Hay historias que se escinden de su propia trama, que se vuelven una experiencia de lenguaje. Algo así pareciera suceder con la primera novela de Soledad Olguín, Té de Litio, en la que la textura del lenguaje nos pide que nos detengamos a escuchar la singularidad que su música desviada propone.
“Me digo que fue un error haber cremado el esqueleto de mi padre, si tuviera sus huesos enteros, como fueron sacados de su parcela de tierra, ahora podría volver a la composición original, tal vez unir cada pieza con tanza, o pegarlas y acostarlas en mi cama para que descansen. En un error no tener su cráneo, y los palotes de sus costillas, brazos, piernas, para construir una pequeña celda y meter el cráneo dentro como si fuera un tesoro”, la protagonista, border y cleptómana, deja en claro que su experiencia por el límite no es un turismo casual y fugaz, sino una forma de asentarse en el mundo. Ella ejerce una cleptomanía feroz, aplicada con exclusividad a tiendas de ropa, en las que roba compulsivamente vestidos, zapatos, carteras, cosas que no necesita pero que a través de ellas, por el acto de robarlas, es propulsada a un vértigo de vida: ¿quizás vistiéndose de otra pueda dejar de ser ella misma?
Sobre esta intensidad adictiva conversa con su psicóloga, aunque cada vez que va a terapia fantasea con no ir. Mientras viaja en colectivo su imaginario se abre y se expande, construyendo excusas y desvíos que la lleven hacia otra parte y no a la reiteración de su propia rutina.
La fantasía es un recurso de fuga recurrente, o más bien compulsivo. Como si la realidad fuese un lugar intolerable del que solo se puede escapar mediante ensoñaciones; quizás por eso el lenguaje pareciera enhebrar un halo onírico que conduce la lectura como a través de un sueño.
Cuando está en su trabajo la protagonista fantasea que roba la radio o que huye con el guardia de seguridad para performar juntos una sexualidad a lo Cronenberg, en la que ella extrae de él el instrumento con el que lo fecunda para poder fantasear una y otra vez qué tipo de ser puede surgir de su semen de mujer y el receptáculo que es el guardia de seguridad: “el momento en el que puso en mis manos su órgano sexual para que lo adhiera a mi pelvis y con él lo penetre, lo traspase, le enseñe qué tipo líquidos nuevos soy capaz de exudar, un semen fértil que comienza su proceso de fermentación en el perfume que inhalo de las moras, en la visión del huevo solitario”.
Si en su derrumbe, en su crack up, la protagonista escapa de la realidad su escape es también del realismo, porque su fuga no es tanto un arrojo atolondrado ni un manotazo de ahogado, como más bien una construcción: el erigimiento esforzado (un esfuerzo de lenguaje) de un espacio enrarecido y estético en el que sostenerse mientras se suelta la mano de la vida real, del territorio común, donde están los demás, e incluso uno mismo, con la propia historia y la propia identidad quedando atrás y dando lugar a una otredad latente que aflora o se derrama de una herida psíquica.
La protagonista se extravía en imágenes que no pueden provenir del mundo, sino de ella misma, y el lector no puede más que hundirse en ese océano de imágenes y deleitarse con una pieza que se aproxima al máximo refinamiento literario: el de parecerse a un sueño. “Me dice que compre leche, que no puede cocinar sin leche en el departamento, me dice que 400 volvió a morderle los tobillos, que las mellizas inventaron un poema nuevo, un soneto, que compre huevos, que 6 y 4 se pelearon, que hoy sintió un gusto amargo a números primos, que el té de litio subió de precio y queda poco, que sin el té vuelven las ratas y no se puede dormir, aunque tome su forma de pez nocturno sin branquias, sin vértebras, que soñó con un bloque de rubí y otro de zafiro, el rojo dentro del azul, que soñó con voces de piedras preciosas y las voces hablaban sobre perforar la tierra, miles de km hacia el centro, que lo malo se esconde ahí, una energía líquida de fantasmas que crece y presiona las rocas con sus cristales de hierro, que no me olvide de la leche y de los huevos”.
La de Té de litio es una apuesta delicada por la forma, algo infrecuente en tiempos de trama, de hechos y urgencias, que genera, a través de un lenguaje fascinado, por momentos arrebatado por una enajenación musical, que obliga a una lectura lenta y una degustación criteriosa.
Se trata de una escritura que mana alrededor de la fuerza gravitatoria de una tragedia, que el lector ignorará siempre, pero que puede inferir por el modo en que el lenguaje cae, como estelas de una colisión atroz. Como si hubiese estallado una bomba nuclear y las líneas de esta nouvelle fueran las figuras que entrevemos en la bruma del hongo de la explosión. Pensable como textualidad border, podría decirse que la narradora se cuenta a sí misma del mismo modo en que Fitzgerald hacía listas en Crack Up: para sobrevivir en el borde sin caer del todo en la oscuridad circundante.
Tal como Scott Fitzgerald, frente a lo indecible, roto, “habiendo perdido el yo que fui pero sin haber logrado construir aún un yo nuevo en el que hacer pie” se entrega a la enumeración, al fervor de construir listas y listas, podría pensarse que Olguín, desde una pasión similar, se aboca a las imágenes y las vierte y las hilvana con una destreza furiosa.
La primera novela de Soledad Olguín es un hechizo tallado con maestría. Té de Litio es el hechizo de un símbolo opaco, urdido por una imaginería verbal que explora el límite, y rodeado por un sistema de incertidumbres cuya gracia no reside en su resolución, sino en su expansión y perdurabilidad. No se trata tanto de una estetización del derrumbe como de una lexicalización del derrumbe: de un modo de hablarlo, de decirlo y de sembrarlo en el silencio del lector. Quizás nunca lleguemos a saber qué simboliza, y quizás no sea necesario ni importante, y logremos apreciar las tensiones narrativas sin exprimirle un sentido específico, y nos baste el goce que se desprende de una historia que leemos como vemos a los sueños.