Elenita te habla. Ojito, te dice. No quiero quejas, te dice. Nada de andar noviando, te dice. Y Sonríe. Es una sonrisa vacía. Dibujada como la que tienen las muñecas de plástico baratas. Abrís la boca. Tus labios tiemblan. Se corren como el telón gastado de un teatro deslucido dejando ver al único actor, de pie, en el medio del escenario, apenas inclinado, no hay música, no hay brillo, no hay aplausos. Ahí está, casi agachado, en el medio de una mueca disfrazada de sonrisa, un último acto reflejo hasta que el telón se cierra y tu único diente, clavado en la encía como un grano de arroz partido, se esconde.

Y babeas. Querés hablar. Y babeas.

En lugar de palabras dejas caer largos hilos de baba. Sentís la mano de Elenita debajo de la tela del repasador. Acá vas a estar mejor, papá, te dice. Te limpia. Impregnadas, entre la saliva y la tela, hay un montón de sílabas sueltas. De palabras mezcladas. De oraciones que nunca vas a poder decir. Restos de una enorme sopa de letras frías que ensucian el repasador.

Elenita mira el reloj colgado en la pared. Vos mirás sus ojos. Tienen el brillo opaco de una laguna con el agua estancada a punto de desbordarse.

Un hombre junta los platos de sopa. Algunos todavía están llenos y cuando los apila, uno sobre otro, rebalsan. Tu mamá, mientras lavaba los platos, se fumaba un cigarrillo. El papel húmedo entre los dedos enguantados, la canilla bien abierta con el agua regulada: ni muy fría, ni muy caliente y a veces, solo a veces, la radio bajita con canciones de Roberto Carlos o Camilo Sesto. Refregaba las ollas con la virulana, los platos con la esponja, los tenedores como acariciándolos con las manos y muchas, muchas burbujas de detergente. Cuando vos te acercabas ella apoyaba el cigarrillo a un costado de la mesada. Las cenizas a punto de caer en la bacha, el chorro grueso salpicándolo todo, el mármol con líneas color ocre en el borde.

—¿Falta mucho?

Ella soltaba el humo en un suave silbido y sin mirarte te mostraba los cinco dedos forrados de amarillo. Dedos que chorreaban agua. Con burbujas de detergente chiquititas que se rompían cuando volvía a poner la mano abajo del chorro para comenzar a refregar de nuevo.

Te ibas a jugar, a leer, a esperar. Y cuando eran las cinco, volvías. Y la veías poner el mantel sobre la mesa. Después: dos servilletas, la azucarera, un pote de queso untable, un frasco de vidrio lleno de galletitas. Vocaciones. De vainilla. No las rellenas (todavía no habían salido ni las rellenas ni las de chocolate) y mientras se calentaba el agua en la pava, en una bandeja ponía dos tazas blancas y grandes: té para ella, mate cocido para vos. Antes de sentarse ponía de tu lado un paquete de Melbas. En silencio, los dos merendaban, frente al televisor, mirando Daktari. Cuando ella terminaba de untar tres galletitas vos ya habías tomado dos tazas de mate cocido y te habías comido todo el paquete de Melbas, entonces, el león bizco gruñía anunciando el final y ella hundía una Vocación adentro de la taza de té.

Elenita mira el teléfono. Se para. Quiere acomodarte la silla. Cuando tira de los puños los ejes de las ruedas hacen ruido. El ruido te produce la misma sensación que el televisor mal sintonizado, que la tos del hombre de la otra mesa, que el llanto de la mujer de más allá, que el machacante segundero del reloj.

Babeas.

Elenita acomoda la silla, te limpia, te besa. Un beso en la mejilla. Sentís los labios como dos gusanos vivos, tibios. Portate bien, te dice. Solo eso te dice. Y se va. No mira para atrás. La entendés, vos tampoco lo harías. Mirás por la ventana. Por el patio flota un diente de león. Panadero, le decía tu mamá. Cuando veas uno agarralo, te decía. Y pedí un deseo. Y soplá fuerte. Bien fuerte, te decía. Y dejalo que se deshilache. Que vuele lejos. Que vuele alto. Bien alto, te decía.