El viento patagónico dejó súbitamente de soplar pasado el mediodía. Antes había desnudado un flequillo rebelde debajo del pañuelo de Taty Almeida cuando se paró en el escenario montado frente al Aeropuerto Viejo -ahora Centro Cultural por la Memoria-, en el cierre institucional de un mes de memoria ardiente por los y las fusiladas de la Masacre de Trelew, por quienes lograron fugarse entonces para volver a pelear contra la dictadura de Lanusse y la proscripción de la voluntad popular, por los vecinos y vecinas de Trelew que se organizaron en 1972 contra la criminalización de la solidaridad.
Tuvo la voz de un niño el final de ese acto, Franco, un adolescente hijo de Eduardo Cappello, a su vez sobrino de Eduardo Cappello, fusilado en la Base Naval Almirante Zar, a una distancia corta del aeropuerto, una línea de asfalto en el desierto que conectó hace 50 años la audacia y la convicción con el más brutal disciplinamiento. El deseo de emancipación -de “los monopolios y el imperialismo yanki”, como dijeron en la conferencia de prensa el 15 de agosto de 1972 antes de entregarse- con el primer ensayo de exterminio de aquella voluntad.
Franco Capello convocó a decir presente una vez más por cada uno de los nombres que quedaron impresos en la pared del Aeropuerto Viejo. Las banderas del MTE Chubut resistieron al viento, en la torre de control otras banderas regionales, locales, de organizaciones de Derechos Humanos y sindicales dejaron bailar alguna de sus puntas, la que decía “Las guerrilleras son nuestras compañeras” bailó fucsia contra el sol intermitente.
Este hecho de memoria, estos 50 años cumplidos desde la masacre, no fueron un recordatorio estático, ni sólo recuerdo. Como dijo Héctor Tosco, hijo de Agustín, líder del gremio Luz y Fuerza que también estuvo detenido en Rawson al momento de la fuga, “es Justicia”. Porque “cuando la palabra y la experiencia se recupera, se pone en común”, dijo, “cuando los viejos compañeros tienen lugar y escucha para hablar, es Justicia”.
Como dijo Taty Almeida antes de leer el poema que su hijo desaparecido, Alejandro, escribió cuando tenía 20 años: “Estas voces que gritan, seguirán gritando”. Igual que las Madres, “a pesar de los bastones y las sillas de ruedas, las locas seguimos estando”.
El peso de las balas
¿Por qué a algunos hechos de sangre se les llama “masacre” y a otros no? Se preguntan en grupo, cuando el viento cesó y otra vez el sol permite pensar que la primavera está cerca, algunos familiares de la masacre de Trelew. ¿Por qué los muertos que quedaron en la calle el 19 y 20 de diciembre de 2001 no son una masacre? ¿Será porque estaban enfrentando al poder activamente y en cambio Dario Santillán y Maximiliano Kosteki, los caídos en la masacre del Puente Pueyrredón, estaban indefensos? ¿O será porque algunos hechos son puntos de inflexión que buscan frenar brutalmente la organización popular?
Las preguntas quedarán flotando. El almuerzo es corto y es mejor comer liviano. Es hora de ir a la última visita de estos días de homenaje: la base Almirante Zar, una base aérea naval, el sitio que aseguraba impunidad para la masacre: a kilómetros a la redonda solo hay piedra y tundra, una pista de aterrizaje, horizonte a 360 grados.
La base está ahora señalizada como sitio de memoria, ahí no sólo sucedieron los hechos del 22 de agosto de 1972, también se convirtió más tarde en Centro Clandestino de Detención. La carga emocional esta vez es bien distinta a la de la visita a la Unidad 6 de Rawson. Allí se planeaba un camino a la libertad, acá sólo habrá muerte. El primer grupo de funcionarios -el ministro de Defensa Jorge Taiana, legisladores y legisladoras como Victoria Montenegro, Horacio Pietragalla, secretario de Derechos Humanos- y algunos familiares salen con los ojos mojados.
Claro que sobran las razones para llorar, el lugar está intervenido por las investigaciones que lograron condenas para casi todos los imputados, incluso una que llegó este año contra Roberto Bravo, el responsable de los tiros de gracia contra las y los caídos. Está marcada en el piso la posición de Bravo al disparar, las dimensiones de las celdas, la cantidad de plomo medida en gramos que quedó en cada una y en el pasillo. Acá no hay dudas de la palabra “masacre”.
“Qué cobardes”, dice Mario Santucho, hijo de Mario Roberto Santucho y Liliana Delfino. Lo dice sin exclamar, constatando. Su prima María Ofelia abre La patria fusilada, el libro que surge de la entrevista de Francisco Urondo a les tres sobrevivientes, María Antonia Berger, Alberto Camps y Ricardo Haidar la madrugada del 25 de mayo de 1973. Busca ahí algunos tramos marcados que despejen dudas sobre el espacio que se acaba de ver. Judith Said, una de las organizadoras de estos días de justicia, se quiebra y llora en un hombro que le prestan.
Para reponer su autoridad, la dictadura de Agustín Lanusse decidió aniquilar a les audaces, a quienes estaban decidides por la patria en la opción “patria sí, colonia no”. Esa autoridad fue mellada cuando los velorios de les combatientes asesinados se convirtieron en hechos políticos, cuando se abrieron los cajones cerrados, como en el caso de Mariano Pujadas, con gatos neumáticos para constatar que los habían rematado. La represión aprendió de ese ensayo. La pregunta que 50 años después sigue insistiendo es qué se aprendió del lado del deseo de emancipación ¿Podrá todavía desafiarse lo que parece imposible?
Este aniversario de 50 años, con todo lo que pesa sentir la densidad de medio siglo, se sigue actualizando.