El aplauso, que parece inagotable, retumba caluroso y denso en la sala colmada. En el centro del escenario, Martha Argerich agradece. Se lleva la mano izquierda al pecho, levanta la vista, se inclina levemente una y otra vez. Sonríe. Pero no mucho. Si hasta pareciera que no termina de entender tanto barullo, o alguna forma de asombro la distrae de la tarea de recibir gratitud por lo que acaba de dar. A su lado está Luis Gorelik. Cada vez que el director se corre un paso atrás para dejarla sola ante la ovación, ella enseguida lo alcanza. No quiere estar sola. Ni siquiera en esa sencilla forma de danza que son los saludos que siguen a una ejecución. El sábado, en el Teatro Colón, Argerich, con Gorelik al frente de la Orquesta Estable, tocaron el Concierto nº3 Op.26 de Sergei Prokofiev. Fue el gran momento de la noche de despedida del Festival Argerich, antes del saludo final con El carnaval de los animales, de Camille Saint-Säens, con la participación además de Annie Dutoit como relatora y Dong Hyek Lim en el otro piano.
El “tercero” de Prokofiev, obra temida por pianistas, directores y profesores de orquesta, es uno de los conciertos de cabecera de Argerich. La inspiración desbocada del compositor ruso se traduce en una partitura técnicamente venenosa, plagada además de embelecos expresivos; una obra en la que la relación entre solista y orquesta, articulada en encastres que en algún sentido funcionan como un mecanismo de relojería, oscila entre el diálogo y la discusión. Una vez más Argerich logró llevar tanta materialidad al ámbito de lo trascendental. Por sobre las circunstancias de lo mecánico y la convención de la escritura, la pianista logró lo que pocos en esta obra: sonar fresca, espontánea, plástica y, como siempre, extraordinariamente musical.
El primer movimiento, tomado con el tempo más rápido posible para este concierto, resultó tan bello cuanto arrollador. Incluso por momentos arrastró en su torbellino a la Estable, con la que sin embargo Gorelik logro hacer enseguida cosas muy apreciables. En particular en el segundo movimiento y en el ditirámbico final, cuando el director logró poner de lo suyo para sacar lo mejor de la orquesta y servir así a una solista inagotable, siempre sorprendente. Si a los once tocaba, dicen, con la madurez de los curtidos, a los 81 años, Argerich toca con la transparencia invencible y la vivacidad de una niña.
La segunda parte del programa tuvo otra matriz, más ligera si se quiere, aunque también atractiva. La Obertura Carnaval, de Antonín Dvorak, un correcto meteorito en una noche estrellada, fue el preludio a El carnaval de los animales. Con una histriónica Dutoit como narradora, la “fantasía zoológica” de Camille Saint-Säens describió con gracia la sucesión de tortugas, elefantes, gallinas, hemiones y cisnes, sin olvidarse de esos “mamíferos concertívoros”, los pianistas. Un momento lúdico al que Argerich, Dong, Gorelik y los sucesivos solistas de la orquesta correspondieron con excelente instinto musical, para levantar otra gran ovación en la noche. La final.
Así terminó otra edición del Festival Argerich. Fueron siete noches y una tarde en las que bajo el aura redentora de una de las grandes pianistas del siglo --de este y del que pasó-- se produjeron momentos de gran intensidad musical y emoción. Argerich, Charles Dutoit y la Orquesta Filarmónica haciendo Ravel en el concierto inaugural; las dos funciones con La Historia de un Soldado, de Igor Stravinsky --puesta en escena de Rubén Szuchmacher, dirección musical del mismo Dutoit y un notable elenco--, preludiadas por la misma Martha haciendo su Bach; el concierto a dos pianos de Martha y Sergei Babayan, con un Prokofiev ardiente y un Mozart de acabada humanidad y perfección sentimental. Estas, y la noche final, claro, son las cosas que quedarán entre los hitos que promueve una artista capaz de perforar con su carisma el nunca bien explicado estereotipo de “público de la música clásica”.
Lo nuevo, lo clásico, lo exclusivo
En los días del Festival Argerich, el Colón fue un teatro distinto. Más abierto, si cabe el término. Tuvo una concurrencia en parte renovada, que incluso podía aplaudir las obras entre movimientos. Si para la liturgia de cierta rancia casta plateísta eso podría parecer el acabose, para quienes escuchan mejor también puede ser un “empezose”, como decía Mafalda. Es fundamental que estos grandes y costosos eventos sirvan para la renovación del público. La más grande de las fábricas de música del país necesitan abrirse a nuevos auditorios y para eso no hace falta que renuncie a su tradición y a su esencia.
Al contrario, debe reforzarlas. Eventos como el Festival Argerich lo demuestran. Lo que debe cambiar es esa idea de que la “música clásica” es para las elites. Hace rato que en la ciudad que tiene una universidad, pública por cierto, que está entre las 50 mejores del mundo –una usina de nuevos públicos--, se ve que la idea tradicional de cultura esta enemistada con la de “exclusividad” de los ricachones. Cada día hay más evidencias de que los que manejan el capital, acá y en el mundo, son brutos. Y para peor, orgullosos de serlo.
En este sentido es oportuno destacar los buenos reflejos de la dirección del Colón, que asume su condición de institución estatal y ante la escasa preventa de los conciertos en los que Argerich no era directa protagonista, impulsó un promoción “a último momento”, con entradas a 200 pesos para menores de 35 años. El éxito de la propuesta hizo que la misma estrategia se utilizara para al recital lírico que este domingo a la tarde animaron el tenor germano-canadiense Michael Schade y la soprano mendocina Verónica Cangemi, en el marco del ciclo Grandes Intérpretes.
Solo cabe esperar que este final sea un buen comienzo.