Hay ciertos acontecimientos que parecen contener la cifra de los tiempos pasados y los por-venir, como si condensaran secretas gestas pretéritas a la espera de ser proyectadas en otros horizontes. Quizás la fuga de Rawson y la masacre de Trelew sea uno de ellos.
Para comprender los sentidos políticos que guardan los acontecimientos que aquí abordaremos es preciso situarnos en la temporalidad latinoamericana que se abre con la victoria de la revolución cubana en 1959 y comienza a sellarse con el derrocamiento de Salvador Allende en 1973. Catorce años en los cuales la revolución era el pan de cada día; en los que los escritos, manifiestos y discursos que poblaron el lenguaje transformaron radicalmente la relación de los hombres y las mujeres con su propio tiempo.
En nuestro país, los estallidos sociales tales como el Cordobazo, los Rosariazos y otras revueltas populares ocurridas en 1969 fueron las señales de cambio para las izquierdas de la época. Un pueblo organizado que se alzaba contra la dictadura autoproclamada “revolución argentina” del Gral. Juan Carlos Onganía, quién había prohibido todo tipo de actividad gremial y estudiantil, clausurando de esta forma los últimos canales de participación de la resistencia peronista proscripta desde 1955. El ciclo de protestas populares abierto a fines de la década del sesenta determinó la elección de varias organizaciones políticas por la lucha armada, y con ello la clandestinidad, como el mejor camino para conseguir transformaciones radicales.
Muertes, balas y presos políticos fue la respuesta del régimen militar ante una sociedad cada vez más convulsa. En 1972 la dictadura militar de Lanusse decidió aislar y concentrar a los presos políticos del país en distintas unidades del servicio penitenciario. Dicha política fue institucionalizada de manera ejemplar en la Unidad N° 6 ubicada en la ciudad de Rawson, capital de la provincia de Chubut, considerada por la camarilla militar como el epicentro de una estructura acorazada por dependencias de las distintas fuerzas, es decir el sitio perfecto para alojar allí a los principales responsable de la llamada “amenaza subversiva”. Bajo el arbitrio dictatorial confluyeron en un mismo penal militantes de múltiples organizaciones insurreccionales del país –Montoneros, PRT-ERP, Fuerzas Armadas Revolucionarias, Fuerzas Armadas Peronistas, las Fuerzas Argentinas de Liberación, el Comando Che Guevara, entre otras expresiones políticas– y líderes sindicales, como Agustín Tosco.
La ironía fue entonces lo que puso en ridículo los fundamentos militares de lo que se concibió como un plan perfecto: pues, la historia enseña que no hay peor veneno que aquel al que se le confía la cura. Es decir, la Unidad N° 6 de Rawson pasó, de ser un golpe crítico a las convulsas organizaciones político-revolucionarias en tanto encierro infalible, a ser un fecundo escenario de encuentros y discusiones del cual participaron activamente todos los presos y las presas políticas allí reunidos. La paradoja es que el encierro les permitió lo que en la calle y en clandestinidad era impensable. Así, la planificación de la fuga masiva del penal puso en diálogo las lenguas vivas de las ideologías emancipatorias más diversas. Meses de riguroso trabajo abrieron un destello en la historia política de nuestro país que hoy a 50 años continúa dando motivos al pensamiento, la lectura y la escritura.
El martes 15 de agosto fue la fecha elegida por las y los revolucionarios. El plan era complejo: un grupo de militantes externos al penal debía copar el vuelo 811 de Austral Líneas Aéreas que haría escala en el Aeroparque Trelew esa tarde; mientras, otro grupo debía conducir dos camiones y una camioneta hacia las afueras de la cárcel con el propósito de transportarlos hacia el aeroparque; asimismo, quienes se encontraban dentro del penal tenían que reducir a los más de setenta guardias que los custodiaban para poder salir. La toma comenzó a las 18.30 horas y fue exitosa, al igual que el copamiento del avión, salvo por la trágica muerte del guardiacárcel Juan Valenzuela en un tiroteo con uno de los presos. Los seis dirigentes de las principales organizaciones –Mario Roberto Santucho, Enrique Gorriarán Merlo, Domingo Menna (PRT-ERP), Roberto Quieto, Marcos Osatinsky (FAR) y Fernando Vaca Narvaja (Montoneros)– se trasladaron en un Ford Falcon, como estaba previsto, hacia Trelew y subieron al avión. Pero un error en la comunicación hizo que los camiones se retiraran del lugar y más de un centenar de presos políticos debieron abortar el plan de fuga.
Aún así, un grupo de 19 militantes consiguió llegar al aeroparque en taxis, pero el desenlace fue fatídico. El avión había despegado unos minutos antes rumbo a Chile y las y los militantes estaban cercados por la Marina. Decidieron entonces tomar el aeropuerto, organizar una rueda de prensa y convocar a un juez federal para que mediara en las negociaciones de la rendición. Tras la conferencia, que fue transmitida por radios y canales de televisión nacionales, la fuga de Trelew adquirió alcances espectaculares y masivos. El capitán Sosa, responsable del operativo, afirmó aceptar las condiciones propuestas por las y los presos, quienes habían entregado las armas robadas previamente y solicitaron ser nuevamente llevados al penal de Rawson. Sin embargo, su destino fue otro, las y los militantes fueron trasladados esa misma noche de manera ilegal a la Base Aeronaval Almirante Zar, una unidad de la Armada cercana a Trelew. Una semana más tarde, el 22 de agosto de 1972, la noticia de su muerte recorrerá el país y evidenciará que en ese lapso de tiempo se planificó lo que desde entonces se conoce como “la masacre de Trelew”. Los diecinueve habían sido fusilados, de acuerdo con la versión militar, tras otro intento de fuga que derivó en un enfrentamiento con los militares. No obstante, tres de los militantes sobrevivieron y contaron la verdad de lo ocurrido: habían sido ejecutados mientras estaban inermes y encerrados en calabozos. De esta manera, en contraste con los basurales de León Suarez y el “desierto” de la patagonia rebelde, el escenario del fusilamiento ilegal era ahora una institución estatal, una forma de matar que vaticina los crímenes de la última dictadura.
Toda rememoración no puede ocultar sus intenciones para con el presente, cuya temporalidad siempre está abierta. La fotografía icónica de la rendición de los diecinueve militantes, tomada por el fotoperiodista Emilser Pereyra, continúa interpelándonos en su doble temporalidad –entre lo que pasó aquella noche de invierno en el sur del país y aquello que nos ocurre cada vez que la vemos– y lanzando preguntas sobre nuestra actualidad. Tal vez hasta ahora la masacre haya motivado más reflexiones que la fuga, sin embargo, tras dos años de pandemia en los que el encierro, el miedo a la propia muerte y la despedida de afectos nos ha dejado temblando, quizás este aniversario ofrece la posibilidad de pensar en las formas políticas que puede tener una fuga. Porque estamos en fuga de aquél encierro, buscando los sentidos de las marcas indelebles que acarreamos, pero sin dirección y atravesados por narrativas que venden modos de sobrevivir entre algoritmos y altos consumos, galvanizados en un aquí y ahora que parece perpetuar el confinamiento físico de la pandemia.
Entre la comodidad de los discursos posibilistas de los referentes partidarios, el desamparo de los militantes territoriales y la creciente precarización de la vida cotidiana ¿cómo repensar una fuga que guarde la potencia de la sonrisa de Susana Lesgart, la entereza de Ana María Villarreal, la tranquilidad de María Antonia Berger con la confianza de quien sabe que nada está cerrado en el horizonte común?
*Centro de Estudios: Problemáticas Filosófico-Políticas Contemporáneas (FCPOLIT-UNR)