El estreno de la serie Iosi me provocó una fascinación tal que despertó muchas preguntas sobre el organismo de inteligencia al que pertenecía el espía que estuvo infiltrado en la comunidad judía durante la posdictadura y en la época de los atentados a la embajada de Israel y a la AMIA. ¿Qué era el Cuerpo de Informaciones de la Policía Federal Argentina (PFA)? ¿Desde cuándo funcionaba? ¿Sus miembros estaban dedicados a infiltrarse? Para contestar algunas de esas preguntas y escribir una nota para el diario, empecé a llamar a personas que podían darme esas respuestas. Las fuentes mencionaron algunos casos más recientes, como el de Américo Balbuena –infiltrado entre militantes de la comunicación popular– y alguien me habló de la historia de la infiltrada en Madres de Plaza de Mayo.
Es cierto que alguna vez me habían contado la historia. Muchos años atrás, mi interlocutora –una funcionaria del Ministerio Público– albergaba esperanzas de que la Justicia avanzara en esa investigación y prefería que no se filtrase. Cuando la historia llegó nuevamente a mis oídos, la llamé para preguntarle si estábamos hablando del mismo caso. Empecé a buscar: la historia de Isabelita estaba alojada en forma de legajo en una oficina judicial.
El legajo da cuenta de su vida. Está desde el documento con su foto de niña hasta las fotos de los últimos años, antes de que el legajo se mudara desde algún edificio de la Policía Federal a los tribunales de Comodoro Py. ¿Por qué una persona dedica su vida a espiar a otras? Es una pregunta apasionante pero que me excede.
De su legajo quedaba claro que había estado infiltrada en Madres de Plaza de Mayo. En realidad, en Madres de terroristas –como las denominaba entonces la PFA–. No lo digo yo. Lo dice una certificación de servicios.
Había otro elemento que también apuntaba en esa línea. En diciembre de 1982, su jefe pidió que la trasladaran a Mar del Plata porque estaba mencionada en una denuncia de un exintegrante de un organismo de inteligencia como alguien vinculado a la lucha antisubversiva.
¿De qué denuncia hablaba? De la de Luis Alberto Martínez, otro integrante de la PFA que había pisado varios centros clandestinos y reunido mucha información de los subsuelos de la humanidad. Martínez había sido detenido en Europa mientras intentaba cobrar un secuestro extorsivo. Allá, le preguntaron, por supuesto, por la desaparición de las monjas francesas –que era un caso que había generado una importante movilización internacional–. Martínez dijo que la PFA había sido parte de ese operativo y que tenía a una mujer, Isabelita, infiltrada en ese grupo de familiares.
Una certificación de servicios, una denuncia de otro agente de inteligencia y una mención a esa denuncia en su legajo. Quedaban pocas dudas de que la mujer estuvo infiltrada entre las Madres durante buena parte de la dictadura.
Los tribunales tendrán que decir si se puede acreditar lo que dijo Martínez –que fue parte de los secuestros de las Madres y de las monjas en diciembre de 1977–. En 2013, el juez federal Sergio Torres lo intentó pero no pudo avanzar. Lo hizo después de que Nilda Garré armara un Grupo Especial de Relevamiento Documental (GERD) para buscar documentación que pudiera ayudar a identificar a quienes participaron en la represión. Quienes analizaron los archivos encontraron el legajo y Garré lo denunció.
Muchas veces las investigaciones judiciales se estancan porque no hay testigos que puedan identificar a una persona en vinculación a un centro clandestino o a un operativo. ¿Puede ser éste el caso? ¿Y si solo recolectó información que otros usaron? ¿Y si merodeaba en la Santa Cruz pero no fue parte de la acción de la Marina? Porque si hay algo de lo que no tenemos dudas es que los doce de la Santa Cruz fueron llevados a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), torturados, subidos a un avión y arrojados al mar.
¿Sirve contar la historia de una infiltrada aún sabiendo que es posible que los tribunales no puedan adjudicar una responsabilidad criminal? Se los pregunté unas cuantas veces a mis editores Javier Lorca y Felipe Yapur. Y la respuesta es que sí porque no podemos prescindir de la búsqueda de verdad –una búsqueda que no puede agotarse en los tribunales y que requiere políticas públicas activas como las que llevaron a encontrar ese legajo–. Y porque, al fin y al cabo, es parte de la historia de los organismos de derechos humanos. Como dice Graciela Lois, referente de Familiares y esposa de un detenido-desaparecido, los infiltraron, los secuestraron pero no los pudieron frenar. Los organismos son los cimientos sanos de nuestra democracia. Si ellos siempre mantuvieron en alto una bandera que es de justicia pero también de verdad, ¿por qué nosotros deberíamos bajarla?