“La primera composición famosa de Litto Nebbia, escrita con la colaboración de Tanguito, es al rock nacional lo que “Mi noche triste” al tango: el tema inaugural de un nuevo tipo de canción y objeto predilecto del relato mítico”. Las palabras son del historiador y periodista Sergio Pujol en su disección para el libro Canciones Argentinas, y apuntan al doble centro de la cuestión: el alumbramiento de un nuevo tipo de canción y, sobre todo, el punto cero del mito. Cinco décadas pasaron, luego, bajo el puente de la contracultura rockera. Y fueron de lo más variadas. A veces abrazando fielmente una inicial idea libertaria y bohemia, y otras tirando por la ventana el contenido y atándose a la forma. A la forma del hit, del éxito. Esas dos caras de la moneda –tantas veces ladrándose entre sí– fueron jalonando la historia hacia adelante. 

Ya el mito del origen genera controversia: que fue el lanzamiento del simple Rebelde/No finjas más, de los Beatniks, el 2 de junio de 1966, aseguran algunos con vehemencia. Que fue mucho antes, dicen otros, nadando contra la corriente como el salmón: los años previos –los del Pity Pity de Billy Caffaro, los de las primeras grabaciones de Eddie Pequenino– también tienen que ser tenidos en cuenta. En esa apasionante batalla ideológica de café entra el acontecimiento del que se cumplen cincuenta años exactos: cuando llegó al vinilo el resultado de una madrugada en que tras las puertas del baño de un bar de Buenos Aires se tejieron los acordes y estrofas de una canción. El bar era La Perla, que cerró sus puertas hace pocos meses. Los protagonistas, Litto Nebbia y José Alberto Iglesias, Tanguito. La canción, “La balsa”.

Graffitis en la puerta de la casa de San Telmo donde murió Luca Prodan.

ARGENTINA HACE ¡PLOP! Y a partir de entonces, la fiebre. Cinco décadas de músicos, compositores, álbumes emblemáticos, pantalones bajos y saltos desde el noveno piso, “rompan todo”, beatniks, películas que retrataron la escena, “solos y de noche”, sonidos beat, pop, dark, indie, heavy metal, punk, ska, y más. El estallido se transformó en camino y el camino en estela: “Por cada sitio que va, huele su aroma”, supieron cantar los Estelares. Algo así, después de tanto tiempo, pasa con el rock argentino. Con epicentro en Buenos Aires y otros polos urbanos, las calles, los bares, los estudios, los estadios y los homenajes fueron dejando múltiples rutas para ponerle imagen, color y movimiento a los sonidos.

En la Capital Federal, los restos del naufragio de la balsa –naufragar era en los sesenta esa idea de divagar largas horas en los bares– están por todos lados. En caminos que se pueden improvisar, o en los que se ofrecen: la propia ciudad armó para este año dos recorridos gratuitos (el azul y el rojo) bajo el nombre Rock por las Calles. Plantean dos itinerarios que se recorren a pie, y con guía. Ambos tienen un marcado eje en los años ochenta y son una buena alternativa para quienes empiezan a descubrir parte de la historia de nuestro rock, o para quienes quieren poner los pies en lugares con historia y simbolismos.

El circuito azul comienza en el número 451 de la calle Alsina. Aquí nos encontramos con Javier, que será nuestro guía a lo largo de unas cuantas cuadras. Y estamos en este lugar para arrancar por el jamón del medio de los años ochenta; la figura del italiano que vino a ponerle más pimienta a una década bien sazonada: Luca Prodan. En este caserón de puerta de madera –ahora plagada de mensajes– vivió sus últimos días el líder de Sumo, y acá murió el 22 de diciembre de 1987. La recorrida se pone en marcha y pasamos por la Plaza de Mayo, que –movida de su lectura habitual y llevada al plano rock– fue el escenario para las golondrinas de Luis Alberto Spinetta –que volaban en libertad cantadas por el Invisible de 1976– o el de los obreros de “No bombardeen Buenos Aires” de Charly García, esa “ráfaga de asombrosa lucidez desde la mente de un paranoico en estado de shock”, como resumió a la canción Martín Zariello en el libro No bombardeen Barrio Norte.

Metros más allá, años y sonidos mutan con el avanzar de los pasos. Si lo recuerdan, el video clip de En la ciudad de la furia de Soda Stereo comienza con una toma aérea fechada: al pie de la imagen dice “mayo de 1989”. Una era política caía, entre cúpulas, humo de fábricas y edificios. Y el escenario era la Diagonal Norte, a la que ahora entramos. Javier se encarga de ir poniendo canciones con su tablet y de situar en un mínimo contexto a cada banda, pensando en quienes no están muy avezados en esta historia. Hablando de Soda, apenas más allá, en la triple esquina de Diagonal Sur, Bolívar e Yrigoyen, buscando el punto exacto se ve perfectamente el fondo que fue portada del álbum Doble Vida, esa tapa urbana y nublada del trío. Cruzamos después por Sarmiento y Esmeralda, donde el protagonista de “Pensé que se trataba de cieguitos”, la canción de Los Twist en la apertura democrática, bajó del taxi y compró sus pastillas Renomé.

La avenida Corrientes, corredor emblemático para la noche porteña si los hay, es también un trazado de cultura rock. Teatros como el Astral (donde Spinetta presentó el fundamental disco Artaud en las mañanas de 1973), o el Ópera (donde, por ejemplo, Los Abuelos de la Nada grabaron en junio de 1985 uno de los discos en vivo más emblemáticos de la década). Y están, además, las letras. Desde la inspirada “11 y 6”, de Fito Páez (“Él se acercó, le preguntó si andaba bien, llegaba a la ventana en puntas de pie, y la llevó a caminar por Corrientes”), a Memphis La Blusera, para quienes las luces de la calle Corrientes piden moscato, pizza y fainá; hasta el más reciente Maxi Prietto y su crónica de una noche en la avenida.

El recorrido rojo arranca desde el Centro Cultural Kirchner. Desde la esquina de Sarmiento y Alem (¡donde hay un buzón intervenido alla spinetta!) al cercano Luna Park. Javier se detiene la anécdota de Billy Bond y la Pesada, y un final caótico de concierto aquí, en 1972. Pero en este mismo lugar (que rebalsa de historia deportiva y política a la vez) retumbaron, por caso, los acordes del Adiós Sui Generis en 1975.  

Más adelante nos encontramos con la esquina de Florida y Viamonte, lo que hoy se llama Auditorio Kraft, supo ser el mítico Auditorio Buenos Aires. Acá los memoriosos amantes folk se detienen ante el recuerdo del debut de PorSuiGieco, un supergrupo armado por Sui Generis, Raúl Porchetto y León Gieco. La parte final de circuito rojo rescata al teatro Payró –en San Martín y Córdoba– donde sonó la trilogía Almendra, Manal y Vox Dei. Y cierra con murales: algo castigados, en la esquina del pasaje Rojas y San Martín, hace unos años se estampó el homenaje a las mujeres del rock: ahí están las Viudas e Hijas de Roque Enroll, Fabiana Cantilo, y La Torre.

Charly y Nito, el dúo Sui Generis, inmortalizados en el bronce en Mar del Plata.

SIEMPRE CERCA El rock nacional (término usado largamente, sobre todos desde la apertura democrática, ahora mutado hacia rock argentino) no solo ha trazado redes por todo el país, sino que su mismo origen tuvo afluentes que bajaron por el Paraná, en aquellos días preiniciales de los años 60 en la ciudad de Rosario. A 300 kilómetros de Buenos Aires los rastros de carmín de aquellos días son difusos, pero bien valen un paseo por la siempre bonita ciudad para rememorar las jornadas con los acordes de los Wild Cats –luego los Gatos Salvajes, luego Los Gatos– en el Club Francés, donde hoy funciona la Alianza Francesa (San Luis 846). Fue un lugar clave de entonces y una rareza a la vez, porque ahí  se tocaba solo ese incipiente rock, a diferencia de los otros clubes. Incluso antes de eso, Litto Nebbia ya había marcado por ahí el pulso con el grupo Los Sabres –aunque en rigor de verdad tocó solo un puñado de veces con ellos– en el circuito de lugares como las matinée de Echesortu y El centro Castilla, los bailables como Caprichos, Suderland o La Notte y los clubes. El periodista local Sergio Rébori nos ayuda en la enumeración: Provincial, Plaza, Regatas, Jockey, Baltasar, La Unión, Defensores, Gimnasia y Esgrima, Nueva Era y muchísimos más. Los conciertos y bailes son historia, y los clubes sobreviven en los barrios. 

Ya entrando en los setenta el rock pasó a los teatros y a las facultades, y si hay un lugar donde darse una vuelta en el Rosario de hoy –para conjugar pasado y presente– es la antigua Sala Evita, que después del golpe cívico-militar se renombró como Sala Lavardén. Un espacio icónico desde esos primeros años, que atravesó toda la historia del rock de la ciudad. En la actualidad sigue funcionando como Complejo Público Cultural (en Mendoza 1085) y las actividades son permanentes. En este lugar, por ejemplo, Fito Páez  grabó su Circo Beat (1994), ese mismo álbum que es un estallido de referencias rosarinas; de las tribunas futboleras y el diario local en “Mariposa Tecknicolor”, a los recuerdos del Normal 1 y, claro, el “Tema de Piluso” y su letra que determinó que para siempre y para todo, Rosario siempre estuvo cerca. 

Cerca de Plaza San Martín, un mural de homenaje a las voces rockeras femeninas.

FALDAS HIPPIES Si la chance es darse una vuelta invernal por las sierras, y si el espíritu de curiosidad rockera acompaña, no se puede dejar de pasar por algunos lugares. Comenzando por el costado bucólico de la impronta más hippie, en La Falda, el anfiteatro de la ciudad supo ser el centro del histórico festival que quedó entre los más importantes del rock argentino (al punto que este año fue reflotado). Desde febrero de 1980 y durante gran parte de esa década fue un escenario de referencia, pero además por la importancia simbólica: cuando comenzó, hacía largo tiempo que no había festivales de rock en el país (quizá desde los BA Rock a comienzos de los 70); nació desde Córdoba, y fue testigo de grandes conciertos y a la vez termómetro de una época de fin de dictadura y novísimos sonidos. Ahí quedó en la memoria el momento en que el público les dio la espalda a los aún inéditos Abuelos de la Nada. Andrés Calamaro lo recordó así, años después: “con Los Abuelos fuimos una vez antes de editar el disco, cuando salió Miguel (Abuelo) con su percusión todo el público nos dio la espalda, era intolerancia total. Salvamos los papeles con el solo de batería”. 

En este recorte –siempre arbitrario, claro– el periodista cordobés Lucas Fernández señala dos sugerencias: el lugar por excelencia en la sintonía sesentista es la Playa de los Hippies (o Cuesta Blanca, un bonito lugar en las sierras, una especie de Polonio cordobés) a la que solo se llega caminando. Fue, recuerda Fernández, un refugio para los rockeros en época de dictadura. Es el paisaje de un lúdico video de Los Músicos del Centro, grupo que supo ser la banda de Litto Nebbia, de la canción –justamente– Cuesta Blanca. La segunda recomendación es para hacerse una escapada de unos 30 kilómetros a Unquillo, donde en una antigua capilla de piedra funciona el Centro Cultural El Recodo del Sol. En los años setenta cobijó a Tanguito, Kubero Díaz, y hasta Miguel Cantilo compuso canciones aquí. 

Un buzón “alla Spinetta” recuerda la presencia del rock argentino en el Bajo.

YO VIVO EN ESTA CIUDAD Una enorme cantidad de los canciones que escuchamos hasta el cansancio entre vinilos, cassettes, CD y el formato digital de turno se estamparon en los emblemáticos Estudios ION (Hipólito Yrigoyen 2519) y del –cerrado desde 2009– TNT, en Moreno 970. Canciones y álbumes que nos hablaron y nos hablan de mil itinerarios posibles: del paseo por Bajo Belgrano de Spinetta Jade (1983) al GPS puesto hasta Valentín Alsina, cuando los dos minutos resacudieron el punk en los 90. La Avenida Rivadavia de Manal en la que caminamos junto a ellos una cuadra sin hablar, o el conurbanesco y casi distópico Avellaneda Blues. De la esquina de Larrea y Sarmiento nos hablaron los Virus en “El 146”, y nos hicieron conocer ese cruce sin conocerlo, mirándolo desde un colectivo con un boleto de 3500. La mañana de sol en el Abasto la puso en el mapa el que inició este recorrido, Luca. El mismo al que muchos se acercan a saludar en su nueva casa, a la que llegó después de la de Alsina al 400. En el cementerio de Avellaneda, un busto calvo es punto de peregrinación y visita permanente. 

El rastro en paredes y esculturas, que se hace esquivo por el paso de tiempo y vandalismos, puede seguirse por algunas calles de la ciudad. Del homenaje a las mujeres del palo, pasando por la plazoleta Miguel Abuelo, en Belgrano, a los más recientes homenajes a Spinetta y Gustavo Cerati. El que está dedicado al creador de Almendra, Pescado Rabioso e Invisible se inauguró el año pasado en el cruce de la avenida Congreso y las vías del ferrocarril Mitre, entre los barrios de Coghlan y Villa Urquiza. En el exterior, las tapas de muchos de sus álbumes trazan una cronología, pasando por el Valle Interior, El jardín de los presentes (Almendra), Madre en años luz (con Jade), Pelusón of Milk, Don Lucero, Pan, y más. En el caso del frontman de Soda Stereo, su tributo data de este año y está entre los barrios porteños de Villa Devoto y Agronomía, en la Avenida Beiró y el cruce con las vías del tren Urquiza, y en ese caso las tapas y estéticas de diferentes momentos de su carrera están dentro del propio túnel. Las artes de tapa de álbumes como Bocanada, los once episodios sinfónicos, los leones de Canción Animal y hasta la silueta de guitarrista rampante del disco Ahí vamos.

El trazado final tiene algo de búsqueda utópica. La Perla, en la esquina de Jujuy y Rivadavia, se sumó tristemente este año a la lista de “catedrales subtes” –como las llama el poeta Fernando Noy en su Historias del Under– que ya son pasado. En el caso de La Perla queda el edificio y una placa de bronce. De otros, ya ni eso. Ahí andan entonces fantasmas de acoples, bohemias y resacas primero en La Cueva (Av. Pueyrredón 1723), y después en lugares como el Stud Free Pub (Av. Libertador y Pampa, de ahí quedan tesoros piratas de Patricio Rey), Le Chevalet (Ecuador 1644), el Zero Bar (República de la India y Las Heras), y por supuesto el Parakultural (Venezuela 330), y Cemento (Estados Unidos 1234). Por supuesto, atraviesa todo el recuerdo siempre presente de la tragedia de Cromañón, en el barrio de Once.

El mapa ya invisible de lugares que fueron quedando en la historia sirve para sacar a esos sitios de los libros y el recuerdo, y ponerles una cara. Un espacio. Volver a hacerlos reales. Quizá el recorrido resulte inspirador para nunca dejar de pensar en lugares que pateen el tablero. Como la definición del Café Einstein (abierto en 1982 en Córdoba al 2500) que escribió Sergio Aisenstein, uno de sus creadores: “Un borrador inmejorable. En la ciudad rodeada de muerte, materializó una energía nueva y poderosa”.