Entre los cientos de cabezas de ese hermoso monstruo nunca del todo capturado que es la Gran Novela Americana, una de ellas es la que escupe el fuego de la novela bélica. Y esa cabeza, a su vez, se ramifica en otras tantas correspondientes a las guerras Independentista y Civil, a la Primera y Segunda Mundiales, a ese casi fantasma que es Corea, a las sucesivas incursiones con mucho de Día de la Marmota por Oriente Medio y, acaso, a la más narrativamente poderosa de todas: la triunfal derrota de Vietnam. Allí, se enrolaron implacables marines de ficción o de no ficción (algunos de ellos veteranos o desertores) como Tim O’Brien, Philip Caputo, Robert Stone, Gustav Hasford, John Irving, Michael Herr, Karl Marlantes, Robert Olen Butler, Stephen Wright, Denis Johnson, Tobias Wolff, Kurt Vonnegut, y la larga marcha por entre los arrozales y el napalm se extiende hasta el horizonte y bajo un sol color agente naranja.
Ahora, por fin sucedió lo que debía haber sucedido hace mucho tiempo pero más vale tarde que nunca: aquí viene la Gran Novela Americana sobre Vietnam escrita por un vietnamita de nacimiento (cuyo nombre es ni más ni menos que Viet) y que, luego de ser rechazada por trece editoriales, ganó en 2016 (merecidamente, luego de hacerse con un puñado más de atendibles medallas en su uniforme) de uno de los más grandes galardones de la literatura de los Estados Unidos: el Pulitzer.
Y acaso lo más sorprendente de todo: con El simpatizante –debut narrativo de Viet Thanh Nguyen, prestigioso profesor de estudios étnicos en la University of South California, nacido en 1971 en Buon Me Thuot e inmigrante a la Costa Oeste con sus padres luego de la caída de Saigón– se nos ofrece no una furiosa diatriba antibélica o un retrospectivo ajuste de cuentas. Ni siquiera una prolija contra-versión de la más desprolija de las historias (cosa que el propio Nguyen, quien acaba de recopilar sus cuentos sueltos en The Refugees, haría luego en el ensayo Nothing Ever Dies: Vietnam and the Memory of War). No: El simpatizante es algo mucho menos obvio y tanto más inesperado: un entretenimiento de primer orden y uno de los mejores thrillers “exóticos” de los últimos tiempos –a la par de los de Joseph Conrad, Graham Greene y John le Carré– cuando se trata de diseccionar el cuerpo y el alma de hombres con varias caras y lealtades encontradas.
La novela arranca con un párrafo –en el que muchos han creído y querido ver un guiño al comienzo de El hombre invisible, clásico de Ralph Ellison y que merece ser citado porque aquí el tono es también la forma– donde se nos advierte: “Soy un espía, un agente infiltrado, un topo, un hombre con dos caras. Previsiblemente, quizá también tengo dos mentes. No digo que sea ningún mutante incomprendido salido de un cómic ni de una película de terror, aunque hay quien me ha tratado como si lo fuera. Simplemente soy capaz de ver cualquier cuestión desde ambos lados. A veces me digo en tono elogioso que esto es un don, y aunque es cierto que se trata de un don menor, también es quizá el único que poseo. En otras ocasiones, cuando reflexiono sobre el hecho de que no puedo evitar observar el mundo de esa forma, me pregunto si acaso esto que tengo debería llamarse don. A fin de cuentas, un don es algo que usas, no algo que te usa a ti. El don que no puedes dejar de usar, el que simplemente te posee, en realidad es un peligro”.
Así, desde un presente caído en desgracia, el narrador sin nombre –hijo ilegítimo de madre local y de sacerdote francés, un topo norteño en el ejército de Vietnam del Sur quien es exportado/importado a los Estados Unidos y allí continúa espiando desde la comunidad de expatriados– es dueño de una voz como de autómata discretamente picaresco. Y –luego de un largo y magistral tramo introductorio reconstruyendo la caída de Saigón y su paso por los campos de refugiados de Los Ángeles casi como si se tratasen de una carrera de postas o de un reality show– los grandes pasajes de El simpatizante pasan por su crítica mirada sin párpados en cuanto al proceso que va experimentando su guerra como gran icono pop en libros y en canciones y, sobre todo, en películas. Y Nguyen aumenta aún más la apuesta y rompe la banca cuando hace que su vietnamita impasible sea contratado por un director genial y megalómano como “consultor cultural” en el catastrófico rodaje en Filipinas de una película que se nos proyecta como una versión alternativa de Apocalypse Now (a la que Nguyen considera desde que la vio por primera vez con diez años de edad “una obra de arte con la que sigo peleándome porque no ha dejado de pelearme a mí”) con destellos de Rambo, Platoon y, sí, Tropic Thunder.
Con los años y los accidentes y las mentiras y contramentiras, al simpatizante le ocurre lo que suele ocurrirle a estos profesionales de la apariencia: ya no saben quiénes son ni en qué creen. Y esa incertidumbre suele trasladarse a sus siempre paranoicos empleadores. Por lo que llega el momento de recapitular y de hacer memoria bajo interrogatorio feroz. Y esa confesión y puesta en limpio de lo imposible de aclarar es El simpatizante.
El resto, ya lo saben, es “El Horror, El Horror”.
Pero –Nguyen ha afirmado que “una guerra no termina tan solo porque te hayan dicho que terminó... una guerra es una bestia mucho más expansiva”– nunca se lo contaron ni se los bombardearon así.