Durante muchos años creí que en verdad lo había soñado porque no hubo tiempo ni posibilidad, por lo menos hasta mi regreso del exilio, de que esa historia ocurrida hacía más de una década fuera develada en sus detalles más ocultos. Lo cierto es que logré reflexionar sobre que nada es totalmente lo que parece en las decisiones de los humanos: sólo la muerte establece límites infranqueables. Y, a veces, tampoco es así.
Pero el día de la condena a los comandantes de la dictadura cívica-militar del 76, exactamente el 9 de diciembre de 1985, en la sala de audiencia del Palacio de Tribunales, encontré al primo más querido de mi padre, un hermano de la vida. Estaba sentado en un rincón casi oculto en la última fila, como si intentara no ser visto, amarrado a su portafolios de cuero y elegantemente vestido con un traje negro de gabardina, como si fuera a una fiesta. Él era ya un comisario mayor retirado de la Policía Federal, recibido de abogado, esperando presenciar la sentencia “del siglo”. Me sorprendió- o tal vez no tanto- verlo allí. Cuando era todavía una niña, él solía cuestionar mi pertenencia a la acción católica. “Sos demasiado inteligente como para creer en héroes de yeso. En dios o el demonio”, me fulminaba. También solía elogiar la valentía del Che Guevara y cantar, a veces, el estribillo de la marcha peronista en algún cumpleaños de mi padre. Y hablarme de la justicia social y de la “insoportable angurria de los ricos”. Siempre quise entender por qué había elegido ser un oficial de la Policía Federal. Una de las explicaciones era que se había iniciado en la escuela de policía en tiempos del primer peronismo, justamente por una enorme simpatía por el aún coronel Juan Domingo Perón.
Antes de preguntarle qué hacía allí, en Tribunales, recordé lo ocurrido un lejano abril de 1973. Gobernaba Héctor Cámpora. El 30, exactamente, cerca del mediodía un comando del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP- 22 de agosto), la fracción pro peronista del grupo guerrillero guevarista fundado por Mario Roberto Santucho, mató al almirante Hermes Quijada, en la intersección de las calles Junín y Perón (entonces Cangallo). Dos guerrilleros iban en una moto. El que disparó era el líder del ERP-22. Se llamaba Victor Fernández Palmeiro, alias “el Gallego” (había nacido en España en 1946 de padres republicanos y fugados del franquismo), y era quien había comandado el grupo que el 15 de agosto de 1972 había copado el avión de Aerolíneas Argentinas que llegó al aeropuerto de Trelew esa mañana de la fuga de 25 guerrilleros del penal de Rawson. Palmeiro y otra guerrillera habían simulado ser pasajeros desde Buenos Aires. Estaban dentro del avión que ya carreteaba, y obligaron al piloto a punta de ametralladora a retener la partida para darle la posibilidad de huir a los guerrilleros que alcanzaron llegar al aeropuerto a pesar de que el plan original de la fuga había fracasado en el intento de dejar en libertad a 110 prisioneros. Fue Fernández Palmeiro quien garantizó con su obstinación y coraje, al retener la partida del avión, que los seis jefes guerrilleros -Mario Roberto Santucho, Domingo Menna y Enrique Gorriarán Merlo (ERP); Fernando Vaca Narvaja (Montoneros) y Roberto Quieto y Marcos Osatinsky (FAR- llegaran al Chile socialista de Salvador Allende quien, de seguro, no los extraditaría a la Argentina gobernada por el general Alejandro Agustín Lanusse. No se equivocaban: efectivamente, todos partieron hacia Cuba a pesar de las presiones internas y externas a las que debió someterse Allende y de las presiones ejercidas desde Buenos Aires por la dictadura lanussista.
Cuando el contingente de los 19 guerrilleros restantes llegó al aeropuerto de Trelew ya era tarde. Estaban rodeados por tropas de infantería de marina. Para entregarse, exigieron la presencia de jueces, médicos y periodistas, para garantizar sus vidas y ser devueltos al penal. A pesar de las promesas iniciales del capitán de corbeta Luis Emilio Sosa, a cargo del comando que los apresó, los 19 guerrilleros fueron trasladados a la Base Almirante Zar de la Marina. Sus vidas comenzaban a no valer nada. El general Lanusse, que aún se resistía entregar el poder al peronismo y condicionaba hasta el límite la posibilidad del regreso de Juan Domingo Perón de su exilio en Madrid, ordenó el asesinato de los guerrilleros el 22 de agosto en la madrugada, tarea que ejecutaron el capitán Sosa y el teniente de navío Roberto Bravo. Lanusse estaba habituado a las venganzas: había sido el jefe de Granaderos a Caballo, custodia del general Pedro Eugenio Aramburu, jefe de la autodenominada Revolución Libertadora que derrocó a Perón en 1955. Lanusse había participado activamente en conseguir que el Papa Pio XII aceptara ocultar por 16 años el cadáver robado de Eva Perón de la CGT en 1957, donde yacía embalsamado.
Lo cierto es que el 22 de agosto de 1972, a las 3.30 de esa madrugada helada, 14 guerrilleros y 5 guerrilleras fueron fusilados en la base de la Marina: sacados de sus celdas, y rematados por el comando a cargo del sargento Bravo bajo el mando del capitán de navío Sosa, por orden de Lanusse, que eligió el asesinato como escarmiento. Sobrevivieron tres: María Antonia Berger, Ricardo Haidar y Alberto Camps. El 23 de agosto del 72, un día después de la masacre de Trelew, el almirante Hermes Quijada daba por televisión una versión insólita de los fusilamientos: los guerrilleros habían sido abatidos durante un intento de rebelión y fuga en la base Almirante Zar, donde estaban prisioneros. La acompañaba con supuestos planos de la fuga, colocados sobre un atril, con los que pretendía respaldar sus dichos. Pero ya casi todo el país sabía -y no sólo por los testimonios de los tres sobrevivientes de la masacre- que los detenidos habían sido fríamente asesinados.
Luego siguió lo que las iras políticas de la época marcaban como inevitable: la venganza. Un mes antes del final de la dictadura, ya que en las elecciones de marzo de 1973 había sido consagrado presidente el peronista Héctor Cámpora, el almirante Quijada fue acribillado. Víctor Fernández Palmeiro disparó pero fue herido en la espalda mientras huía en la moto manejada por Jorge Bellomo, por un disparo de pistola del custodio del almirante. El atentado se había consumado en el barrio del Once, cuya jurisdicción correspondía a la Comisaría 7ma. de la Policía Federal. El comisario a cargo era el primo de mi padre. Otra vez, la historia lo ponía -supe después- ante el desafío de cumplir con el deber o con sus creencias: la fractura interna le llevaba muchos años. Porque esa misma tarde sus hijos y yo estábamos en su casa preparando volantes exigiendo la libertad de los presos políticos cuando un oficial de la Policía trajo el comunicado del ERP-22 sobre el atentado, que además daba cuenta de la muerte “en combate” de Fernández Palmeiro.
Recuerdo vagamente que muchas horas después, le tocó al comisario ir a identificar el cadáver del guerrillero: sus compañeros habían comunicado la dirección donde debían encontrarlo. Era evidente que no lo habían podido salvar en un improvisado hospital clandestino: el Gallego se había negado a que lo llevaran a un hospital porque no quería terminar en una prisión. Recuerdo también que sus hijos y yo lo vimos regresar apesadumbrado. Y que dijo como todo comentario: “Cuando lo ví así tan joven…solo pensé en que podía ser mi hijo”. Nunca más volvería a referirse a esos hechos. Ni siquiera cuando en 1977, ya jubilado, recibió la noticia del secuestro de su hijo a quien salvó de morir en el centro clandestino “El Atlético” porque llegó a tiempo, gracias a la fidelidad de un viejo oficial que había estado bajo sus órdenes y le avisó dónde rescatarlo. O cuando lo secuestraron sus excompañeros para interrogarlo por mi paradero. Ni a mi regreso del exilio cuando lo volví a ver en una reunión de cumpleaños.
Aquel 9 de diciembre de 1985, entonces, antes de zambullirme en la masa de periodistas nacionales e internacionales que nos apretujábamos en un lugar muy estrecho en un lateral de la Sala de Audiencias del Palacio de Justicia para escuchar la histórica sentencia del Tribunal contra los comandantes de la dictadura, alcancé a preguntarle por qué estaba allí.
“Hoy es un día de gloria querida. Nunca más van a asesinar impunemente.” Su voz se quebró. La emoción no parecía surcada por el dolor o por el odio sino por la saciedad de un antiguo deseo de justicia.