Hace poco, en uno de los últimos recitales que dio, Pablo Grinjot desconcertó a propios y extraños: antes de comenzar repartió el programa con el orden de las canciones, los músicos estables, los invitados, poco más. Y no es, apenas, el hecho de no querer hablar sobre el escenario. Hay otra cosa allí, quizás no dicha: el roce, el confluir de dos mundos que suelen pensarse y entenderse por separado: la música docta –clásica y contemporánea– y el terreno de la canción, el formato del pop, del rock. Y tal vez, una buena manera de aproximarse al canto y las composiciones de Grinjot sea desde ese lugar. Porque, sin ir más lejos, así lo ve él.

La noche, raramente tropical, cae. Todo es silencio en este rincón de Beccar. Casi todo: porque allí está el repiqueteo de ese tren que pasa y aquí, en la cocina, el goteo de una canilla que pierde. Y el aroma a madera, a naftalina, a piano sano que llega desde del living.

Pablo nació hace cuarenta cinco y años a unas pocas cuadras de su casa actual. Estudió música desde chico –el colegio lo hizo bajo la pedagogía Waldorf– y luego siguió su formación clásica y contemporánea en la Universidad Católica, además de dedicarse durante todo ese tiempo a hacer lo propio con el violín y el piano. Para esa época hacía rato ya que todos los veranos –con la familia primero, con amigos luego– pasaba largas temporadas en las playas uruguayas. Tuvo sus grupos de música contemporánea –Séptima Práctica, Ensamble Suden; “tocamos muchísimo, cosas geniales pero no grabamos nada”– y fue violinista en bandas de rock y punk. Eran tiempos de ir casi todos los días a Capital Federal, a San Telmo: “Para mí era el lugar de la bohemia. Antes de ese Gacel que tengo ahora, tuve un Renault 9”. Cursó algunos pos grados de música en Santa Fe y Barcelona pero la cosa no prosperó mucho más: “no me fue pésimo pero tampoco muy bien”.

¿En qué momento problematizás la cuestión del músico clásico, concertista y empezás a pensar en la canción?

–La madre de Jobim era concertista de piano y él en algún momento pensó: pucha, yo quiero tocar el piano, pero quiero ir a las playas de Rio con mis amigos. ¿Cómo lo solucionó? ¡Inventando la bossa nova! A mí me gustaría haberla inventado; cosa que no pasó, claro. Pero es un poco eso. No le encontraba la vuelta, no quería entrar en ese mundo de la competencia, de directores principales o aspirantes. Y por otro lado no me copa todo, todo el repertorio. El oficio no me atraía. Me encantaría dirigir una orquesta, como me encantaría manejar un Boeing, ir a la luna: ¡claro, cómo me lo voy a perder! Pero no tengo ganas de hacer una carrera. Quizás en algún momento las tuve. Lo dije mil veces: quiero ser músico popular con formación clásica.

Y Pablo –el decir grave, barba de algunos días, pelo entre cano,– agrega: “No me copaban todas esas pequeñas frustraciones, esa cosa competitiva. ¡Yo quería tocar canciones! Entonces miro para atrás y veo que tengo unas diez canciones compuestas que a algunos amigos les parecen buenas y ya tenía casi treinta. Cuando me mudo a la canción, también fue el momento que me mudo a esta casa, una vuelta de página. Grabé mi primer disco y para mí era ‘el’ disco, porque no sabía si iba a haber un segundo, tercero o cuarto”.

Y los hubo.

EL REY DE LA MILONGA

Ese primer y homónimo disco lo editó en 2003 –un registro casero, un estado embrionario de sus composiciones–, y le siguieron Canciones para criolla y ensamble (2006), Rocha (2009), Amor (2011) y Grinjot (2013). En todos y cada uno de ellos puede rastrearse un tono, cierto punto de fuga hacia dónde va el oído: la milonga “Para mí, la milonga empezó acá –comenta y señala y hace el gesto y pone la mano derecha como si estuviera arpegiando una guitarra sobre su regazo– y agarró viaje. Me pasa que el disparador de una canción es el acompañamiento: algo que no es esencial, por eso me parece que es milonga, por eso es bossa nova, por eso es rock: porque depende de cómo estoy tocando la guitarra en esos días. Quizás tenga un paisaje muy claro: marítimo, de vacaciones, una naturaleza. Bueno, tiene sentido: vacaciono siempre en Uruguay. Hay una cosa del mar pero no del sur ni de Brasil, es playa y Río de la Plata. Y compongo más en esos momentos de ocio que se dan en vacaciones”.

Durante mucho tiempo él consideró a Canciones para criolla y ensamble (grabado junto a la orquesta Ludwig Van) como su primer disco. Se entiende: además de ser bellísimo, condensa todo ese mundo clásico y popular que tanto le gusta. Canciones con una fortísima impronta camarística y orquestal. “Aquel disco amagó con que mi estilo iba a hacer ese. Creo que fue el momento en que se juntaron, aunque todo era muy iniciático, mis estilos de estudio y del vivo. Después se separaron y no se volvieron a juntar más. Y quiero que se vuelvan a juntar. La banda y la orquesta. La escritura con todo al detalle, si es piano, si es fortísimo, si el arco para arriba o para abajo junto con el cifrado, con la tradición oral. Me gustan ambas y las junto. Ese es mi estilo. Como el más querido”.

Y fue por aquellos años que, junto con varios más –Pablo Dacal, Tomi Lebrero, Jano Seitún, Alfonso Barbieri, Lucio Mantel, Nacho Rodríguez y tantos otros– estuvieron a la cabeza de una nueva generación de músicos, cantautores, compositores. En definitiva: cancionistas. Que, de alguna manera, tuvieron una suerte de clímax hacia octubre de 2012 donde todos ellos y varios más, junto a la Orquesta Académica de Buenos Aires, agotaron localidades en el Teatro Coliseo. “Sí, me considero absolutamente un cancionista, alguien que no parte de la cultura para crear su obra, como un rockero o un tanguero. Parte de la canción”.

¿Qué sentís que quedó de todo aquello?

–Claro que aquello se diversificó. Es decir, no es que tocamos parecido y a alguien se le ocurrió juntarnos. Siempre todos tuvimos como una cosa de decir: somos amigos, tocamos entre nosotros pero no somos lo mismo. Aquel festival donde muchos de nosotros nos reunimos fue como la apoteosis. Creo que inventamos, fundamos una escena realmente. Con conciencia. Había gente como público que no tenía donde ir. Había muchos músicos tocando por doquier pero también había un público asociado a eso.

Aquella generación encontró –entre cierto clasicismo, los folclores de la región y la herencia del rock vernáculo– nuevas maneras, modos y formas de decir, de encarar la canción. Hoy todo eso sigue drenando y, claro, las canciones siguen estando en el aire. El reciente y exquisito documental Charco: canciones del Río de la Plata (dirigido por Julián Chalde, estrenado y celebrado en el último BAFICI) ensaya sobre eso. Una digresión leve pero necesaria: quizá, junto a La línea fría del horizonte (2013, del director Luciano Coelho), ambos sean el trazo audiovisual más interesante y esencial sobre el tema. Una segunda digresión: en 2007 Grinjot dirigió a La Orquesta de Salón en la grabación de La era del sonido, aquel exquisito disco de Pablo Dacal.

En vez del vetusto sexo, drogas y rock and roll podría ser, porque no: batuta, playa y guitarrón.

ELLA

“Del terruño, es muy de la región” dice. Se refiere a La Dueña de mi Poesía, el reciente disco/libro que acaba de presentar (co editado junto a Alto Pogo, con prólogo de Daniel Melingo y unos textos breves de Macarena Moraña y Martín Graziano).

Otra vez, aquí, su letrística: abundan los mares y ojos de percal, los ríos y los amores, la miel, las flores y los jardines. La copla buscada, siempre la milonga, aires de payada, algún pasaje que suena o más folk o más rock, una última canción a puro funk y candombe –”Vanidad arrabalera”– donde echa mano a la copla centenaria de la rima y los versos en décimas: “es lo mejor para escribirle cartas a los amigos, a las novias, a las chicas”. Todo tiende a la melancolía. Puede haber arrebatos tristes, desesperados, pudorosos o cursis; ciertas rabietas o humoradas, sí. Pero ya lo dijo el poeta: en la platea va el corazón adelante. Hay bajones, fiestas y resacas post separación. A saber: hacia el final y en plena retirada, el cantor, aunque herido y un poco maltrecho, va en busca del carnaval. Intuye que va a sanar. “Es un disco de amor, o desamor, es más o menos lo mismo. Sobre la naturaleza del amor pero el lado de la cara oscura, el dark side. La chispa que lo impulsa, es post separación. Y también canciones desde una desesperación en donde no le encontrás la vuelta. No quiero ser tan pesimista tampoco. La música, la música... La Dueña de Mi Poesía es un ente perenne, universal y eterno que a lo largo del tiempo se ha manifestado de miles de formas distintas, más o menos seductoras”.

En algunas ocasiones te has referido a la música, a la canción pura ¿Qué querés decir con eso?

 –Eso salió de preguntarme ¿mi música es qué? Y no me quedaba otra. Somos nuestras circunstancias, nuestro tiempo, nuestro lugar. La música son las corcheas, las ligaduras, las notas, el aire que pasa por la lengüeta. Quiero hacer música con esos elementos. Que después se parezca a la milonga, y bueno... soy yo, vivo acá y vacaciono allá todos los veranos. ¿Qué querés que haga? No quiero darle a mi música otra cosa que no sea música. Por eso admiro mucho a Melingo, a Cabrera. Por eso. El es músico, es poeta. Se pone su peor remera pensando que es la mejor, pero el no debe estar interesado en nada que no sea su música. Hay una ética ahí. Son mis dos maestros. Cabrera no transa con esto, con que su obra o su perfil artístico tenga otra cuestión que no sea poesía y melodía, la canción. Ese esqueleto. Más que un esqueleto, esa médula.

Sólo por echar mano a un único pasaje pero podrían ser tantos: “detrás de la vidriera yo soy un maniquí con un cuaderno/ buscando la manera para escribir lo eterno, en el silencio del ruido moderno” (“Maniquí”).

Finalmente, ¿qué pasa con Pablo Grinjot que pareciera andar siempre con el corazón en la mano –en las letras, en el arte de los discos?

–Una posible auto interpretación es que, cuando hice el golpe de timón de la música contemporánea y clásica, músicas muy complejas ya sean conceptual o técnicamente, hacia la canción; cuando me meto ahí fue un viaje hacia lo anímico: como si hubiera estado trabajando lo mental y lo técnico y no había transitado con profundidad lo que tenía que ver con lo emocional. Para mí, que soy un soldado de la educación Waldorf, tiene que ver con la antroposofía: está el campo de la razón, el de la emoción y el de la acción. Cuando una está sobredimensionada, la otra está media chica. Quería seguir ese viaje, buscaba eso.

En definitiva, como canta en una línea perdida de su disco menos celebrado: las canciones suyas quizás provengan de ahí, de ese lugar que es el borde del mar del amor.

Pablo Grinjot seguirá presentando La Dueña de mi Poesía el miércoles 2 de agosto en el Auditorio del CC Recoleta, Junín 1930. Gratis.