En el álbum traslúcido de escenas cristalizadas que llevo en la mente, al que de vez en cuando todavía le agrego figuritas, hay una que vuelvo a mirar con frecuencia. Está bastante al principio, tengo que retroceder con cuidado entre páginas frágiles de papel seco... bueno: suficiente con la imagen del álbum. La situación es ésta: tengo trece, volví de la escuela, almorcé y hace dos horas que estoy tirada en mi cama (la de abajo de una estructura de cuchetas, acolchado verde con florcitas blancas –habíamos ido a Once a comprar la tela, que armaba composé con las cortinas...¿qué?, hablábamos así: cuchetas, composé–, en la pared un póster de Sui Géneris tapando apenas las marcas de sus predecesores, los de Michael Landon y Lynda Carter), y hace dos horas también que me levanto cada 2.56 minutos para volver a poner la púa al comienzo de “Top of the World”. 

En la mano tengo la tapa del disco, porque así se escuchaban los discos: tapa en mano. Más aun cuando, como en este caso, el sobre interior traía las letras de las canciones. Tapa roja, “Carpenters” grande, en negro; arriba, a lo largo de un margencito blanco, el nombre del disco: A Song for You. Y bien en el centro un corazón, también blanco. 

El disco me lo había prestado ese día una compañera. Las chicas de la secundaria no eran como mis amigos reales. Con mis amigos reales escuchábamos música mucho más comprometida.  Sin embargo, tras dos horas de escucharlo no entendía cómo iba a hacer para devolverlo. Porque estaba claro que nunca más querría escuchar otra canción que no fuera “Top of the World”.

Hoy, treinta y seis años más tarde, sigo recordando perfectamente por qué: porque esa canción –con esa letra, esa música, esos arreglos, esos coros y esa voz cargada de cosas inciertas que tenía Karen Carpenter– me producía un cosquilleo en todo el cuerpo. Esa canción, me pareció, debía ser como una se sentiría cuando se enamoraba. Es decir: escuchando esa canción anhelaba a mi amado, y creía sentir con exactitud todas las cosas que me haría sentir el amor; incluso el amor complicado, conflictivo. Pero no estaba enamorada de nadie, ni lo había estado nunca. Y qué era esa inquietud física, además. Ni idea, pero me fascinaba. In the leaves on the trees and the touch of the breeze / There’s a pleasing sense of happiness for me.

Había un tono en “Top of the World” que prometía muchísimo, y que arrastraba también emociones del pasado. Me parecía detectar algo conocido pero a la vez difuso. Era alegre y triste, seducción y pérdida, éxtasis y melancolía. Such a feeling’s coming over me. Eso. Pero ¿qué feeling, para ser precisos?

Lo sorprendente de este recuerdo es que, cuando varios años después finalmente me enamoré (con todo el cotillón antes previsto), pude confirmar mi intuición: “Top of the World” es, en efecto, lo que produce el amor. Es, podríamos decir, un sucedáneo del amor; una prueba piloto para preadolescentes.

Ahora: en un giro magnífico que nunca hubiera anticipado, muchas de las canciones y películas que tuvieron para mí un peso particular en la infancia y la adolescencia van reapareciendo cuando mi hijo o mi hija las descubren. Y si alguna vez me ofrecieron un universo nuevo o una emoción desconocida para después ir posándose en el fondo de la memoria (cristalizándose, como decía al principio), la fascinación de mi hija o de mi hijo las vuelve a empujar hacia la superficie, donde duplican o triplican su densidad. Ya no son esa mezcla de pasado con futuro: los Carpenters, Duran Duran, Heidi, las hazañas de Hércules, La novicia rebelde se vuelven presente y, para mí, suman una inesperada capa de sentido.

Hace pocos años mi mamá cumplió 70 y le hicimos un video. ¿Por qué de todas las canciones posibles, después de un tiempo  de no escucharla, se me ocurrió musicalizar el video con “Top of the World”? Tal vez para que pasara lo que pasó: que mi hija, apenas la escuchara, me dijera: “¿Qué es esa canción? Es hermosa. Me pone muy contenta pero a la vez muy triste. A ver, ponela otra vez”.


Laura Wittner nació en Buenos Aires en 1967. Es Licenciada en Letras, coordina talleres de poesía y traducción y trabaja como traductora para diversas editoriales. Algunos de sus libros son El pasillo del tren (1996),  Las últimas mudanzas (2001), La tomadora de café (2005), Lluvias (2009), Balbuceos en una misma dirección (2011) y La altura (2016). Es también autora de libros para chicos: Cahier du temps (2006), Cumpleañeros (2007), La noche en tren (2008), Gato con guantes (2009), Eso no se hace (2015) y Veo Veo - Conjeturas de un conejo (2015). EN 2017 saldrá su obra poética reunida por Gog y Magog.