me parece interesante, porque trata de un inicio del apellido posiblemente violento, gestado en las Cruzadas, y de una mujer que le da el nombre a una estirpe. Digamos, eran dos ingredientes nada despreciables para encarar una ficción. Pero bueno, como busqué alejar al libro de lo autorreferencial, me tomé el trabajo de buscar en el diccionario una palabra que existiera y tuviera un origen equivalente a hacan, y encontré káber, que también es una dignidad entre los judíos. Y entonces establecí la equivalencia que llevó a que el apellido fuera Cáberi, el que uso en la novela”.

La historia del apellido insume apenas uno de los casi cuarenta capítulos de la novela, pero es un signo: un apellido familiar que se abre paso a lo largo de las geografías y del tiempo, desde las Cruzadas en la Edad Media a los crímenes de la dictadura, por caso.

Una misma sangre

  Accame nació en la ciudad de Buenos Aires el 6 de noviembre de 1956 y se crió en los alrededores de lo que es hoy Alto Palermo. De adolescente hizo una serie de viajes con sus padres por distintas provincias y en los años siguientes le dio continuidad a la cosa como mochilero, unas veces solo, otras con amigos. Ya por entonces empezó a madurar la idea de instalarse en algún margen, lejos de Capital: “Incidió la idea de no vivir en una ciudad demasiado grande, en la que mientras trabajara me consumiera demasiado tiempo en viajes –dice–. Pero me parece que lo que más me interesaba fue ver el país desde otra perspectiva”. Averiguó por algún trabajo para establecerse en algunas casas de provincia sureñas, Neuquén, Chubut, Río Negro, y también en Jujuy: hacia 1982 allí pintó una chance. “Es una zona que me había impresionado mucho –evoca–. Hay una cultura muy fuerte acá, que no he notado en ningún otro lado del país. En parte lo relaciono con las lecturas de José María Arguedas, que tanto me habían conmovido: lo andino, me parece, es toda una columna vertebral que tiene más o menos los mismos ecos”. Por entonces Accame era profesor en Letras, estaba ya en pareja y le ofrecieron un trabajo como corrector de pruebas en el diario El tribuno. “Fue algo transitorio, de hecho no me gustó –dice–. Yo pensaba que me iba a gustar el periodismo, pero no me enganché; y lo que creí que no me iba a gustar, que era dar clases, me terminó encantando”. 

Empezó en un secundario, enseguida dio clases en el profesorado y, con los años, desembarcó en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: en Letras da Griego, y en Comunicación está a cargo de un taller de cuentos en el marco de Redacción Periodística. 

“Contrafrente tiene elementos autobiográficos, pero no es una novela autobiográfica –escribió Accame en torno al libro–. He preferido orientar historias de diferentes orígenes hacia la relación metafórica entre padres e hijos, y no instalarme en una memoir. Aunque me pregunto también si una historia particular no podría leerse como una metáfora”. 

Aunque en la conversación irán apareciendo algunos elementos de talante autobiográfico (como que el hijo se instale lejos, en otra ciudad, por caso), Accame subraya que lo central, más allá de fidelidades o deformaciones, es que funcione el artefacto, sus juegos de luces, sombras y sentidos a través del tiempo. “A ver: mi padre era una persona que cuidaba a los suyos, era una persona buena –dice Accame–. Lo que está ahí, en la novela, las características que se acentúan del padre, son las características que lo vinculan a su generación. Yo he conocido a muchos hombres de esa generación que eran excelentes personas, buenos padres, responsables, que trabajaban y tenían un compromiso. Pero es la generación que encabeza la dictadura y la apoya. Y son personas con un autoritarismo, en general, que se ha ido diluyendo con las generaciones. Más que con mi padre, las anécdotas e historias del personaje son cosas que he ido recopilando de otros hombres de su generación”. El personaje del hijo, dice Accame, encarna a su generación. “Y sobre todo al conflicto que existe desde siempre, y que está presente en las mitologías entre padres e hijos –puntualiza–. En los mitos griegos eso se ve claramente: el hijo que llega con la palabra nueva y el padre que no está dispuesto a que la palabra del hijo sea escuchada mientras la suya esté vigente”. 

Planteás que la primera aproximación fue en 1991. ¿Por qué pensás que el libro insumió este tiempo en macerar, o cristalizar?

–Creo que es una historia muy íntima, de ahí un trabajo de tan largo aliento. Inclusive el trabajo con el lenguaje me ha llevado muchísimo tiempo. Creo que esto del Proceso y lo generacional aparece en mis primeros poemas, ya en los ‘80. Es como si fuera una misma sangre en muchos de mis textos, o quizás en todos mis textos, desde que empecé a escribir. En 1991 empezó a armarse, pero yo creo que viene desde muchísimo antes. Al principio iba a ser una nouvelle, con la historia de un padre y un hijo, fundamentalmente; después fueron apareciendo otros símbolos, otras metáforas. Y la escribía, la abandonaba, hacía ajustes: la tenía ahí, como un proyecto paralelo pero central, al mismo tiempo, mientras escribía otras cosas. En 2005 la presenté para un proyecto a la Beca Guggenheim, y cuando salió vi que era la posibilidad de ensancharle los horizontes, de extenderla hacia zonas en lo social y lo universal. 

  El Proceso: con el correr de las páginas el hostigamiento, las persecuciones y los retenes policiales van ensombreciendo los días, instalando el miedo y el crimen. Requisas absurdas en cualquier sitio y lugar, amenazas, asesinatos. Dice Accame que en esos años no tenía militancia política; el personaje en su novela tampoco la tiene, aunque está al tanto de la desaparición de algunos compañeros. “Es un libro que, hoy día, ya no quisiera leer más –dice–. Ya lo leí muchas veces, lo trabajé mucho. Y me queda la sensación de algo profundo y doloroso. Como proceso. Me parece que es algo en lo que he dejado la piel. Es la sensación que me da. En general no vuelvo a leer lo que publico: es como si la relación con los textos se agotara. Pero a este en particular me cuesta volver”.

¿Podrías especificar algunas de esas situaciones dolorosas, si fuera posible?

–Las situaciones de violencia. Hay unas cuantas a las que sí asistí. En la parte en que se cuenta que yo estaba estudiando, que sonó un disparo en la calle y que al asomarme al balcón había una persona muerta en la entrada del garaje: eso es verdad, es verídico. El policía, después de haber disparado, fue caminando tranquilamente hacia el cadáver con la ithaca al hombro. Hay otra: la detención, una noche, de un grupo de jóvenes. Y ese era el tema, también: era algo contra los jóvenes. Nos detienen, empiezan a hacernos preguntas, van liberándonos de a uno y me dejan a mí al final. Se demoran. Se demoran. Y al final me dicen que me vaya. Y yo, que me voy dándoles la espalda, no puedo evitar asociar lo que había pasado con esa otra persona, a la que mataron en el garaje de mi casa. 

La culpa y la ofensa

  “Yo creo que pudo ser tan cruento porque en cierta manera fue inesperado ese nivel de ferocidad, nadie podía asumirlo en ese momento”, dice Accame en torno a aquellos años. No termina de asociar su ida de la ciudad, en 1982, con aquella violencia: que ha ido cambiando su opinión, dice. En Jujuy ha escrito una obra que se asoma a diversos géneros: están los poemas de Golja, a los que aludía recién; los cuentos de Cumbia, de Ángeles y Diablos, de Cartas de amor; novelas como Concierto de jazz, Segovia o de la poesía, o Forastero; volúmenes varios de cuentos infantiles y juveniles; obras de teatro, como Hermanos o Venecia, esta última de amplísima repercusión y reconocimiento en el país, en el continente, en varios países de Europa. “Me parece que una de las principales preocupaciones para mí, literariamente hablando, o en términos de escritura, fue buscar un lenguaje de ser posible común entre mis dos mundos, es decir, entre Buenos Aires y Jujuy. No un híbrido, pero sí un lenguaje que pudiera ser entendido por los dos, con la esperanza quizás de establecer un puente”. El grueso de su narrativa transcurre fuera de su ciudad natal, aunque muchos de sus personajes, dice, “son ambiguos, navegan en esas dos aguas”. “Hay una novela que tiene más que ver con mi adolescencia y transcurre en Buenos Aires, El mejor tema de los ‘70, se llama –cuenta Accame–. Está muy agotada, y en breve va a publicarla una editorial mendocina, con un capítulo adicional”.  Es el libro suyo que alcanzó a leer su padre: le gustó. “A él le gustaba más la historia que la ficción”, dice.

¿Con qué libros tuyos dirías que dialoga Contrafrente?

–Podría dialogar con Forastero, por ejemplo, por el tema del poder, de las generaciones patriarcales, o de los hijos del poder. Y por el tema del éxodo, de las personas que terminan viviendo en un lugar distinto al que nacieron, para hacer sus búsquedas en otro sitio. Y también la pondría a dialogar con un libro que todavía no publiqué, una obra de teatro breve que es una versión de Hamlet con dos personajes, el espectro y Hamlet, el hijo. Un diálogo entre las exigencias de un padre muerto y un hijo. 

  “Además de a sensaciones y emociones fuertes de mi infancia, el título alude a un lado oscuro, a un lado que cargamos siempre y que muchas veces no nos animamos a mirar”, dice Accame. La novela empieza, justamente, por una escena/pesadilla que divide aguas: el protagonista vive en uno de los departamentos al frente del edificio y vislumbra al sector del contrafrente como una zona oscura, desconocida, vedada. Cargada de prejuicios. “Y de hecho, la búsqueda de este personaje se efectúa desde el contrafrente, y la mujer con la que se casa vive en un departamento del contrafrente. Es decir que esto que le da el amor y trata de evitar cuando era chico, termina siendo como una fuerza importante como para orientar su vida y sus gustos”. 

 “La Carta al padre, de Kafka, sin cambios fundamentales, bien podría ser una carta de ficción atribuida a cualquiera de sus grandes personajes”, dice D. J. Vogelman desde el acápite de Contrafrente. Cuenta Accame que, como el amigo chino citado al comienzo de esta nota, también tuvo la sensación de que el solo hecho de hablar de su padre era ofenderlo. “Aunque está muy mezclado y este personaje no es mi padre, cuando se tocaba alguna cosa que me conmovía, que citaba mi propia historia con él, yo sentía que lo ofendía –dice–. Y cuando tuve la sensación de que en todo caso era un elemento más para la ficción, la culpa desapareció. Mientras en algunas anécdotas mi padre era mi padre, sentía que lo ofendía; y cuando lo pude transformar en personaje, en cualquier hombre de esa generación, me desprendí de la culpa”. 

“Te salvó la literatura”, le dice el psicoanalista al personaje del hijo, en un momento.

–Ah, sí: esa fue una frase de mi psicoanalista. Por lo que tiene, la literatura, de construcción de uno mismo. De guarida, ¿no?