Obtuvo el Premio Nobel en 1926, segunda mujer en lograr tal distinción y primera y única hasta hoy de lengua italiana que lo obtuviera en Literatura. Y sin embargo, su nombre no ha figurado en el lugar destacado que tuvieron otros compatriotas, aunque con el tiempo fue logrando un merecido reconocimiento.
Grazia Deledda había nacido en 1871 en la localidad sarda de Nuoro. No es dato menor para la historia de una mujer que hubo de enfrentar difíciles situaciones personales y culturales como políticas sobre todo en los años iniciales de su consolidación como escritora. La unificación italiana se había producido en 1861, y entre otras muchas cuestiones, esto involucraba la imposición de una lengua común para toda la nueva nación. Y aunque el toscano ostentaba la condición de ser el idioma italiano, la realidad era que se hablaba una cantidad de idiomas o dialectos distintos como bien lo observó Luigi Pirandello.
Grazia, una chica sarda con inquietudes que ponían en cuestión tradiciones, idioma y entorno, no contó con el apoyo familiar para su educación. Necesitaba conocer la lengua de la cultura, el italiano, pero también saber qué se escribía y publicaba en otros países. Y lo consiguió, menos por una breve educación formal o por un preceptor, que a través de sus numerosas y heterogéneas lecturas.
Al casarse y lograr otra residencia que su Cerdeña natal, se instaló con su marido en Roma y allí publicó la que se considera su principal novela Elias Portolu (1903), pivote de un sostenido proyecto narrativo que se había iniciado con algunos relatos y que fue desplegándose en la narrativa y el teatro. Su numerosa producción incluye Cenizas (1904), La hiedra (1906), Hasta el límite (1911), Colombi e Sparvieri (1912), Cañas al viento (1913), El incendio en el olivar (1918), El Dios de los vientos (1922). entre otros. Se publicaron póstumos Cósima en 1937 y El cedro del Líbano, 1939. Grazia murió en agosto de 1936.
Poco mencionada, pese a la notoriedad que adquirieron muchas de sus obras (algunas llevadas al cine), Deledda destaca sobre todo por una brillante escritura que quizá no fue la mayor virtud que señalaron los jueces del Nobel, al parecer más afines a destacar sus méritos como escritora regional por la representación de campesinos y aldeanos de una isla periférica a los centros urbanos, tópicos que no tendrían mayor relieve de no ser por el estilo y el tratamiento de los temas que superan ampliamente un relato costumbrista rural. Esto afirma la cualidad literaria, lo que tiene que ver con la lengua como materia prima y que la más que esmerada traducción de Pablo Imberg ofrece al lector junto con su prólogo en el que hace importantes comentarios sobre la escritura de Grazia, la tensión entre la lengua natal y la prosa en italiano y también expone criterios que adoptó para esta versión castellana, la primera fuera de España.
Gracia efectivamente sitúa la historia del protagonista que da nombre a la novela en la localidad sarda de Nuoro, a la que este regresa, lo cual implica el reencuentro con la familia y tradiciones que lejos de desafiarlas, quiere preservar y vivir acorde con ellas. De ahí los conflictos que tendrá que enfrentar cuando una pasión incontenible le trastoque su propósito y tenga que buscar posibles salidas (incluido el proyecto de hacerse cura). Deledda no propone una fácil resolución sino que ahonda, intensifica, deja en suspenso o acelera la lucha interior de Elias, imprimiendo al relato un peculiar ritmo narrativo en la dosificación de escenas trabajadas en un lenguaje no convencional. La relación entre Elias y Maria Maddalena, amor correspondido e ilimitado parece en cierto modo un drama de destino que opone el deseo a los interdictos de forma irresoluble.
Pero además no se trata sólo de una historia de amor apasionado, porque es fundamental el entorno, y esto tanto en el aspecto de un imaginario de creencias que combinan el culto a los santos (en especial San Francisco) con una religiosidad popular, sobre todo a través de la madre y sus invocaciones, consultas a los espíritus y oraciones. Sumado esto a la vida consuetudinaria de la familia y a las descripciones, de modo que queda establecido un ámbito social, cultural y natural enlazados: la experiencia del paisaje, las vivencias del tiempo cíclico de las estaciones y festividades, y magníficas descripciones de los cambios de clima en los días y las noches.
Hay una dimensión dialógica en la novela, no sólo en las controvertidas posturas y reflexiones del protagonista, sino también en dos voces que lo interpelan: la de un cura y la de un pastor campesino, cuyos puntos de vista no coincidentes no hacen sino sumirlo en mayores dilemas, así como hay otras voces que pautan hechos en una dimensión coral. La novela está movida por el constante intento de Elias de saber qué debe hacer. Las oscilaciones de sus pensamientos, mezclados con sueños y visiones entre medio de hechos reales dan cuenta de una sostenida lucha -con sus actos de alejamientos y recaídas- en matices que se vinculan con lo que sucede en esa comunidad familiar según van desarrollándose los acontecimientos que no hacen sino agrandar el conflicto.
La historia de Elias Portolu se ubica en el trance entre las postrimerías del siglo XIX y los comienzos del XX, donde coexisten novelas más afines a la tradición realista de la novela burguesa con propuestas que exploran otros procedimientos. Deledda propone una escritura que sin dejar de ser fuertemente referencial (verista) incorpora sin solución de continuidad, actos y parlamentos de los personajes junto con ensoñaciones, formas fragmentarias, diferentes puntos de vista así como palabras sardas tejidas en la prosa como parte de la atmósfera propia del lugar. El relato trata de un conflicto de mayor envergadura protagonizado por sencillos campesinos sardos, lo que recuerda la hipótesis de Eric Auerbach: los mayores conflictos no son privativos de personajes altos o nobles, sino de cualquier ser humano.
A lo largo de la historia Elias no deja de solicitar a la providencia señales que le aclaren qué camino debe tomar tensado entre una pasión persistente e incontrolable y la preservación del honor individual y familiar, el respeto a las costumbres y una conducta digna. El tiempo, como la luna, se desplaza linealmente, y los cambios que van produciéndose suponen mayores inquietudes y padeceres, la muerte que acecha es vivida como culpa y castigo. Y el desenlace sin embargo, en toda su amarga realidad, parece por fin atisbar la tan buscada paz del alma.