La chica con la que desde hace días había querido coincidir me habla mientras yo oteo el reloj y de cuando en cuando sus tetas; la miro y pienso: me aburro; estoy ahí por estar nomás, porque la tarde antecede a la noche y nada hay para hacer hasta la hora de las brujas; o para justificar la insistencia y dar un respiro también a las de ella, que está ahí por estar, o por quién sabe qué razones. Me cuesta decidirme, dice, sin que yo le hubiese preguntado nada al respecto, hoy, que estoy por estar, pero ayer negándose al más simple beso. Soy muy lerda para tomar una decisión, agrega, a mí, que ese día fui porque era a la tarde y tantos minutos restaban para el insomnio. ¿Nos vemos a las siete? me propuso a la mañana, y yo, bueno, dale, por las razones antes expuestas.

Pero nada, hoy nada. Hoy es la indolencia, sin ganas siquiera para la melancolía; un estar ahí por estar, con ganas de caminar solo, inventándome razones para no salir corriendo del bar; y mis ojos en el reloj y a veces también entre sus tetas, atraídos por esa belleza, pero forasteros, curioseando como quien espía los libros de una biblioteca ajena mientras espera.

Quisiera fumar para despabilarme, pero ya no se puede en los bares. Entonces ella que habla y yo incapaz de disimular el bostezo. Estoy cansado, anoche dormí mal, me excuso. También con este calor, yo tampoco pude dormir porque bla, bla, bla, sus palabras diluyéndose en sonidos sin formas, onomatopeyas carentes de conceptos; un mugido, un balido, el tic tac, cualquier cosa tendría más sentido que el besebisicasopeso que sale de su boca y se pierde en el adormecedor murmullo del salón.

Me pasa cuando me aíslo en lugares llenos de gente: el murmullo parece subir de tono y de golpe se funde en las imágenes incoherentes de la duermevela previa al sueño. A veces me duermo, efectivamente, o simulo hacerlo para que no me molesten, para huir de una mesa donde otros hablan y no me interesa nada de lo que se dice ni nadie de los que lo dicen; pero otras intento despejarme, por cortesía, o porque comprendo que es imposible vivir siempre como un anacoreta en el medio de la ciudad y hago un movimiento brusco, un sacudón que no siempre sirve; o me obligo a algún interés real, a pensar, por ejemplo, que alguna vez tendría que escribir todo eso que veo en los instantes previos de la desconexión y es entonces cuando necesito los cigarrillos para el camino de regreso al mundo que me justifico en la planificación. Pero en los bares está prohibido fumar; entonces mozo, me cobra por favor, y por fin la calle, el aire húmedo y tórrido de enero en el centro de la ciudad, al fin el humo de mi cigarrillo, la somnolencia alejándose, ella que sigue hablando, y yo que entretanto algo habré dicho también de lo contrario es impensable esa continuidad de frases bla bla bla besebiscasopeso; la acompaño hasta la parada de taxis y chau nos hablamos el sábado y vamos al río. Claro, vamos.

A lo mejor el sábado quiera verla y si no algo se me va a ocurrir para cancelarla. Tan pasajeros los estados del alma.

Ayer, hace años, por ejemplo, me sentía exultante, pero todavía era con vos. Y era con Marechal y el Tata Cedrón (El árbol del cariño tiene dos frutas; yo busco la de sangre, no la de azúcar), qué belleza de canción (El árbol del cariño tiene dos hojas, yo no busco la fácil, busco la otra), me enamoro de la melodía, un flash, la repito 5, 6 veces seguidas, dejo el libro que leo para cantar que el árbol del cariño tiene dos flores, yo busco la de plata, no la de cobre. Pensé, recuerdo, mientras estudiaba Hume, que Kant tenía razón; y todo por esa melodía y esas palabras; llego a la mesa de examen, recito Hume y dejo escapar que Kant tenía razón y entonces me paralizo ante la pregunta no ya de por qué y en qué tenía razón, sino de cómo llama Kant a esto o aquello; pero yo no puedo decir Kant, no sé decir Kant, no me sale decir Kant, porque tengo a Marechal y la voz del Tata, que por alguna razón me hicieron sentir que Kant tenía razón; lo sentí mientras sentía la canción y era consciente de estar sintiéndola, como electricidad recorriendo mis venas en lugar de sangre; y era consciente de lo que vivía, de mi ingenua predisposición a lo trascendental; por eso venga mejor en quince días, cuando sepa explicar cómo llamaba a todo esto Kant. Ah, pero qué boludo, me dijiste. Y nos reímos los dos.

Pero ahora es otra cosa. Ahora es la indolencia hoy y extrañarte ayer mientras escucho a Charly y te hablo con unas palabras tan secas, a vos que estás en mi cabeza por estar nomás; bla bla bla besebisicasopeso mi voz en tus oídos.

Empiezo a adormecerme ya sin el murmullo de los salones repletos. Juraría que, como al pasar, oí unas olas rompiendo contra las piedras; juraría que una gaviota gritó antes de lanzarse hacia la playa, donde la espuma del reflujo apenas si cubre la última almeja, o la primera. Juraría que detrás de los médanos estabas vos, esperándome.

Juraría que oí el rumor del mar, escribo, sintetizo, hermetizo; y no es lo único que repito en esta y otras páginas con sutiles variaciones. Darse cuenta, muchacho, de que estamos girando una y otra vez sobre lo mismo. Aquellos para qué y para quién, aquellos destinos de tragedia griega, aquellas indecisiones shakesperianas, aquellas muertes resignadas, y las otras, las que buscaban evitarse, no eran más que esta misma búsqueda de razones; razones para morir antes que para vivir. Vivir no necesita razones, me digo mientras resisto el sueño. Y detrás de mis palabras, canto. Esa es mi voz, también, mi rock and roll Yo.

Canto pero quisiera llorar. Qué bien me haría una puta lágrima. Hey, linda nena, dónde vas a huir. Y hacia dónde voy yo en mi duermevela insomne. Quizás te ame, ¿qué puedo hacer cuando mañana está en el ayer?, canto bajito. Voy hacia el río. Siempre que camino creyéndome sin rumbo enfilo hacia el río siguiendo una huella que parece tuya. Voy hacia el río, donde el cielo es gris, y es noche, y no hay luces que la desmientan o la confirmen. Voy hacia donde creo sentir que todas las cosas fluyen, como el agua, como las vidas que todavía viven. Es apenas eso, una creencia, una fe diminuta pero fe al fin.

Entonces rezo: que cada palabra buena te nombre, que las luces sean tus luces y que las sombras se alejen aterradas antes de que puedan alcanzarte, que las nubes formen tus sueños y que la lluvia riegue tus manos cuando de ellas esperes un fruto; que tus ojos vean caminos y que tus pasos sigan las huellas que sólo han marcado para vos los hados favoritos del buen destino, que tus lágrimas sean felices y que tu felicidad emocione al mundo.

Rezo por vos.

 

Por ella y por vos: amen, amén.