Los niños son locos bajitos
Miguel Gila, humorista catalán
Dicen, queridísime lectore, que los locos nunca mienten. Quizá sea porque en su locura no tuvieron la capacidad, tan esencial en este mundo cuerdo en el que vivimos, de mentir; de disfrazar lo que piensan, lo que sienten, lo que saben, lo que creen; y de esa manera “no quedar afuera” de eso que es tan valioso pero finalmente nadie sabe lo que es, así que, por las dudas, mejor quedarse adentro, no sacar los pies del plato, aunque el plato esté vacío.
Groucho Marx solía decir: “No quisiera ser socio de un club que acepte a miembros como yo”, pero, se sabe, los humoristas somos un poco niños, un poco locos, un poco excéntricos...
De todas maneras, los niños, cuando de verdad son niños, también dicen la verdad, porque todavía no aprendieron a mentir. Cuando mienten, es porque, tristemente, están dejando de ser niños; están perdiendo esa capacidad tan valiosa, y a la vez devaluada por el mercado, de ver con sus propios ojos, “con ojos de niño”, como se llamaba una bellísima exposición que supo circular por estos lados.
“Los niños son locos bajitos”, decía Gila, y esa frase dio lugar a una bellísima canción del también catalán Joan Manuel Serrat. La canción empieza: “A menudo los hijos se nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción”. Quizás es que nos permiten ilusionarnos con una imagen de nosotros mismos más pura, más luminosa, más…, no sé, el narcisismo tiene muchos matices.
Pero dicen por ahí que “todos llevamos a un niño adentro” y el propio Serrat, en otro tema, dice que “llevamos un viejo encima”, por lo que se pone difícil la vida cuando nos levantamos a la mañana y ya somos tres los que tenemos que cargar en el propio cuerpo. Antes de ver las noticias.
"¿A qué viene todo esto?", se preguntará usted, y, quizás, a continuación me lo pregunte a mí, que tampoco tendré la respuesta. Pero resulta que mañana es el Día de las infancias, expresión que ha reemplazado a la de Día del Niño, tal vez por considerar que las niñas no son niños (salvo que se autoperciban de esa manera) o bien que todos, todas y todes podemos conmemorar nuestras propias niñeces, cuando sea que hayan ocurrido.
Está muy bien que se celebre la niñez, la “locura bajita”; la "perversión polimorfa”, diría Freud; la curiosidad inclaudicable, diría un padre o madre harte de responder 36 horas seguidas al “¿Etoqué?, ¿Y poqué?, ¿Y tonche?”.
Está buenísimo que celebremos la ingenuidad sabia de los que tanto nos pueden enseñar con su ignorancia, en vez de contarles, para “dormirlos” literalmente, que “una nena confundió a su abuelita con el lobo”, que "el beso de un príncipe azul las despertará de sus sueños” o que después de casarse “vivirán felices y comerán perdices”. Está bueno que a los niños/as les digamos la verdad. No digo que toooda la verdad (eso no creo que haga falta contárselo a nadie; creo en la intimidad, la privacidad, etc., y en que hay verdades que se transforman en mentiras por la intención de quien las cuenta), pero sí que “lo que le contemos sea verdad”.
Y eso lo digo por experiencia propia. Cuando yo tenía dos años, siendo hijo único, quería tener un hermano. Y lo reclamaba. Supongo que con vehemencia. Mis padres no estaban en ese plan, pero no tuvieron mejor idea que decirme que no tenían otro hijo porque no tenían suficiente dinero. Por lo cual, al día siguiente no tuve mejor idea que recorrer la sala de espera (mi mamá era odontóloga y tenía su consultorio en el mismo departamento en el que vivíamos), armado con una alcancía, y pedirles dinero a sus pacientes explicándoles el motivo.
Tiempo después, me dijeron que “el papá le ponía una semillita a la mamá”. Entonces, una mañana caminaba con mis padres y empezó a soplar tremendo viento; volaban hojitas y semillas de los árboles de la cuadra. Le dije a mi mamá que abriera grande la boca y a mi papá que agarrase alguna semilla para que ella la tragase.
Eso sí: la mejor clase de manipulación que tuve en mi vida me la dio un niño de tres años, un amigo de mi hijo.
–Sos un boludo –dijo el amigo.
–No soy ningún boludo –replicó mi hijo.
–¡No se dicen malas palabras! –fue la respuesta del "maestro". Desconozco si ese niño es ahora un político neoliberal, un juez o un poeta.
¡Gracias por la “locura bajita”, niños y niñas!
Sugiero acompañar esta columna con una anécdota/recuerdo de sus propias infancias (o de la infancia de alguien querido/a) que será muy bienvenida y con el video “El fitito de mi papá”, de RS+ (Rudy-Sanz).