¿Vale la Argentina la muerte de una generación de valientes? ¿Alguna vez Moreno, Belgrano, San Martín, Juana Azurduy, Macacha Güemes se lo preguntaron durante las Guerras de la Independencia? ¿Se lo preguntaron los 1500 obreros de la Patagonia fusilados por las tropas del teniente coronel Héctor Benigno Varela en 1921 por huelgas en las que pedían mejor paga y mejor vida, como velas para poder leer? ¿Se lo preguntaron los sobrevivientes de la masacre de José León Súarez en 1956 que apoyaban la rebelión del general Juan José Valle, que exigía el fin de la dictadura que había derrocado a Juan Perón y el respeto por la Constitución Nacional? En los instantes previos a que las ráfagas de las ametralladoras del capitán de corbeta Luis Emilio Sosa y el teniente de navío Roberto Guillermo Bravo se descargaron sobre los cuerpos indefensos de 19 guerrilleros --14 hombres y 5 mujeres- a las 3.30 de la madrugada del 22 de agosto de 1972, en la base aeronaval Almirante Zar en Trelew, ¿alguno de ellos se lo preguntó antes de morir? Y los que sobrevivieron a la masacre de sus 16 compañeros allí, María Antonia Berger, Alberto Camps y Ricardo Haidar, ¿se lo preguntaron?
La historia es conocida y estremecedora: las organizaciones guerrilleras --ERP, FAR y Montoneros-- que reconocían haber nacido al calor de la resistencia popular contra la proscripción del peronismo desde el golpe de estado de 1955 y el comienzo del exilio por 17 años de Juan Perón; por el golpe y dictadura del general Juan Carlos Onganía contra el gobierno radical de Arturo Illia en 1966, y como parte activa de las rebeliones populares como la del Cordobazo en 1969, organizaron la fuga masiva de 110 presos políticos del penal de Rawson el 15 de agosto de 1972, cuando gobernaba el general Alejandro Agustín Lanusse, continuador del golpismo de 1955 y de 1966. Y uno de los responsables junto con el general Eugenio Aramburu, líder de la dictadura militar de 1955, del secuestro y ocultamiento del cadáver de Eva Perón por 17 años, y de impedir, pero también de negociar las condiciones del regreso de Perón del exilio en 1972 para detener la ola revolucionaria que devoraba al régimen.
Lo cierto es que la fuga del penal fracasó en su magnitud. Pero no por las consecuencias políticas del crimen que la siguió: fue el fin de la dictadura lanussista. Las crónicas periodísticas y el relato de los sobrevivientes narraron lo ocurrido: unos 85 presos quedaron cautivos en el penal de Rawson. Sólo pudieron huir desde el aeropuerto de Trelew, a unos kilómetros de la prisión, los máximos dirigentes de las tres organizaciones guerrilleras --Mario Roberto Santucho, Domingo Menna y Enrique Gorriarán Merlo (ERP); Fernando Vaca Narvaja (Montoneros) y Roberto Quieto y Marcos Osatinsky (FAR)-- en el avión que los llevó al Chile gobernado por el socialista Salvador Allende que no aceptó extraditarlos a la Argentina y permitió su viaje hacia Cuba. Los 19 guerrilleros restantes que lograron fugarse llegaron cuando otro avión que debía aterrizar tuvo la voz de alerta por el copamiento del aeropuerto y fue desviado. Luego de entregarse al capitán de corbeta Sosa, que les había prometido ante jueces, periodistas y médicos, devolverlos al penal de Rawson, fueron recluidos en la base naval Almirante Zar. Claramente, Sosa solo esperaba la orden de Lanusse para asesinarlos. Así lo hizo, junto con Bravo, a las 3.30 de aquella madrugada del 22 de agosto de 1972. Sólo sobrevivieron tres: Haidar, Berger y Camps.
Había pasado más de medio siglo desde los fusilamientos de la Patagonia en tiempos de Hipólito Yrigoyen, pero la historia se repetía en la llanura helada del sur con la sinuosidad de la tragedia. Desde 1921 no había habido una masacre tan numerosa de prisioneros políticos. Y había una marca que la surcaba: la matanza como modus operandi de una clase social, la de los terratenientes y gran burguesía aliados al capital extranjero y defendidos por un partido militar cada vez más cohesionado al servicio de esos intereses y enrolados en la ideología de la llamada Seguridad Nacional de los Estados Unidos en Latinoamérica, por entonces en guardia por el avance de las ideas socialistas, con Cuba como muestra, y no dispuesta a ceder no sólo sus privilegios aunque debiera arrasar con los pactos humanitarios de la postguerra en 1948. Porque, en verdad, cuando los obreros de la Patagonia pedían velas o mejores condiciones de vida no sólo alteraban la ecuación de ganancias sino, sobre todo, la del poder que no podía discutirse en sus rasgos más íntimos: decidir sobre la fortuna, los cuerpos y el destino de los otros. Es decir: la suma del poder absoluto. El golpe de Estado contra Perón en 1955 tuvo los mismos ingredientes para desmontar el Estado de Bienestar, del fifty-fifty en la distribución del ingreso con la represión estatal, el fusilamiento clandestino del general Valle, la matanza de civiles de la resistencia peronista en los basurales de José León Súarez en 1956 que Walsh denunció como un acto supremo de represión estatal en su libro Operación Masacre.
Y parece necesario repetir la pregunta: ¿valía la Argentina la muerte de esa generación de valientes? Porque esa generación, la del sesenta y setenta del siglo XX, había sido acunada en tiempos de violencia, pero también en tiempos de una profunda marca humanitaria, de la búsqueda de la igualdad de géneros y condiciones de vida dignas. De una cultura parida luego de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Esa generación, tal como escribí hace unos años sobre la historia de Susana Pirí Lugones y Alicia Eguren de Cooke, asesinadas por la dictadura videlista, fue parida “entre opulencias, miserias, golpes de estado y gestas libertarias. Sus vidas fueron un laberinto de Borges. Un sexo insurrecto a lo D.H. Lawrence. Un bandoneón de Troilo musicando a Manzi. Una lengua desnaturalizada de Arlt. Una casa del ángel de Torre Nilsson. Una crónica a lo Hemingway. Una piedra de la locura de Pizarnik. Una ópera de Wagner entre rejas. Una caminata con Macedonio Fernández una tarde de otoño. Un amor curtido a lo Sartre y Beauvoir. Un rezo a lo Malraux. Un cigarrillo encendido en Casablanca. Una muchacha ojos de papel de Almendra. Un amor intenso filmado por Favio. Una idea de suicido a lo Camus. El teatro de la vida de Gorostiza y Cossa. Un heraldo negro a lo Vallejo. Una revolución inconclusa a lo Cooke. Un fragote radical de Yrigoyen. Un subsuelo de la patria de Scalabrini Ortiz sublevado por Perón. Una violación de la espada a lo Lugones. Una traición de Frondizi. Una gesta heroica del Che. Un Adán de Marechal. Un cuento de Cortázar escrito en una buhardilla de París. Una poesía de Paco Urondo antes de morir acribillado. Una noche templada entre los escombros de Playa Girón. Un exilio de Gardel. Una piedad que fue negada. Una carta de Walsh que dignifica. Durante mucho tiempo me desveló y aún me desvela que sea posible deshacer la violencia en palabras. Pero nada está dicho aún. Excepto y apenas este intento reiterado de asomarme a los pliegues de nuestra civilización y nuestra barbarie.”
Le tocó a Paco Urondo escribir los testimonios de los sobrevivientes en La patria fusilada, en vísperas de mayo de 1973, cuando Lanusse debió entregar el gobierno a Héctor Cámpora, luego de aceptar el fin del exilio de Perón y dar elecciones libres, logradas entre otras cosas sobre la sangre derramada durante tantos años. Pero las marcas de Trelew se repitieron en 1976, cuando la trilogía terrorista de Rafael Videla, Emilio Massera y Ramón Agosti asaltó el poder y dejaron miles de asesinados, presos y 30.000 desaparecidos en su estela de terror. Otra vez, la pregunta: ¿valía la Argentina la muerte de una generación de valientes? ¿Hubo tiempo para que se lo preguntaran Haroldo Conti, Francisco Paco Urondo y Rodolfo Walsh antes de ser desaparecidos y asesinados por la dictadura del 76?
Digo, escribo: Durante mucho tiempo me desveló y aún me desvelan las razones por las cuales una generación de argentinos atravesó el siglo pasado envuelta en una violencia que no desearon, pero padecieron e impulsaron para romper la violencia impuesta por el poder. No encontré respuestas definitivas: sólo entreví pistas de un laberinto de amores y odios tan viejos como la formación misma de esta patria caleidoscópica; pistas en un territorio de creencias y pasiones que sólo aparecen en las películas épicas, cuando una generación se dispone a modificar el estatu quo tanto en la vida privada como en el ancho territorio del afuera. Tanto entre las sábanas donde se despliega el sexo como en las plazas donde la vox populi se transforma en carne de la historia.
Entonces ¿“Arderá el amor; / arderá su memoria / hasta que todo sea como lo soñamos”, como escribió Paco Urondo?
Ardió. Arde. Arderá.